La masacre de 10 jóvenes en Bogotá el 9 y 10 de septiembre durante las protestas ciudadanas, tras el asesinato de Javier Ordoñez por parte de la policía, conmocionó a la opinión pública debido al uso de armas y la extrema brutalidad y arbitrariedad de los actos cometidos por el cuerpo policíaco. Otros 305 ciudadanos resultaron heridos por diferente tipo de armas, entre ellos, 75 por arma de fuego. Las pruebas del abuso policial transmitidas por la alcaldesa de Bogotá al presidente colombiano y al procurador para que se haga justicia, así como la exigencia de una reforma de la policía son, desde luego, demandas imperativas dentro de un Estado de Derecho cuya obligación es la defensa y protección de sus nacionales.
A diferencia de las 61 masacres en lo corrido del año en Colombia, atribuidas a diferentes grupos al margen de la ley, la masacre en Bogotá tiene nombre propio: la misma policía cuya obligación es la defensa y protección de la comunidad. En cualquier democracia, la autoría de la policía de tales hechos pondría en jaque la legitimidad del gobierno bajo el cual se produjesen dichos actos criminales. Lo cierto es que todo el panorama es muy ambiguo, pues no se sabe quién ordenó qué, quién cumplió órdenes, dejando una sensación de una ilegítima autonomía auto-asumida por parte de policías subalternos, bastante conveniente para los altos mandos a nivel de la policía o a nivel del gobierno que están en la obligación de supervisar y controlar los actos policiales.
Cualquier ciudadano, incluso el vándalo incendiario, tiene derecho a un abogado y a un juicio y a no a ser matado.
Existen diversas lecturas frente a la pertinencia, hoy en día, de la adscripción de la policía al Ministerio de Defensa y su estatuto como policía de corte militar. Tras los Acuerdos de Paz en el 2016 y el fin del conflicto armado, muchos opinan que la policía adquiriría un carácter civil, acorde con las funciones constitucionales, si se adscribiese al Ministerio del Interior. En cualquier caso, numerosos sectores de la sociedad reclaman una reforma de la policía, aunque surgen igualmente detractores que privilegian un mantenimiento del statu quo.
Un análisis en torno a la alcaldía de Bogotá en medio de las protestas podría dar luces en torno a esta temática de vital importancia en términos de fortalecer la praxis democrática en Colombia. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, INDEPAZ, el que el presidente o el ministro de defensa den órdenes directas a los comandantes sin pasar por los alcaldes es inconstitucional. La policía al ser una entidad de carácter civil y no ser parte de las Fuerzas Armadas, solo pueden operar por medio de la autoridad de los alcaldes, quienes tienen la atribución de conservar el orden público como primera autoridad de policía.
Frente a lo sucedido el 9 de septiembre, mínimamente se podría deducir que la línea a seguir para que la policía operase habría sido vulnerada. La alcaldesa de Bogotá manifestó haber prohibido el uso de armas durante las protestas, orden que fue desacatada. Es de notar que este uso de armas es posible en caso de legítima defensa por parte de los uniformados, aunque no lo es cuando se hace de forma indiscriminada y sediciosa contra la sociedad civil desarmada, que es lo que se evidencia en la gran cantidad de videos que circularon por las redes. Lo cierto es que, con el precedente que queda frente a lo sucedido en Bogotá, los alcaldes en toda Colombia podrían quedar expuestos a una policía que de facto podría “mandarse sola”, que es lo que se desprende de las intervenciones de algunos miembros de la policía tras lo sucedido en Bogotá. Por otro lado, en el marco de una determinada lógica en las líneas de mando, en donde las jerarquías superiores, sin pasar por la alcaldía, fueran quienes dieran directamente las órdenes a la policía, el ejercicio en términos de responsabilidad de los alcaldes ante la comunidad quedaría quebrantado: ¿Cómo podrían en estas condiciones cumplir su función de velar por el bienestar y los intereses de sus conciudadanos y representarlos ante el Gobierno nacional? ¿Qué significado tiene esto en términos de democracia para un país teniendo en cuenta que los alcaldes son elegidos por sufragio universal? Para agregar todavía más a este clima de incertidumbre en la población, un coronel retirado, precandidato a las presidenciales de 2022, publicó el 10 de septiembre en su cuenta Twitter, un trino en donde decía que “el gobierno nacional debe suspender YA en funciones y atribuciones a los alcaldes de Bogotá, Medellín y Cali decretando Estado de Sitio”.
