Todos tenemos una tía Marta. O bueno, debo decir que la mayoría de latinos tenemos una tía Marta, o hemos conocido a la Marta de alguien cercano. Las Martas son esas tías bajitas, gorditas, amorosas y recocheras, que no le ven nada de malo a nada, siempre están pendientes de uno y cuyo amor e intuición ancestral parecen no tener fin.
El amor de mi tía Marta era infinito. No necesitó, como muchas otras personas, de una mala noticia, como una grave enfermedad, para darse cuenta del valor de las personas, de la fragilidad y brevedad de la vida o para tomarse el trabajo de cambiar. No. Ella siempre lo supo y nunca dio nada por sentado.
Cuando yo estaba en la universidad en Bogotá me llamaba a preguntar en qué me iba, si era peligroso el bus, si me gustaban mis profesores y si me llevaba bien con la persona que vivía conmigo. También me daba innumerables consejos sobre el hogar: cómo lavar la ropa, cómo cocinar, cómo tener una buena relación con la señora que iba a limpiar mi casa, como llevar las cuentas siempre en orden. Lo confieso, a veces me parecían interminables sus pláticas, y sólo empecé a valorarla cuando me tocó enfrentar la vida sola, cuando empecé a trabajar y me di cuenta que el mundo era algo diferente de lo que me había pintado, y que uno está solo en la gran lucha diaria de supervivencia. Ahí valoré el hecho de tener alguien ahí para ti, que se tomara el trabajo de instruirte y sobretodo de preguntarte cómo te sientes.
Lo que no sabía es que el cáncer de colón es muy agresivo, que lo habían descubierto tarde y ya había hecho metástasis. Al principio le dieron unos meses de vida, pero vivió seis años más entre tratamiento, malestar, levantadas y recaídas.
Le gustaba el reguetón, llegaba siempre sin avisar y se encargaba de unir y conciliar a la familia. Una vez se le atascó un casete de música de niños en su carro y nunca más lo pudo sacar, así que siempre que nos montábamos en él escuchábamos una y otra vez las mismas chillonas canciones. Manejaba mal, se volaba los pares y los semáforos por despistada. Toda la familia estaba convencida de que tenía un ángel guardián que la protegía. Una vez llegó con dos morrocoyas a mi casa (una para cada hermana) y a cada una nos sorprendió con un pinscher, que hasta ahora viven en mi casa.
Me llevó a alquilar el disfraz para Halloween cuando yo estaba en el grado 11 del colegio. Le gustó y me alquiló, casi en contra de mi voluntad, un disfraz de mucama sexy. Esa vez que estuve muy enferma ella pasó conmigo todos los días. Me ayudaba a bañar, me daba de comer en la boca y en la noche me preguntaba: ¿hoy qué quieres pedir?
A mi tía Marta le diagnosticaron cáncer en el 2008, cuando yo entré a primer semestre de la universidad. Al principio me auto-convencí de que no debía preocuparme y que con los últimos tratamientos todo pasaría. Lo que no sabía es que el cáncer de colón es muy agresivo, que lo habían descubierto tarde y ya había hecho metástasis. Al principio le dieron unos meses de vida, pero vivió seis años más entre tratamiento, malestar, levantadas y recaídas.
Los últimos meses de vida los pasó en un cuarto de hospital del que no volvió a salir. Yo desde Bogotá hablaba por teléfono con mi mamá, que me decía que no hacía mucha diferencia que me regresara a Barranquilla a estar con ella, porque pasaba mucho tiempo inconsciente y el otro en agonía. A veces podía escuchar sus gritos de dolor en el fondo. El alma me dolía. Finalmente pidió que yo fuera a visitarla y viajé a Barranquilla un fin de semana. Fui al hospital a saludarla y cuando me tuve que ir volteé a verla desde la puerta y ella me siguió con la mirada hasta el último momento. Sabíamos que era la última vez que nos veríamos. Pocos días después falleció en los brazos de mi abuela.
A veces veo su reflejo por la calle y me estremece el parecido que le encuentro a otras señoras que me encuentro. He comprobado que las tías Martas abundan y que parecen provenir de un mismo lugar de ternura y suavidad. Una vez me encontré una en una peluquería en Santa Marta, rezando el rosario en voz alta en medio de la sala de enjuague donde otras mujeres, incluyendo las peinadoras, mi mamá y mi tía, se unían al unísono del Dios te salve María. Me encontré otra en una tienda en la 72, donde esperaba pacientemente su turno después de mí. Me hablaba con una naturalidad estremecedora y le seguí la corriente en todo, discutíamos por qué un lazo de color era más lindo que otros, y su dulzura me hacía sonreír. Han pasado 6 años y todavía la extraño. Me hace falta llamarla, chacharear, parlotear de cualquier cosa con ella. Verla y que me dé un abrazo. Sé que no me convertiré en una Tía Marta, porque ese tipo de bondad es innata y creo que se debe ser de un cierto modo en la vida para llegar a ser así. Sin embargo, me siento afortunada de haberla conocido y tenido en mi vida, y sé que así mismo siente todo el que la conoció.