Cuando era niña iba a la playa de Salgar en Barranquilla durante las vacaciones del colegio, en diciembre. La noche anterior al paseo me costaba dormir porque sentía que hacía más calor de lo habitual, y en la madrugada tenía más ganas de orinar que de costumbre, aunque me aguantaba hasta el amanecer por miedo a cruzar la casa de mi abuela a oscuras para llegar al baño. Tenía que sortear lagartijas, filas interminables de hormigas y alguna que otra cucaracha.
El sábado por la mañana, muy temprano, mi tía Andrea y su marido Onésimo nos recogían en casa de mi abuela a mi prima y a mí. Ambos llegaban alegres y sudorosos. Ella con un mechón de pelo blanco sobre su pelo negro rizado, y él con una amplia sonrisa. Juntos desayunábamos el café con leche almibarado que preparaba mi abuela, arepas con anís y una miguita de queso antes de salir.
Onésimo tenía un Chevrolet azul con los asientos largos, de los que no tienen divisiones y son como una pequeña cama. Viajábamos con las ventanas abiertas y durante el trayecto el constante olor a gasolina se mezclaba con el de naranja dulce de la basura de las calles. Yo viajaba como un perrito pegada a la ventana, con los ojos bien abiertos. Me fascinaba ver el trajín de la ciudad. Las mujeres negras con sus caderas gigantes y una paila llena de cocadas en la cabeza, los hombres con los huevos de iguana colgados en el hombro, las abuelas con venas varicosas meciéndose en la terraza y al fondo, en algún callejón sin sombra, las plañideras llorando al muerto de turno en la puerta de su casa.
Estaban los turistas con los calcetines casi hasta la rodilla, parejas besándose sin pudor y adolescentes ruidosos.
El trayecto hacia la playa no duraba más de media hora, pero para mí era una eternidad. Cada año esperaba con ansias el momento en que sabía que el mar aparecería a lo lejos, oscuro y denso. Bajarme del Chevrolet para sentir el roce de la arena negra, compacta y húmeda bajo mis pies es inolvidable.
Andrea, Onésimo, María Cristina y yo pasábamos el día bajo una carpa improvisada con cuatro palos y una tela azul raída con algunos agujeros. Nos untábamos el cuerpo con aceite Copertone número 4, del que vendía mi tío Vicente, y devorábamos con gusto el vasito de camarones con salsa rosada que venden en la playa.
A mí me gustaba enterrarme bajo la arena negra porque sabía que la espuma de las olas me liberaría dulcemente de mi pequeña prisión. Con el pelo enmarañado y sucio corría por la orilla y me sumergía en el mar para limpiarme. El agua no solo me refrescaba, también me convencía de que en el mar podía deshacerme de cualquier cosa que pudiera pesarme.
Al atardecer me deslumbraba observar durante un instante la delgada línea en la que se unen el cielo y el mar. Me parecía fascinante poder apreciar la curva de la tierra y en ese momento creía que Dios era perfecto, como decía mi abuela.
Hace unos días estuve en Barcelona y fui a la playa con la misma sensación que tenía cuando era niña. Iba en el metro emocionada porque por fin, después de varios meses de encierro, podía sentarme frente al mar para ver de nuevo la inflexión en el horizonte. El trayecto del hotel a la playa en metro es bastante corto, pero era inevitable sentir la misma ansiedad que sentía cuando era pequeña. Quince minutos de eternidad.
Con la mascarilla puesta y la frente sudada procuraba no acercarme demasiado a los otros pasajeros del vagón, pero los observaba como lo hacía camino a la playa en Barranquilla, solo que allí no había vendedores ambulantes. Estaban los turistas con los calcetines casi hasta la rodilla, parejas besándose sin pudor y adolescentes ruidosos. No sé si alguno de ellos ha podido percibir la redondez del mundo que habitamos, pero estoy segura de que todos íbamos con la intención de quitarnos de encima el peso del encierro de estos últimos meses.
En la playa leía Mirarse de frente, un libro de Vivian Gornick. 150 páginas en las que la escritora hace un repaso de su vida y ofrece al lector una singular mirada sobre la soledad, según dice la contraportada. Yo agregaría que también hace un análisis sobre la muerte de la ilusión en el amor, la amistad y las causas que nos conmueven. El desencanto como una herramienta de primera mano para vivir.
Mientras observaba en el horizonte esa delgada línea ligeramente curva frente a mí el agua revelaba recuerdos alegres, tristes, inconclusos. Pensaba en cuántas veces puede agonizar y renacer una ilusión, cuántas veces se presenta abrupta, sin permiso, sin límites. Cuántas veces nos refresca o nos ahoga. Sentí de nuevo el placer que sentía cuando era niña, el de mirarme de frente en el espejo infinito del océano; con la decepción y la ilusión entre mis manos, impetuosas y efímeras, como las olas que vienen densas desde lo profundo del mar y mueren en la orilla.
En el último tramo del verano, donde el tiempo cae rendido bajo el sol, el mar es solo un reflejo en la memoria, una ilusión profunda que esperará paciente el próximo encuentro. Como cuando volvía a Bogotá después de mis vacaciones escolares en Barranquilla, con el corazón roto porque me había enamorado y no podía quedarme allí a disfrutar de un intenso romance, de esos que hacen una inmersión profunda en el corazón.
He vuelto a Madrid, donde seguimos a la espera de si nuevamente tendremos que volver a encerrarnos. Mantengo las precauciones que hay que tener, pero sin el miedo paralizante que sentía en marzo cuando empezó la pandemia. El mar ha vuelto a regalarme la invención de la libertad. Vuelvo a empezar, vuelvo a trazar la línea curva de la vida que solo puede verse frente al mar.