Desde hace más de un mes los colombianos y las colombianas estamos confinadas para evitar la difusión masiva del coronavirus. Las medidas tienen un claro componente de clase, pues sólo aquellos que pueden darse el lujo de encerrarse y comprar su mercado por Internet cumplen sin problema el mandato de las autoridades. Los otros, aquellos que deben salir a la calle a buscarse la vida, deben optar entre arriesgarse a enfermarse o morir de hambre. Ninguna de las dos opciones es halagüeña, y dudo mucho de que sean realmente elecciones posibles de un sujeto racional. Sin embargo, hay un grupo de la población que siempre está peor y que representa la constante materialización del viejo principio de la menor elegibilidad (less elegibility), este que nos dice que, si la gente en libertad está mal, la gente en prisión tiene que estar peor.
La crisis del coronavirus ha hecho patente algo que sabemos desde hace más de veinticinco años: que las cárceles están hacinadas, que en ellas se da una violación y vulneración masiva, generalizada y continua de los derechos de las personas privadas de la libertad, al punto que en los últimos veinte años la Corte Constitucional ha tenido que declarar en dos oportunidades el estado de cosas inconstitucional. Es decir que la existencia cotidiana de la cárcel en Colombia es una constante violación de la Constitución política. Con una sucesión de gobiernos reactivos ante las crisis que no da soluciones concretas a un problema con múltiples dimensiones.
Desde hace mucho tiempo sabemos también que las condiciones insalubres de la privación de la libertad son proclives a la expansión de enfermedades como la tuberculosis y otro tipo de enfermedades virales. El encierro no es garantía suficiente para proteger a esta población, pues no hay posibilidades de distanciamiento social, ni cuentan con los mínimos elementos que permitan impedir que ocurra una tragedia en las cárceles colombianas. De hecho, el pasado 21 de marzo, durante las protestas en 24 centros penitenciarios y carcelarios, fueron asesinadas 23 personas en la Cárcel Modelo y 83 más fueron heridas, sin que hasta el momento las autoridades hayan hecho algo decisivo para proteger los derechos de quienes están privados de su libertad. Esto hace de la cárcel colombiana algo similar a un campo de concentración en donde solo se encuentra la nuda vida, aquella vida, al decir de Giorgio Agamben, que puede ser acabada sin consecuencias legales para quien lo hace. O en los términos del modelo concentracionario, aquellas vidas que no merecen ser vividas.
Desde hace muchos días diversos sectores de la sociedad le han insistido al gobierno de Iván Duque que tome medidas para proteger a la población privada de la libertad. No solo no hizo nada, sino que decidió trasladar presos de una cárcel a otra, con lo que ello significa en materia de expansión del virus.
No podemos alcanzar otra conclusión cuando vemos la forma en la que se ha manejado la crisis causada por el Covid-19. Desde hace muchos días diversos sectores de la sociedad le han insistido al gobierno de Iván Duque que tome medidas para proteger a la población privada de la libertad. No solo no hizo nada, sino que decidió trasladar presos de una cárcel a otra, con lo que ello significa en materia de expansión del virus. Solamente en la cárcel de Villavicencio se han infectado 270 internos y 40 funcionarios. Tres reclusos murieron. No cabe imaginar qué sucederá si se expande el virus en todas las cárceles de Colombia y que les pasará a sus más de 120 mil internos, que viven en condiciones de constante hacinamiento.
Luego de un mes de reclamos, el gobierno decidió sacar un decreto de emergencia, en el cual se daba la posibilidad de acceder a mecanismos de libertad a la población penitenciaria. Pero como siempre ocurre en Colombia en esta materia, el decreto emitido para atender una emergencia resulto mucho más estricto que la legislación ordinaria y sólo se prevé que beneficie entre 4.000 (según las universidades) y 7.000 personas (según el Gobierno nacional). Cualquiera que sea la cifra que se acepte, lo cierto es que el decreto no tendrá impacto significativo alguno en la población carcelaria y, sobre todo, no ofrece solución alguna al alto riesgo de contagio que hay en las cárceles colombianas.
Dentro de las personas que continúan privadas de la libertad se encuentran todos los posibles beneficiarios de la Jurisdicción Especial para la Paz, quienes fueron explícitamente excluidos de los beneficios del decreto. Esta es una distinción que carece de sentido, como si la razón de la medida no fuera sanitaria sino de seguridad ciudadana. El decreto, como es natural, causó rechazo en todos los sectores, ya que, pese a reconocer la existencia de un problema muy grave que ameritaba soluciones de emergencia, las medidas adoptadas no sólo no lo solucionan, sino que ni siquiera se acercan a ser un paliativo al mismo. En medio está la dignidad de personas que son sujetos de protección especial del Estado. No se trata simplemente de una cuestión de derechos, sino de una mínima cuestión de humanidad.