“Cuando subieron al auto y Pe encendió la radio, estaba sonando la canción de Manzanero, la canción de su padre. No se había repuesto de la impresión, asombrado y conmovido, cuando Emma comenzó a tararear la canción espontáneamente, a acompañar a su abuelo con la flauta de su voz. Para Pe fue como verlos cantar juntos, dos pajaritos posados en una misma rama”.
En una de las estampas que conforman el hermoso libro de Paul Brito, Restos orgánicos de un mundo anterior, Emma, la hija de Pe, empieza a tararear esa canción de Armando Manzanero que acaba de sonar, “Contigo aprendí”. La canción, muy amada por el padre de Pe, ya fallecido, se vuelve el punto en el que confluyen no sólo abuelo, padre e hija, sino los tiempos de cada uno. Al escribir “abuelo”, “padre” e “hija” tuve la tentación de decir que confluían, con ellos, pasado, presente y futuro, como si cada uno representara uno de esos tiempos: el abuelo fallecido, el pasado; Pe, el presente; y Emma, la niña, el futuro. Sin embargo, lo que ocurre en ese momento, en ese tarareo, parece mucho más complejo, y lo es: en la canción, el Canario Brito (el padre de Pe, el abuelo de Emma) aparece no como recuerdo (como pasado) sino como tiempo revivido: es decir, su tiempo de vida, el tiempo cuando cantaba, vuelve a ocurrir. El abuelo, desde su pasado, aparece en el presente; en ese tránsito se vuelve futuro. Y así, entonces, en la música de esa canción, el tiempo se revuelve y lo que supuestamente estaba quieto, estático, se empieza a mover. Esa revuelta del tiempo, este movimiento, enloquecimiento, traspapelación de los tiempos, no sólo es la propia experiencia de la memoria, sino que es el propio mecanismo de este libro, que por momentos no sólo parece escrito a lo largo del tiempo, a lo largo de muchos años, sino por el tiempo mismo.
El libro abre y termina con fotos. Las fotos, como los caracoles de la portada (y los caracoles que están al inicio de cada capítulo), son los fósiles que permanecen de los mundos anteriores, conectándonos con distintos pasados; son una imagen posible del tiempo (o los tiempos) y de los recuerdos, siempre en espiral; y son, en el caso de este libro, un instrumento para traer al mar a nuestros oídos. Pero las fotos, como dice Susan Sontag, convierten a las cosas en personas y a las personas en cosas. Son la semipresencia de una ausencia. El libro está entre lo que se mueve y lo que quedó grotescamente inmóvil, en el intento desesperado de que eso que quedó inmóvil se siga moviendo. El libro quiere rescatar (y rescata) el tiempo, aunque el mismo tiempo y los accidentes de la vida dificulten eso muchas veces.
Ese tránsito de persona a cosa es una definición posible de cadáver. Y sin embargo, recuerdo a R. Debrais, cuando dice que un cadáver no es una cosa sino el tránsito de la presencia a la ausencia. El libro revierte esto –este libro es la inversión del cadáver–: hace el tránsito de la ausencia a la presencia, de la cosa a las personas.
En estos tiempos de cuarentena, que todo parece suspendido, su lectura no sólo fue un bálsamo sino el recuerdo del movimiento. El recuerdo de que, por más que el tiempo parezca paralizado, siempre se está moviendo y nosotros con él.