Salvador González llegó a Suecia a mediados de los años setenta. Huyó con su familia como pudo, y con lo puesto, de la sangrienta dictadura chilena. “Me salvé por los puros pelos”, me confesó con su inalterable acento santiaguino. De entre las muchas historias que Salvador me contó sobre sus primeras experiencias en Estocolmo, hay una que sigue danzando en mi memoria: su primer trabajo, el de limpiador en una escuela del extrarradio. En aquel colegio, Salvador descubrió que las jerarquías en este país apenas existen, que los jefes se esfuerzan por parecer subalternos y los subalternos por pasar desapercibidos.
En el comedor, a la hora del almuerzo, Salvador tenía que compartir mesa con los alumnos, los profesores y el rector. Los estudiantes le tenían un profundo respeto y él se paseaba con plena autoridad por los salones de clase como un docente más. Pero lo más remarcable, lo que incluso a él le costó aceptar con naturalidad, fue la costumbre de participar en las reuniones trimestrales en las que se marcaban las directrices de la escuela. Allí, entre decisiones administrativas, pedagógicas y operativas, se determinaban los gastos del presupuesto del colegio. “Las decisiones se tomaban a mano alzada, y mi voz y voto, los de un simple barrendero, tenían el mismo valor que el de cada uno de los miembros de la junta directiva”. A Salvador no le gustaba participar en aquellas reuniones, le parecía que su presencia sobraba, pero de alguna manera le hicieron entender que no asistir podía ser tomado por los demás como una ofensa.
Las cosas han cambiado (el mundo ya no es tan inocente) pero la experiencia de Salvador revela una de las señas de identidad más arraigadas de la cultura sueca, y de paso una de sus principales preocupaciones: la equidad. La bendita equidad, pilar del socialismo que sólo puede construirse, de manera honesta y efectiva, desde la educación. La gratuidad de la educación en Suecia no muere en su Constitución ni en sus leyes. Va hasta el final. En este país de 10 millones de habitantes, de largos y crudos inviernos pero de otoños de ensoñación, no existen colegios ni universidades de pago. Hay colegios públicos y privados, pero ningún padre paga un sólo céntimo por la educación ni por los libros, ni siquiera por la comida que a diario se sirve en las escuelas. Nada importa tu declaración de renta: desde los dos hasta los dieciséis años de edad, la única obligación de los menores es cruzar a diario el umbral de la puerta de su colegio; de ahí hacia dentro, todo corre por cuenta del Estado. Desde los 16 años hasta el último día de clases de la universidad, los estudiantes no sólo continúan disfrutando de la gratuidad educativa sino que el Estado les asigna un pago mensual para sus gastos.
La bendita equidad, pilar del socialismo que sólo puede construirse, de manera honesta y efectiva, desde la educación
Mohammed es uno de mis estudiantes de sexto grado en un colegio de Estocolmo. Tiene 12 años pero su envergadura es de un adulto ya desarrollado. Alcanza los 1.80 de estatura y tanto su piel oscura como el calibre de su cuerpo le otorgan un aire de boxeador de peso crucero. Al igual que Salvador, Mohammed llegó a Estocolmo huyendo con su familia de una guerra. La suya, una guerra política y tribal que aún asola su país. “Pasamos miedo y hambre”, escribió una vez en una tarea de redacción. Asumo que hablaba desde su propia experiencia. Mohammed no es amigo del hijo de Salvador. Van a clases diferentes, y además sus caracteres son incompatibles, de modo que su relación no pasa de algún saludo desprevenido en los pasillos del colegio. El mejor amigo de Mohammed, en cambio, es Kalle (léase Cale), un muchacho rubio y pecoso que no puede ocultar sus raíces vikingas y cuyas maneras delicadas contrastan con los gestos ásperos y la risa estruendosa de Mohammed. Mohammed y Kalle son inseparables. A Kalle, como a otros niños de nuestra escuela, lo pasan a recoger sus padres en un coche de alta gama (un automóvil que bien podría costar mi salario de dos años), mientras Mohammed utiliza todos los días el transporte público. Aún así se les ve juntos en el salón de clase, en los descansos pateando pelota y en el comedor. Allí, en el comedor del colegio donde almuerzo todos los días con estudiantes y profesores y algunas veces con el barrendero del colegio, nunca dejo de admirar el crisol de culturas y de clases sociales que pueden compartir una mesa de escuela.
En todo el país funcionan sólo tres internados. Son los únicos autorizados a cobrar tasa de matrícula. Todos los demás, desde la escuela más apartada de Escandinavia —aquella desde la que podrías divisar en invierno la Aurora Boreal— hasta el colegio de la zona más distinguida de Estocolmo, todos los centros educativos son gratuitos. En un intento por evitar la segregación y profundizar aún más en la equidad y la integración social, la ley permite a los padres matricular a los menores en cualquier colegio de su ciudad, sin importar la distancia con el lugar de residencia. La admisión, eso sí, queda a expensas del propio colegio. Es decir, la madre de Mohamed muy bien podría, en un arrebato de vanidad innecesaria, presentar la solicitud de inscripción de su hijo en Manila Skolan, el exclusivo centro académico de Djugården al que asisten los hijos de la princesa y de muchas otras personalidades de la farándula y la política sueca. Veríamos entonces a Mohammed salir todas las mañanas desde su humilde vivienda, en un barrio del extrarradio, para compartir pupitre con el futuro Rey de Suecia. La vida no es tan bella, pero en el sistema educativo sueco todo es posible. Otra cosa es lo que Mohammed desee. Quizás este bonachón africano de 1.80 prefiera la compañía de su amigo Kalle, y las clases desenfadadas de su profesor colombiano, a la dudosa fortuna de compartir pupitre con el futuro Rey de Suecia.
Nota: Todos los nombres de las personas involucradas en este artículo fueron cambiados con el ánimo de proteger la identidad de los menores.