Pareciera más bien, que sus legítimas demandas son convertidas en discursos cuasi insurgentes dignos de ser reprimidos a como dé lugar y por los medios juzgados pertinentes.
A esta crisis democrática se suma la vulneración de los derechos humanos en todo el país que se ha expresado en 246 asesinatos en 2020, cuyos autores permanecen en su inmensa mayoría en la impunidad. Además de las amenazas y persecuciones a las cuales la población ha sido sometida, en particular los jóvenes, tachados por algunos sectores políticos de ser las “nuevas juventudes de la FARC”. Este discurso fabricado y difundido temerariamente por las redes y algunos medios instrumentalizados al servicio de agrupaciones políticas, cumple la función de descriminalizar los abusos policiales y criminalizar al joven, no solo al universitario sino igualmente al estudiante de secundaria, intentando convertirlos subrepticiamente, dentro de un imaginario colectivo manipulado, en el nuevo “enemigo” que habría que atacar para salvaguardar el orden al estilo de la seguridad democrática de hace algunos años. De esta manera el joven, muchas veces sin filiación política, se convierte en el nuevo insurgente que habría que herir o matar. Esto conlleva a una criminalización de la protesta para impedir que la inconformidad social se manifieste, amalgamando un vandalismo puntual de unos pocos con la manifestación pacífica de la gran mayoría de manifestantes. Esto, anticipadamente ya está legitimando su represión incluso con el uso de las armas. Es evidente el cierre de los canales democráticos que deja en indefensión a la población que legítimamente decida ejercer su derecho a la protesta. Por otro lado, la aplicación de este tipo de hiper-simplificaciones desvirtúa el valor de la vida, olvidando que, cualquier ciudadano, incluso el vándalo incendiario, tiene derecho a un abogado y a un juicio y a no a ser matado sino apresado conforme a las garantías legales, como sucede en cualquier país democrático.
Frente a este panorama los jóvenes, que han sido quienes han mantenido viva la protesta pacífica, se encuentran a merced de un gobierno que no brinda verdaderas garantías. Sus reivindicaciones en términos de democratización de la educación, acceso al trabajo en respeto de los derechos laborales, pensiones que permitan una vejez digna, salud de calidad y accesible a todos en igualdad de condiciones, no son escuchadas por el gobierno; por el contrario, pareciera más bien, que sus legítimas demandas son convertidas en discursos cuasi insurgentes dignos de ser reprimidos a como dé lugar y por los medios juzgados pertinentes.
En este escenario aterrador para la población objeto de asesinatos, amenazas y vejaciones de diferente tipo, la creación de un bloque democrático y de salvaguarda de derechos humanos, podría ser el propulsor de un movimiento de regeneración en Colombia. Su conformación por partidos políticos (que dejen de lado veleidades electorales frente al 2022), organizaciones de la sociedad civil que aúnen sus esfuerzos por la democracia y los derechos humanos, sindicatos que busquen conjuntamente la salvaguarda de los derechos laborales, agrupaciones gremiales dotadas de altos principios éticos, y colombianos con ideales de amor, paz y justicia social. Todos estos actores sociales y políticos podrían sembrar las bases sólidas de un proyecto mancomunado tan necesario para nuestro herido país. Esperemos que los colombianos tengamos la capacidad de unirnos en términos de control político frente al gobierno por medio de mesas de negociación (como lo ha intentado hacer el Comité de Paro); pero además y sobre todo, con base en un acuerdo progresista diseñado conjuntamente para la fundación de una sociedad nueva de cara a lo que Colombia realmente se merece: una justicia social y ecológica, un verdadero modelo de desarrollo que tenga en cuenta la situación actual del planeta, y ante todo, la protección de la democracia y los derechos humanos. Es preciso impedir que el lobo disfrazado de democracia siga engatusando caperucitas y devorando abuelitas.