Black Mirror (no hace falta decir que es un espejo). Capítulo Nosedive (caída en picado). ¿Qué tiene que ver con la movilización social contemporánea?
Todo. Porque dadas las condiciones de las redes sociales descritas a la perfección en el episodio de (aparente) ficción, la movilización social es prácticamente imposible en las redes sociales.
Lacie Pound busca la felicidad en las redes. Lo hace a partir de los likes que le dan sus amigos o seguidores. Cuantos más likes y altas valoraciones recibe, mejor se siente. Es más feliz. También porque esas valoraciones le permiten elegir el modo de vida propuesto como “feliz”.
La historia de la movilización social no es, desde luego, un acontecimiento feliz. Todo lo contrario. Nace de la frustración de las familias por ser desahuciadas, de las injusticias cometidas contra los negros, de la precariedad que miles de indígenas han sentido durante siglos. Ninguna de sus frustraciones es un trending topic que sube como la espuma mediática en un momento determinado y, a la hora siguiente, es reemplazado por una frase típica de las redes, como “feliz viernes”.
En la última década, es difícil encontrar casos exitosos de protestas iniciadas en las redes sociales que se han propuesto, dentro de sus objetivos, ser un trending topic.
Porque la construcción social y su lucha por los derechos —humanos— nace de lo que, precisamente, intentan negar las redes sociales: la contradicción humana que necesita rebelarse contra la felicidad encajonada, perfectamente diseñada y privatizada en la red social. Todo lo que pase en la red social, en sus espacios privados de conversación pública (toda una paradoja), es fácilmente controlable. Justamente lo contrario a lo que una movilización plantea de entrada: un desafío a sistemas políticos que no reconocen sus derechos.
Justin Rosenstein, líder del equipo técnico que desarrolló el botón “me gusta” dentro de la plataforma, declaraba en 2017 a The Guardian que él mismo se protege de las redes y, particularmente, del botón que él mismo creó: el botón “me gusta” es como “una función de alarmas brillantes de pseudoplacer que pueden ser tan huecas como seductoras”. Rosenstein insistía en el éxito de su creación, incluso a pesar suyo: “La intención principal que tuve al crear el botón fue hacer de la positividad el camino de menor resistencia, y creo que tuvo éxito en sus objetivos, pero también creó grandes efectos secundarios negativos no deseados. En cierto modo, fue demasiado exitoso”.
En la declaración del excesivo éxito del botón “me gusta” es posible hallar uno de los principales efectos nocivos de las redes sociales: “la positividad como camino de menor resistencia”. La frase describe un escenario de control absoluto sobre la esencia misma de la movilización social, de la humanidad, contradictoria y conflictiva. Mientras, dentro de la red social, la resistencia es controlada a través del feliz loop narcisista que descubre un simple botón que mide la aceptación social de una publicación.
El universo de la felicidad privatizada en la red alimenta el cierre de la conciencia y del diálogo social. El individuo aislado —que envía likes desde su sofá como forma de protesta— destruye la posibilidad de liberación individual y social. El odio y la frustración propias de la humanidad y de las luchas sociales, son despojadas de su propósito específico y de su obligación transformadora. Sutilmente, se integran en un espacio de canalización terapéutico de sentimientos de rabia y, como diría el actual ministro de universidades español, de indignación. Después de enviar un tuit con toda mi indignación, mi rabia, que se solidariza con las protestas de la población negra en Estados Unidos, cambio de aplicación. Ahora veo cuántos likes ha recibido mi nueva foto de perfil en Instagram tomada en una playa paradisíaca #sinfiltros.
No hace falta ir muy lejos para comprobar el papel que juegan de las redes sociales en la reproducción de las condiciones que les son favorables, es decir, las actuales. Vale la pena ver, por ejemplo, la defensa de Mark Zuckerberg al presidente Trump, en aras de la “libertad de expresión”.
En la última década, es difícil encontrar casos exitosos de protestas iniciadas en las redes sociales que se han propuesto, dentro de sus objetivos, ser un trending topic. Un movimiento social no puede tomar a Facebook o a Twitter más que como instrumentos para generar solidaridad y blindaje social a sus acciones. Pero este paso es únicamente una acción de comunicación —una entre muchas— posterior a la construcción dialogada y consensual de sus objetivos y acciones estratégicas.
Ese primer paso es el que las redes sociales han hecho que se pierda. Porque la gente ha huido del diálogo previo y necesario a la acción de protesta. El movimiento indígena zapatista tardó 10 años en construir un consenso social entre sus bases para hacer su primera acción política, el 1º de enero de 1994. Luego usó internet como escudo y como espacio comunicativo de construcción de solidaridad internacional. Mientras tanto, construyeron escuelas, hospitales, carreteras. Más de 25 años después, el movimiento zapatista sigue vivo.
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), en España, comenzó su lucha social en 2009, justo después del inicio de la crisis de 2008. No nació ni en las redes sociales, ni en la indignación del 15M. Después de 10 años de trabajo, cuenta con más de 220 nodos en todo el país y logró un cambio normativo fundamental en la legislación española sobre las hipotecas. También ha paralizado miles de desahucios que se comunican y anuncian en las redes sociales, como estrategia de comunicación y como escudo solidario de emergencia. Pero nunca como objetivo de la movilización.
Es importante insistir. Los primeros interesados en que nada cambie —tontos serían— son los dueños de las empresas tecnológicas. Ellos son tan humanos como cualquier otro. Por eso son tan egoístas como los más de 4 mil millones de usuarios que esperan recompensas intermitentes en forma de likes en las redes sociales. Ni siquiera van a permitir que en sus grandes empresas las cosas cambien.