Cuando el pasado 15 de septiembre escuché en la radio a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, asegurar que los contagios por coronavirus en los distritos del sur de la Comunidad se debían al “modo de vida que tiene nuestra inmigración”, en un acto reflejo y como si estuviera sentada junto a mí en la mesa del desayuno, le pregunté: ¿Y cómo carajo cree que es nuestro modo de vida?
El enfado inicial que me causó tan discriminatoria afirmación abrió paso a una profunda compasión por la ignorancia de la señora en cuestión ya que, lo que en teoría debería ser el privilegio de pasar toda la vida en el lugar en que nos parieron, en Ayuso parece ser una limitación importante en su cosmogonía y hace evidente el peligro que le supone invernar durante los cuarenta y dos años de su existencia en la cómoda burbuja del barrio Chamberí.
A la presidenta de la Comunidad de Madrid se le olvidó mencionar que ese “modo de vida de nuestra inmigración” también aporta a la economía, paga impuestos, ofrece mano de obra cualificada, emprende, mueve la economía, aporta a la Seguridad Social y, en su diversidad enriquece, se integra.
Me gustaría contarle a Isabel Natividad Díaz Ayuso que hay vida más allá de su barrio, o de la Puerta del Sol y que nadie deja tras de sí su casa, sus pertenencias, sus hijos, su familia, ni rompe los lazos de su raíz si no impera una situación insalvable que lo obligue a ello.
La presidenta no se ha visto obligada a migrar, por tanto, es un claro ejemplo de esto. Dicho sea de paso, no hace falta traspasar fronteras para saber que a día de hoy son más de 70 millones de personas en el mundo las que se han visto obligadas a huir de las guerras que, en su enorme mayoría, auspician, provocan y/o patrocinan -de una u otra forma- países del llamado “primer mundo”, entre los que, por ejemplo, se encuentra España (séptimo exportador mundial de armas); cifra ésta que deja por fuera a los desplazados por el cambio climático y a los migrantes económicos que se mueven por todo el planeta.
Los inmigrantes en España no viven raramente. Viven como pueden y con lo que tienen: su ingenio y las ganas de salir adelante. Si hay una situación que claramente quedó reflejada durante la llamada crisis del ladrillo de 2007, fue la ausencia de tejido familiar que les ayudara a sostener su economía básica. Los inmigrantes también perdieron sus casas y también quedaron desempleados, pero ellos no tenían abuelos jubilados que aportaran para la compra mensual. Tampoco tenían a su disposición la casa materna a la cual arrimarse mientras pasaba la tormenta y, mucho menos, disponían de empresas familiares con músculo financiero que los sostuvieran en pie mientras los embistes de la recesión menguaban.
El inmigrante es un sobreviviente que abandonó su nido para salvar la vida o el que, aún con las pesadas alas del apego, no tuvo más remedio que migrar para llenar su estómago.
Trece años después, la situación de los inmigrantes vuelve a quedar en evidencia, pues regresan al grupo de los grandes damnificados de la crisis y la debacle que está acarreando esta pandemia así lo demuestra. De nuevo pierden los empleos que tanto les costó recuperar y, la cuerda floja a la que siempre le faltará la urdimbre familiar, continúa debilitándose, recordándoles, en un siniestro déjà vu, que han de vivir como pueden y con lo que tienen, sin el -nunca mejor dicho- salvavidas del apoyo familiar que conquista milagros imposibles.
Si contraer el virus es ya de por sí una putada, para un inmigrante es una doble y gran putada ya que, en muchos casos, no sólo desaparece su fuente de ingresos, sino que tiene que pasarlo, además de en soledad, en silencio, porque no hay un padre, una madre, un hermano, o un hijo cerca de quien recibir una voz de aliento.
El “modo de vida de nuestra inmigración” se nutre del tejido social que construye. Y esto es, la solidaridad de los amigos que va forjando, de los vecinos que va conociendo, de la gente con la que se va encontrando. En últimas, de la familia que como una colcha de retazos va tejiendo en su recorrido migratorio.
Ese modo de vida es el que lo une a la fraternidad de la paisana del mercado con quien habla todos los días; a la sonrisa del fontanero de la esquina a quien saluda por las mañanas; a la felicidad de la abuela del piso de al lado a quien le ayuda a cerrar la ventana; al respaldo de la amiga que conoció en la fábrica y que le enseñó los secretos del barrio; a la identidad que lo une al copartidario que encontró en una asociación y que le explicó cómo tramitar su documentación; a la ayuda del asistente de la oenegé que lo acogió cuando llegó para refugiarse de la guerra de su país; al agradecimiento que lo une al compatriota que lo invitó a su casa y le ofreció abrigo y comida; al cariño del amigo que cuando estuvo enfermo lo llevó en su coche al hospital o al respaldo que siente cuando alguien le tiende su mano sin importar el color de su piel, ni su procedencia, ni su clase social, ni la razón de su migración.
El inmigrante no llega a un nido hecho sobre un tronco seguro, sino que, como un agapornis y sin importar la inestabilidad de las ramas sobre las que se posa, tiene que ir construyendo un hábitat que lentamente fortalece con las solidaridades encontradas y con los abrazos descubiertos. El inmigrante es un sobreviviente que abandonó su nido para salvar la vida o el que, aún con las pesadas alas del apego, no tuvo más remedio que migrar para llenar su estómago.
El inmigrante es ese ser humano que vive al sur de la señora Ayuso, y que mientras intenta abrirse paso para preservarse sano, tiene que salir todas las mañanas a ponerle el pecho a la brisa para cumplir rigurosamente con esas jornadas extenuantes que le permiten pagar una renta. Es esa mujer que, dejando a sus hijos solos y a la deriva, atraviesa la ciudad para cuidar los hijos de otra que la mira con recelo porque vive en el sur, esa zona de la ciudad donde se elevan los contagios y a la que la presidenta critica por su modo de vida. O es ese pequeño empresario que lucha de manera sobrehumana para no dejar morir su pequeño comercio, mientras intenta pagar autónomos.
Comprender que otros modos de vida son posibles, que existen y que no por ello representan un peligro, es indispensable abrir los libros y leer los periódicos.
En sus declaraciones, a la presidenta de la Comunidad de Madrid se le olvidó mencionar que ese “modo de vida de nuestra inmigración” también aporta a la economía, paga impuestos, ofrece mano de obra cualificada, emprende, mueve la economía, aporta a la Seguridad Social y, en su diversidad enriquece, se integra y, pese a ella, es una pieza clave en el engranaje de este país.
Si a cambio de tener el honroso honor de llevar las redes sociales de Pecas, el perro de la expresidenta Esperanza Aguirre, quien ostenta el más alto cargo de nuestra Comunidad hubiese tenido el ímpetu de atravesar fronteras -al menos para hacer turismo- muy seguramente comprendería que en el planeta habitan miles e interesantes modos de vida, habría tenido la fortuna de hacer amigos extranjeros, el placer de conocer de cerca otras razas, otros credos, otros idiomas, otras costumbres y, muy seguramente, hubiese enriquecido su enclenque bagaje cultural. Pero no, parece ser que el ambiente rancio del barrio del que no ha salido nunca es impermeable a los aires de la globalización en que vivimos.
Para comprender que otros modos de vida son posibles, que existen y que no por ello representan un peligro, es indispensable abrir los libros y leer los periódicos; es obligatorio tener visión del mundo, amplitud de miras, apertura de mente y, en últimas, conocer en qué consiste el respeto a la diferencia. Y, de eso, precisamente de eso, es de lo que carecen muchos de los que gobiernan nuestro destino, entre ellos, la señora Ayuso.