La pandemia, al menos en Colombia, dejó ver las costuras de las que está hecha nuestra democracia. Desnudó la enorme pobreza que nos arropa y le hizo zoom a una porción de un estrato cinco que vive del día como cualquier vendedor callejero. Nos recordó que el Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas, DANE, ha mentido siempre, o, en su defecto, ha embellecido las cifras para que el olor a podrido sea menos fétido. Nos mostró que el país cafetero, según el informe de enero de 2020 de Transparencia Internacional, una organización no gubernamental alemana encargada de medir el manejo de la cosa pública en más de 170 democracias, es la nación más corrupta del planeta. Pero, sobre todo, nos dejó ver que, en Colombia, a pesar del aumento significativo del rubro de la educación, ésta sigue estando a la cola del mundo.
Ese deterioro paulatino de unos de los sectores de primer orden en la formación de los ciudadanos no se debe sólo al manejo poco claro de los recursos económicos destinados para ese fin, ni estrictamente a las políticas educacionales con las se busca aplanar la curva del analfabetismo y ampliar la cobertura escolar, sino también al abandono en que el Estado ha tenido sumido a un gran número de regiones de la geografía nacional. Por ejemplo, de los casi dos millones de estudiantes que habitan las zonas rurales del país, según el Ministerio de Educación Nacional, MEN, sólo el 10 por ciento tiene acceso a las plataformas digitales pedagógicas. Las razones son varias, y van desde la ausencia de conexiones a internet, la falta de computadores, tabletas o celulares, hasta la inexistencia de las redes eléctricas. A lo anterior se le suma la ausencia de un servicio de primer orden como es el agua potable y las largas distancias que separan los centros urbanos de los rurales.
En otras palabras, sólo 4 de cada 10 colombianos tiene hoy en su hogar, al alcance de un clic, la posibilidad de una información de carácter público.
Aún más, en las ciudades no todas las escuelas y colegios públicos de los distintos barrios y sectores cuentan con salas de computadores o redes de internet. Y muchos profesores, hay que dejarlo claro, carecen de las herramientas y el conocimiento previo en el manejo de las nuevas tecnologías. En otras instituciones escolares la señal de los servidores es pésima, lo que lleva a que, en el momento de descargar un archivo o enviar un mensaje, el tiempo se eternice y la señal se interrumpa cada cinco, diez o veinte minutos. En este sentido, el wifi es un extraño sistema que, aunque tiene como propósito democratizar el acceso al servicio de internet, no cumple del todo con su objetivo, pues en la gran mayoría de las zonas escolares la señal presenta dificultades.
Lo anterior, les ha permitido a especialistas en el tema como Julián de Zubiría asegurar que Colombia no está preparada aún para llevar la educación a la virtualidad. El asunto se complejiza cuando las cifras que arroja el Plan Nacional de Desarrollo nos dicen que un poco más de la mitad de los hogares colombianos carece de la conectividad a internet. Es decir, más de 30 millones de ciudadanos no tienen la posibilidad de realizar un curso en línea, acceder a información de trabajo o conocer los hechos de interés nacional e internacional que puedan beneficiarlo o no. En otras palabras, sólo 4 de cada 10 colombianos tiene hoy en su hogar, al alcance de un clic, la posibilidad de una información de carácter público.
Colombia es un país rico en pobreza, escribió hace poco el poeta antioqueño Juan Manuel Roca en su cuenta de Facebook, y como toda riqueza en estado de producción sigue robusteciéndose como bola de nieve camino al barranco, alimentada por los robos sistemáticos al presupuesto nacional, los tijeretazos a los dineros de la salud, el embolate de los recursos de la educación, las tramoyas con los alimentos escolares y una larga lista de delito que casi nunca se investigan porque el poder de las mafias políticas atraviesa también el sistema de justicia. De otra manera sería inexplicable la aparición de un grupo de magistrados de las Altas Cortes que recibían millonarios pagos para torcer fallos y que la prensa bautizó, como en su momento lo hizo con Pablo Escobar Gaviria y sus colegas, con el nombre del “cartel” de la toga.
Hace casi 30 años David S. Landes, profesor emérito de la Universidad de Harvard, escribió un libro titulado “La riqueza y la pobreza de las naciones: por qué algunas son ricas y otras son tan pobres”. En uno de sus apartes aseguraba que ninguna nación ha alcanzado su desarrollo (económico, social y tecnológico) sin haber superado el problema del hambre. Si esto es así, entonces no hay duda de que el país seguirá en ese ejercicio improductivo de intentar de implementar una educación de calidad, pues el problema no radica sólo en la logística (espacios y herramientas adecuados que permitan la exposición y apropiación del conocimiento), sino también en la alimentación de los educandos. Y en Colombia, hay que dejarlo claro, más de 7 mil niños se mueren anualmente de física hambre y de enfermedades prevenibles.