Nuestras historias de vida no comienzan el día en que nacemos, o cuando ganamos un premio, o conquistamos una lucha, si no que rememoramos siempre en una sola línea materna nuestro primer paso importante, dado por una bisabuela cien años antes de nuestros nacimientos. Nuestros pasos no se encuentran extraviados, son huellas perceptibles en la memoria y en los rastros hacia un cementerio materno.
Existen varios imaginarios del Pueblo Wayuu según los arijunas. El que la literatura les ha dado, el que los medios de comunicación les han dado y el que la sociedad con la que interactuamos nos ha dado. En la obra cumbre de Latinoamérica, del cataqueño Gabriel Garcia Marquez, Cien años de soledad, somos los indios representados en Cataure y Visitación; y en la biografía autorizada de Gabo Una vida, de Gerald Martin, somos los esclavos que los abuelos de Gabo se llevaron a Aracataca a principios de siglo, posiblemente en 1.909: “sus tres sirvientes indios, Alirio, Apolinar y Meme, comprados por cien pesos cada uno en La Guajira”. Sólo los Wayuu sabemos por tradición oral quién era Cataure, y nunca fue un sirviente, pero asumamos que fue un recurso literario de Gabo.
El trato desigual también viene de nosotras, cuando creemos erradamente que si una niña está en una casa de familia arijuna de sirvienta, es porque no aprendió un oficio ancestral, desconociendo o negando la realidad de esa niña, una realidad distinta de la que la están señalando.
La desinformación que se logró desde la telenovela Guajira de RCN en mi época universitaria, era de veras un fastidio por el palabrero, por Úsula, y por la que hacía de esposa Wayuu de un marimbero. La sociedad en la que vivimos, que lleva décadas entre nosotros y todavía no nos conoce y cae en las generalidades, no ha sabido distinguir entre realidades distintas y tratos desiguales. Es una sociedad que muchas veces nos denigra, nos rechaza, nos burla, pero que se arropa con nuestra identidad cuando le es conveniente, agregándole a sus identidades ordinarias como sufijo la palabra Wayuu; quizá porque sienten que, si lo agregan, lo que digan podrían cobrar importancia en escenarios que pretenden conquistar.
En este escrito me voy a referir a nosotras, las de las realidades distintas, en donde nos encontramos las Wayuu sobresalientes en nuestros oficios, profesiones y luchas. Y es que estamos todas, porque lo distinto no siempre es mejor o superior. Distinto puede ser que no aprendí a tejer mochilas si no historias, distinto es que algunas prefirieron y prefieren no casarse niñas con un hombre que podría ser su abuelo y por eso se van de las rancherías a limpiar casas y cuidar niños por dos mil pesos diarios. Una realidad distinta es que en los centros urbanos se maltrate a quien busca un trato igualitario y no desigual. El trato desigual también viene de nosotras, cuando creemos erradamente que si una niña está en una casa de familia arijuna de sirvienta, es porque no aprendió un oficio ancestral, desconociendo o negando la realidad de esa niña, una realidad distinta de la que la están señalando. Un trato desigual es cuando criticamos y señalamos a un patriarca de un territorio diferente al nuestro, porque tiene 6 mujeres distribuidas entre los 73 kilómetros que separan a Maicao de Riohacha, pero no tocamos a nuestros tíos, hermanos y primos, que es por donde hay que comenzar, no caigamos en las generalidades que por décadas nos han golpeado cuando dicen: “Es que los indios son así”.
Trato desigual es el que viene de nosotras hacía los hijos de varones Wayuu con mujeres arijunas, porque nuestros hombres no transmiten clan, ni territorio y les discriminamos por no nacer de un vientre Wayuu, cuando el trato con estos hijos de Wayuu y sus acciones nos han demostrado lo contrario, en algunos casos.
Con mucha fuerza ha escalonado la palabra empoderar, y los movimientos feministas indígenas, lo cual está bien porque es el ejercicio de una libertad de pensamiento, pero recuerden que ese ejercicio es territorial en el caso Wayuu, en el territorio materno de cada una y no en las redes sociales. En cada clan Wayuu hay una realidad distinta, hay una historia de trato desigual, hay un arraigo a las leyes de origen, hay fracturas sociales, hay casos aberrantes de los que se cuentan también entre los arijunas que habitan en las comunas y en sus sectores empinados de los centros urbanos.
Me cuido de ser romántica, suelo ser confundida, pero creo que las mujeres Wayuu somos poderosas, de no serlo, quienes no tengan territorio, ni clan, no agregarían como sufijo a sus identidades ordinarias la palabra Wayuu. No se inventarían una cantidad de títulos nobiliarios de monarquías inexistentes en una península para usurpar espacios con sus imposturas, espacios que le corresponden a las nuevas voces y rostros claniles que han emergido con fuerza y donde las redes sociales han jugado un papel importante en su visibilización, somos tan poderosas que no hablamos de parientes Wayuu, ni «rabitos», ni de primos lejanos sacados de espejismos de una identidad extraviada. Nosotras no nos arropamos con nuestra identidad, no lo necesitamos, somos nosotras con nuestras voces las que podemos desde nuestros territorios transformar ese trato desigual en una realidad distinta como la nuestra, comencemos en lo que no queremos para nuestras hijas y sobrinas, de poder ir más allá de nuestras fronteras territoriales, lo haremos sin que nos puedan decir, tu hermano, tu primo, tu tío, tú papá, hacen lo mismo.
Arijuna: Que no pertenece al pueblo Wayuu.
Cataqueño: A los nacidos en Aracataca (Magdalena)
Guajira: es una telenovela colombiana realizada por RCN Televisión en 1996. La historia fue escrita por Fernando Gaitán y dirigida por Pepe Sánchez. Estuvo protagonizada por Sonya Smith y Guy Ecker y con las participaciones antagónicas de Carolina Sabino y Rafael Novoa. El nombre de la telenovela viene del departamento de La Guajira, donde se desarrolla gran parte de la trama.