Las montañas de pasaportes se apiñaban sobre las mesas. Eran unas tres mil visas que debían entregarse a la mayor brevedad. El equipo de voluntarios que habíamos puesto a disposición de la embajada de Venezuela en Bogotá estaba desbordado. Afuera, la tensión crecía con el paso de las horas. Los primeros buses, preñados con los delegados al XVI Festival Mundial de la Juventud en Caracas, empezarían a rodar esa misma noche. Tres días me tomó coordinar el paso de esta multitud por la frontera en Cúcuta. Bajo la incesante canícula fronteriza, con el apoyo de un teniente coronel del ejército venezolano, verificaba los nombres de los emocionados jóvenes con la lista que guardaba celosamente en mi portátil. En la lista había gente de las universidades, colegios, barrios y veredas de toda Colombia.
En la mañana del tercer día, el teniente coronel Arrieta me dio sus últimas indicaciones: “no tenemos más tiempo y todavía queda mucha gente por cruzar. Pasan directo los que tu digas, vamos a dejar de poner el sello”. Nunca volví a ver al paciente y sonriente oficial. En tres días me hizo cambiar la imagen que tenía de los militares. Corría el mes de agosto de 2005 y la juventud colombiana veía en el proyecto de Chávez un faro luminoso en medio de la amarga noche neoliberal.
Quince años después el tamaño de la tragedia venezolana es sólo comparable con la gigantesca esperanza que significó para las victimas del modelo neoliberal en América Latina y el mundo. Las mismas que en el 2019 se tomaron las calles de Francia, Líbano, Argentina, Chile, Bolivia, Ecuador y Colombia, para continuar exigiendo sus derechos. En medio de la actual crisis civilizatoria y ambiental global, Venezuela es el espejo que mejor refleja el lamentable estado de la política en Occidente. Muy poco queda en pie.
Europa, otrora garante de la democracia multilateral global, contribuyó como nadie a este fenómeno cuando decidió apostarle a la estrategia de intervención norteamericana, con sus sanciones económicas y su flota desplegada frente a las costas venezolanas. El apoyo a Guaidó y a una oposición que acude a mercenarios y cazarecompensas para solucionar problemas democráticos por vías violentas, recuerdan los peores momentos del colonialismo y del imperialismo.
Varios intelectuales, a raíz del Covid-19, han señalado la falta de liderazgo global y la ausencia de verdaderos líderes políticos, cómo una de las principales razones de la crisis. Los Estados, comenzando por la gran potencia, parecen haber caído en manos de políticos mediocres, mezquinos y fundamentalistas. Para los que seguimos de cerca la tragedia venezolana esto no es una sorpresa. A Chávez lo sucedió Maduro, a Obama lo sucedió Trump, a Santos lo sucedió Iván Duque, Boris Johnson gobierna al Reino Unido, Brasil está en manos de Bolsonaro, Argentina se intenta recuperar del nefasto cuatrienio de Macri y la oposición venezolana, con su autonombrado presidente Guaidó, no para de hacer el ridículo. Entretanto, la tragedia se profundiza. La paz y estabilidad de Latinoamérica entran en crisis, gracias a la insondable mezquindad de estos cuadros hidropónicos del establecimiento, creados en los laboratorios de marketing para el show político del Twitter. La galería se entretiene con este teatro de títeres y los señores de la guerra y los dueños del mundo juegan a los dados con el futuro de la humanidad, disputándose las reservas de petróleo más grandes del planeta.
El fracaso y desmoronamiento de la diplomacia, de sus principales instituciones y principios, es otro de los espeluznantes reflejos que se proyectan desde el espejo venezolano. El Derecho Internacional y las innumerables convenciones y declaraciones sobre los tantos derechos humanos son hoy papel sanitario de uso diario para los grandes “líderes” del mundo. Europa, otrora garante de la democracia multilateral global, contribuyó como nadie a este fenómeno cuando decidió apostarle a la estrategia de intervención norteamericana, con sus sanciones económicas y su flota desplegada frente a las costas venezolanas. El apoyo a Guaidó y a una oposición que acude a mercenarios y cazarecompensas para solucionar problemas democráticos por vías violentas, recuerdan los peores momentos del colonialismo y del imperialismo. Se han roto las más elementales reglas de la relación y respeto entre Estados y gobiernos. La legitimidad y autoridad de la ONU y sus instituciones, golpeada por las invasiones a Afganistán y a Irak, es inocua. Ni las oraciones del Papa Francisco son tenidas en cuenta para suspender las sanciones económicas en medio de la pandemia. El papel de la OEA y su secretario general es quizás el ejemplo más gráfico del fracaso de la diplomacia.
La manipulación mediática global es otro rasgo clave de esta tragedia. En el parlamento griego, en medio de una devastadora crisis económica, retumbaban los discursos sobre la falta de papel higiénico en los supermercados venezolanos, mientras en la calles los griegos no hallaban que comer: “no podemos convertirnos en Venezuela”, se repetía una y otra vez ante las crecientes protestas en la plaza Syntagma. Es la misma repugnante operación mediática a la que se han prestado los medios colombianos, que muestran al presidente Duque llamando al restablecimiento de la democracia en Venezuela, cuando en lo corrido del 2020 van más de 100 líderes sociales asesinados en Colombia, el proceso de paz con las FARC muere con cada excombatiente asesinado y las zonas rurales caen paulatinamente en manos de carteles mexicanos y grupos armados, quienes se disputan a tiros las riquezas naturales, masacrando a los humildes campesinos, indígenas y afrodescendientes, cuya única preocupación es conseguir algo que comer y preservar la naturaleza. Esa misma matriz mediática se sigue aplicando en todas partes cada vez que surgen protestas contra el modelo neoliberal. España es uno de los ejemplos más patéticos.
El espejo venezolano también refleja la crisis de la izquierda y los sectores alternativos, que parecen llegar sin aire y sin propuestas al debate político contemporáneo. Con Chávez se inició una “nueva” era política que por fin reivindicaba a los de abajo y marcaba un futuro diferente. Se crearon nuevas instituciones de integración regional como UNASUR o la CELAC, programas de cooperación bajo la bandera del ALBA y se llegó a plantear una estrategia de defensa común, excluyendo a los Estados Unidos. Pero esta primavera democrática le llegó tarde a la izquierda latinoamericana. No supo dar respuestas nuevas a los retos ambientales y se aferró al extractivismo como su única tabla de salvación. La invadió el pánico cuando las nuevas generaciones, las comunidades indígenas y raizales le reclamaron más democracia. Cuando se vieron en aprietos acudieron a los militares. Atrincherada en las excusas de siempre, la izquierda tradicional latinoamericana parece no comprender el salto de calidad que le exige la realidad contemporánea y es presa fácil de los caudillismos y de los discursos excesivamente ideologizados con los que cada vez pierde más apoyo popular.
La crisis la padecen los venezolanos, pero la tragedia es todos. Venezuela es el espejo que mejor refleja la debacle política de la modernidad y puede ser el clavo definitivo en el ataúd de la democracia multilateral y multipolar tan pregonada por Occidente. En tiempos donde el futuro de la humanidad está en juego, va siendo hora de prestarle menos atención a lo símbolos ideológicos de quienes se sientan en las sillas presidenciales y asegurar la más amplia unidad con las víctimas del sistema neoliberal. Las propuestas tradicionales de izquierda y derecha no bastan. Mientras tanto, más y más gente sigue esperando a que se levanten las cuarentenas, para salir a protestar en Santiago, La Paz, Quito, París, Madrid y Bogotá.