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Semana Santa desde mi ventana

Es la primera Semana Santa de la historia en que la procesión, ahora sí, va por dentro.

Es la primera Semana Santa de la historia en que la procesión, ahora sí, va por dentro. Los grandes monumentos cristianos, que han sido el soporte ideológico del poder en Occidente, se agolpan en el interior de las almas, las casas y los albergues en torno a la seguridad reforzada y encumbrada al nivel de ideología. Desde el encierro a cuenta de la pandemia del Covid-19, hemos visto, leído, escuchado y sentido los pronósticos del derrumbamiento de un imperio omnipresente y omnipotente y el surgimiento de otro sin que se hayan movilizado grandes flotas de bombarderos, portaviones y tropas. Una tercera guerra mundial silenciosa donde los minúsculos virus confinan a media humanidad a una prisión “voluntaria”.

Álvaro Gómez Hurtado, un político conservador colombiano, se regocijaba hace 30 años de haber sido testigo, en vida, de la caída de la Unión Soviética sin disparar un solo tiro. Fue uno de los primeros políticos de derecha en América Latina en reconocer abiertamente que la esencia de  los Estados neoliberales era la delincuencia, reafirmando así las tesis marxistas, y causa fundamental de su asesinato, pues era posible que ganara alguna de las tantas elecciones presidenciales a las que se presentó. Esa misma visión de Álvaro Gómez es la que estamos viendo ahora desde nuestras ventanas: la caída, si es que cae, del imperio más grande y potente que recuerde la historia contemporánea: el imperialismo norteamericano, y sin disparar un tiro, al menos del lado de lo que ellos llaman sus enemigos.

Con una diferencia fundamental. La URSS se despedazó así misma y por tanto las convulsiones del colapso no afectaron las estructuras económicas y sociales del mundo capitalista de forma negativa. Al contrario, reforzó su esquema ideológico. Los vencedores se autoproclamaron inmediatamente jueces del mundo, se atribuyeron el fin de la historia y la unipolaridad como destino de la humanidad. La globalización y el libre mercado, es decir, la competencia como forma de vida fue impuesta a sangre y fuego en todos los rincones del mundo. La suerte de la humanidad estaba echada.

Pero vino la nueva peste y lo desordenó todo.  Nosotros no tuvimos que hacer nada. Confinados en nuestras casas, hemos sido los testigos mudos de una guerra singular cuyas víctimas colapsan los sistemas sanitarios del mundo y los muertos se cuentan por miles. Vimos cómo en Madrid se preparaban morgues inmensas y en Guayaquil no alcanzaban a recoger los muertos en las calles. Y lo que es peor, hemos sido testigos de las contracciones del moribundo imperio decidido a no perder su hegemonía y asumir el papel de delincuente internacional: a fin de esconder su desnudez, ha apretado el cuello de muchos pueblos: Venezuela, Irán, Cuba, Nicaragua, negándoles el derecho humanitario a la compra de medicamentos, incluso, asaltando barcos en altamar y confiscando las medicinas.

Hemos visto a los Estados Unidos de América apropiarse de cargamentos destinados a Francia, a Barbados y a varios países asiáticos; desplegar sus sistemas de inteligencia para vigilar a los laboratorios del mundo y enterarse de quién está más cerca de conseguir la vacuna contra el virus para apoderarse de ella, como ha sucedido en Alemania y amenaza a la India para que libere todas sus reservas de medicamentos para Estados Unidos so pena de grandes sanciones, al mismo tiempo que notifica a Canadá y América Latina, que no le venderá medicamentos, en caso de obtenerlos. Entre tanto, los infectados y los muertos empiezan a colapsar la vida económica y social de los estados más poderosos de la Unión Americana. La práctica inexistencia de salud pública y los altos costos de la privada, imposibilitan a millones de norteamericanos a procurarse una prueba de Coronavirus, mucho menos a sufragar un tratamiento adecuado.

La corrupción hará que no puedan gestionar la pandemia, sobre todo en países como Ecuador, Colombia, Brasil.

Desde nuestras ventanas hemos visto, a veces de frente, a veces de reojo, con miedo y hasta con pánico, cómo se impone la necropolítica. Lo básico es salvar el sistema económico. Es la consigna de Donal Trump. Destituyó fulminantemente al comandante de un buque de la marina por pedir ayuda para sus soldados infectados del virus con el argumento de que si mueren un promedio de 200 mil personas, él, como comandante en jefe de una nación en guerra, declarará el triunfo sobre el virus y el mundo. Para conseguir sus objetivos tiene muchas armas. Por ahora, tiene a su mano el victimismo. Pero también un escudo mortífero que se aplica desde los principios del neoliberalismo: la Violencia Discreta. Esto es, obstáculos democráticos,  mercantilización de la salud, la educación y los servicios públicos, de la libertad y la riqueza; masacres laborales, leyes mordaza y amenazas de invasiones armadas, embargos navales, financieros y otros.

