Unas horas después de que se publicara esta columna en El Comején, recibí una llamada de Avianca. La operadora resolvió mi queja y confirmó la reserva en menos de cinco minutos. Reiteró, además, que debía pagar un impuesto si quería viajar a Colombia en la fecha que tenía prevista. Le dije que no pagaría algo que no estaba contemplado cuando compré el billete en marzo. Insistió. Yo también. Finalmente le pregunté si podía buscar otra fecha en la que no tuviera que pagar. Por supuesto, doña Erika. Cinco minutos después me dijo que si viajaba un día antes de lo previsto no tendría que abonar dinero extra. Así de fácil, así de rápido.
Di las gracias y respondí a los correos que me enviaron, el trámite está resuelto. Pero yo hubiera preferido que me escucharan antes de gritar. Que me dieran una respuesta efectiva en los canales habilitados para la resolución del conflicto. Hubiera preferido que me ofrecieran opciones disponibles sin tener que pedirlas; no tener que negociar por un producto ya pagado, no tener que cuestionar sus servicios por escrito públicamente. Así de difícil, así de lento y agotador.
Si voy pronto, tendré que planificar un desplazamiento en medio de la pandemia con un niño, tres maletas y unas 17 horas de mascarilla.
Comenté la situación con un amigo. Me preguntó si había llamado a la amiga que tenemos en común; tal vez hubiera podido ayudarme porque trabaja en la aerolínea. Le dije que lo había pensado, pero que no me gusta recurrir al comodín del contacto. No tengo por qué hacerlo si existen otros medios destinados a esas gestiones. Me dio la razón después de que habláramos un rato sobre la mala costumbre de adelantarse en la fila cuando se quiere resolver algún asunto.
Durante la conversación hice naturalmente la asociación libre entre reclamo, arbitrariedad, confianza, Colombia. Todas son palabras que pertenecen al mismo campo semántico, donde habitan desordenadas junto a otras como madre, patria, raíz, origen, identidad. Donde se graban para siempre frases que tienen música en el recuerdo, como el tuit que leí hace unos días: “Ni cesó la horrible noche ni el bien germina ya” @Natillazapata.
Me resulta triste esa fatalidad resumida en un tuit. La oscuridad perenne y el bien que no germina nunca como una condena irrefutable para Colombia. Como un hechizo sin antídoto. Dolor del miembro ausente. Que el futuro resulte tan esquivo es una sentencia que golpea la moral.
Al leerlo recordé cuando en el colegio cantábamos el himno nacional en la asamblea. Todos en el patio mientras César, el director, caminaba con la cabeza alta y el pecho levantado como una paloma, luciendo su melena negra y abundante. Igualito al Puma, nos reíamos un montón.
Aunque tenga resuelto el problema del billete no sé cuáles serán las condiciones para viajar dentro unos meses. No sé si ha valido la pena toda esta batalla administrativa.
César decía que debíamos cantar con orgullo, hacerle honor a la patria. Hablaba de la identidad, la pertenencia, de vestir la camiseta. Pero en el 93 no había motivos para el patriotismo, cantábamos muertos de risa. La asamblea era el momento para el ridículo, para bajarle los pantalones al de enfrente, para el chiste malo, para la carcajada colectiva.
Narcotráfico, secuestro, guerrilla, paramilitares, genocidio, etcétera. Con catorce años ya estábamos curtidos en dolor de patria. No recuerdo haber entonado el himno con orgullo porque entonces yo pensaba que la patria no me quería a mí. Irse del país era un meta porque el futuro era humo gris. Soñaba con vivir en Estados Unidos, en México o España, y como muchos de los que cantábamos en el patio, me fui unos años después.
Con el tiempo y la distancia he redefinido la idea que tenía de identidad y pertenencia, he aprendido a ajustarlas a mi talla. He roto con raíces desgastadas que solo son fértiles en el recuerdo. He aprendido a recibir y aceptar la herencia como viene. Dolorosa, melancólica, distanciada, pozo de consuelo, abrazo que cobija el alma. Libertad a cambio de soledad.
Aunque tenga resuelto el problema del billete no sé cuáles serán las condiciones para viajar dentro unos meses. No sé si ha valido la pena toda esta batalla administrativa. Pienso incluso en si debería aplazar el vuelo otra vez. ¿Hacer de nuevo la gestión del pasaje? Si voy pronto, tendré que planificar un desplazamiento en medio de la pandemia con un niño, tres maletas y unas 17 horas de mascarilla. En el taxi de camino al aeropuerto, la sala de espera, el trayecto de diez horas, el control de pasaportes; una prueba médica, una posible cuarentena al llegar.
No puedo imaginarme allí sin poder darle un abrazo a mi mamá por miedo a contagiarla de algo que no sé si puedo tener. Quisiera no sentir la necesidad de buscar la certeza que en estos días parece tan esquiva. Como la estela blanca de un avión en el cielo; el rastro efímero de humo helado que se deshace lento y sutil, impalpable.
Nadie sabe lo que va a pasar mañana y por ahora solo queda arriesgarse con un examen impreciso, alcohol en las manos, la distancia imposible de mantener. Será como quitarse los zapatos en el aeropuerto y meter el desodorante en una bolsa transparente. Hay que acatar medidas que apelan al miedo, pero que en definitiva no sirven para lo que se conciben.
Bogotá no parece un destino muy amable para unas vacaciones en este momento, pero yo nunca he tenido miedo a volar. Estoy acostumbrada a hacerlo sola desde niña. La ilusión me pide que confíe, porque ajá, nunca se sabe. La posibilidad existe. Quiero hacer ese viaje que sé que será diferente, intenso, asfixiante, tan necesario. Quiero planearlo, aunque no sea más que algodón de azúcar entre los dedos. Quiero ir. A pesar de las turbulencias, yo siempre quiero volver.