Y los abusos de nuestros ineptos políticos. La corrupción hará que no puedan gestionar la pandemia, sobre todo en países como Ecuador, Colombia, Brasil. Iván Duque, presidente de Colombia, saquea recursos de las entidades territoriales para que la administren los bancos; permite vuelos comerciales disfrazados de humanitarios, presta el territorio para invadir Venezuela y quiere aprovechar la pandemia, ahora que hay encierro total, para realizar aspersiones con napalm en todo el territorio nacional. Lenin Moreno, en Ecuador, se apresura a pagar la deuda externa y a vaciar las arcas del Estado y ofrece como principal antídoto contra la pandemia un entierro digno para los muertos y dona cajas mortuorias de cartón. Bolsonaro en Brasil, desautoriza a los gobernadores que pretenden una cuarentena y deja que las mafias armadas lideren el confinamiento. Con todo esto, 35 millones de nuevos pobres se incorporarán al desastre del neoliberalismo en América Latina.

Bueno, eso es lo que vemos desde nuestro confinamiento. He terminado con los nervios de punta y hasta con fuertes dolores cervicales. Me han aconsejado que deje de leer noticias y no mirar los noticieros. Me dicen que es allí donde está el origen de mis dolencias. Pero es imposible. Trato, eso sí, de equilibrar la información, esa que viene de Oriente. Me alegro cuando un avión chino aterriza en Milán o en Madrid, en Buenos Aires o Nueva York, en el Congo o Irak. Es cuando uno recupera el aliento y se da cuenta que hay otro polo opuesto a la necropolítica, a la Violencia Discreta, a la amenaza permanente, a la privatización de la libertad de vivir. Me gusta cuando lo médicos cubanos desembarcan en Italia, en Andorra, en Venezuela, en África. Cuando los rusos desinfectan grandes construcciones de Roma o Caracas. Me alegro cuando veo fotos de un Madrid limpio y sin contaminación ambiental, y hasta cuando una adolescente londinense pueden alucinar, por la limpieza del aire, y ver la Torre Eiffel desde su ventana de confinamiento.

También el aislamiento nos da tiempo de escuchar y analizar. Por ejemplo, cuando el presidente de Serbia dice que la solidaridad europea y de todo occidente, no existe: “Los chinos son los únicos que nos pueden ayudar”. Emmanuel Sáez y Gabriel Zucman, economistas estadounidenses,  alertan de que el plan de los billones de dólares de rescate del presidente Trump es equivocado porque ayuda al desempleado y no al empleo. Oír a la escritora franco alemana Geraldine Schwarz preguntarse quien gestiona mejor este tipo de pandemia, las dictaduras o las democracias, y su advertencia de que esto que está sucediendo es apenas el comienzo de las guerras que vienen: las del cambio climático. Ver a Leo Varadkar, presidente de Irlanda, ponerse su bata de médico e ir a trabajar a un hospital;  y al pensador francés Jean Pierre Chevènement decir que esta es en toda regla una Revolución Cultural por la Solidaridad. Y a Clara Valverde Gefaell, escritora y activista política catalana, quejarse de que las dictaduras nos mataban y ahora nos dejan morir. Y a Álvaro Linera pidiendo los cuatro mil euros que le corresponde a cada boliviano de ayuda en esta crisis, frente a los cuatrocientos que está dando la dictadura.

En fin, confinamiento para todo, para el miedo, para el descanso, para la proyección, para conocer el mundo, las ideologías, las tácticas y las estrategias de guerras no convencionales que nos vemos obligados a ver desde nuestras indiscretas ventanas. Y a pensar en serio si esta es una tercera guerra mundial que ya la ha ganado China, y sin disparar un tiro.

Si a Álvaro Gómez no lo hubieran asesinado, tal vez habría tenido el privilegio de ver caer a dos grandes imperios sin recurrir a las armas. Suerte que tenemos hoy muchos mortales que nos negamos al confinamiento espiritual permanente y a cumplir en la vida el único papel de productor o consumidor, sin cuyas condiciones somos desechables. Y para que la procesión no vaya siempre por dentro, me asomo  al balcón a las ocho de la tarde, a aplaudir esta nueva Revolución Cultural de la Solidaridad junto al grito de Jean-Pierre Chevènement.

Periodista y escritor colombiano. Residenciado en Madrid, colabora con medios escritos y digitales de Latinoamérica y Europa. Autor de dos novelas, cuatro poemarios y dos libros de relatos. Conferencista en el Ateneo de Madrid.

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