Vivo en un piso alquilado de 54 metros cuadrados del año 62, ubicado en uno de los municipios del sur de Madrid donde hay una presencia mayoritaria de inmigrantes en cuyo “modo de vivir”, según la presidenta de la Comunidad, parece radicar el aumento de contagios del coronavirus en la que es ahora “la segunda ola”.
Todas las ventanas de mi casa, desde los dos dormitorios hasta la cocina, pasando por el salón y el estudio, dan a una plaza llena de árboles con una zona infantil en la que solo queda un tobogán maltrecho y dos columpios oxidados. Su estado deteriorado no es producto del desuso impuesto por el precinto que recuerda que estamos en pandemia; sino de antes de que las políticas anti-Covid-19 impidieran a las niñas y niños jugar en la zona del arenero.
No se conoce nombre de ninguno de ellos, no se nombran, nunca lo han hecho. No sé ni siquiera si entre ellos saben cómo se llaman.
Los habituales, valga también llamar “habitantes” del parque —que los tiene— son hombres, locales, de mediana edad, algunos más cercanos a la tercera que a la segunda, y en términos de clases sociales —que existen— son ciudadanos más de segunda que de primera. Cosas de clases.
Todos ellos son variopintos, pero todos tienen algo en común: son hombres tristes. Llevo meses observándolos, viendo cómo se les van los días aferrados a una litrona de cerveza de la tienda del joven chino de al lado y con la compañía de Bora y Sultán, dos perros que también comparten su vida de perros.
El día que comprendí que eran de verdad un puñado de hombres tristes fue revelador porque los reconocí mirando por la ventana y leyendo los versos de Piedad Bonett: “Los hombres tristes no bailan en pareja”, “ahuyentan a los pájaros” y “sus precipicios tientan a la muerte”.
El único momento del día en que reina el silencio en el parque es entre la una y las dos de la tarde cuando se van a saciar sus estómagos alcoholizados en el comedor social del barrio. Por lo demás, el resto del tiempo desde que amanece hasta que se acuestan están en el parque. Algunas noches incluso, hay quien se ha quedado a dormir en uno de los bancos de la plaza. Ni los cuarenta grados del verano ni las heladas del invierno persuaden la presencia en el parque de los hombres tristes.
Los trapicheos de drogas blandas son también un común denominador de este parque que, como ya se pueden hacer una idea, de infantil no tiene nada.
Ellos, a su vez, reciben frecuentes visitas de unos hombres uniformados con los que tienen una relación de amor-odio a partes iguales. El otro día, en una de esas visitas de “los maderos”, como ellos les llaman, les pedían con toda la complicidad del mundo que guardaran la distancia de seguridad y les recordaban la obligatoriedad de usar la mascarilla. En ese momento, el policía insistió en el mensaje dirigiéndose a uno de los hombres tristes que estaba fumando con el tapabocas cubriéndole la papada: —¿Sabe usted que es obligatorio el uso de la mascarilla?
El hombre triste, que no superaba los cincuenta años, sacó un papel doblado de uno de los bolsillos traseros y le dijo: —Tengo problemas respiratorios, no puedo llevar la mascarilla.
—Si tiene problemas respiratorios, ¿por qué fuma?, le dijo el uniformado intentando hacer uso de la lógica.
—Y usted, ¿por qué respira? ¡no te jode!, le contestó el hombre triste que vestía una barba de tres meses.
Acto seguido, el policía conteniendo la risa procedió a cumplimentar la multa que el hombre triste acopiaría en la carpeta donde colecciona otras muchas como esa en el salón de su casa.
Los trapicheos de drogas blandas son también un común denominador de este parque que, como ya se pueden hacer una idea, de infantil no tiene nada. Los canutos se los siguen pasando de boca en boca, solo que ahora suben y bajan la mascarilla antes y después de. Cuando una de estas visitas sorprende a los hombres tristes, ellos astutos —más lobos que los lobos— rápidamente esconden su alijo en el hueco que más al lado les pille.
Puede ser la papelera, detrás del banco, en las partes íntimas… o si la prisa es mucha, lo tiran al césped lo más lejos que puedan, sino al suelo y lo pisan con el zapato. La argucia no siempre les sale bien cuando el policía, que ya ha ido y venido mientras los hombres tristes apenas van, les descubre su escondite y a su bolsillo va a parar.
Quién lo iba a decir, pero los hombres tristes son muy recursivos. Cargan cojines para amortiguar las horas sentados en los bancos del parque; cuando el día anuncia lluvias cubren con cartones las superficies de los bancos para poder sentarse en seco; los que tienen paraguas lo cargan por sospecha y los que no, se sirven de los árboles como escampaderos. Ellos no lo saben, pero en el periódico del quiosco que ellos no van a comprar anuncian una cifra que supera los cinco dedos de la mano para contar a las personas que en todo el país no tienen un hogar.
Algunos días paso horas sin asomarme a la ventana, pero los sonidos ya hacen parte de mi casa. No se conoce nombre de ninguno de ellos, no se nombran, nunca lo han hecho. No sé ni siquiera si entre ellos saben cómo se llaman. En su lugar se braman y, cuando se enzarzan en absurdos, se rugen. Pero cuando se trata de referirse a un tercero de los suyos que no está presente, habitualmente tiran de sus rasgos físicos o del modo de vestir.
Es evidente que el miedo de la élite a verse afectada por los confinamientos selectivos que está aplicando la presidenta de la Comunidad sí trasciende a las pantallas de los televisores de toda España.
Hay uno al que reconozco porque tiene la misma camiseta en dos colores, rojo y verde, y por la parte de debajo de ambas le asoma su prominente barriga. A los demás les suelo reconocer por su tono de voz o por la bandera rojigualda que les adorna la mascarilla. Al bajito que le faltan tres dientes y es de carácter agresivo, le suena el teléfono unas siete veces al día al ritmo de What a wonderful world de Louis Amstrong. Menos agradable es el rin tintín del afilador seguido de su popular: “Ha llegado el afilador, señora. Ha llegado el afilador.” Pero esto no es culpa de los hombres tristes, es que es un barrio obrero.
Al norte de la Comunidad, pongamos en La Moraleja, en cambio, el oficio del afilador no existe porque en cada una de las cocinas de las casas ya tienen uno automático que les saca filo a los cuchillos por ti. Las personas de este barrio, uno de los más pudientes de la Comunidad, no se mezclan “con la gente de los barrios de los alrededores donde viven en pisos”, así lo describió una de sus vecinas hace unos días frente a las cámaras de televisión.
Ellos, por su parte, viven en sus chalés con amplios jardines y prácticamente no hacen vida en la calle. Es evidente que el miedo de la élite a verse afectada por los confinamientos selectivos que está aplicando la presidenta de la Comunidad sí trasciende a las pantallas de los televisores de toda España.
Por lo que a mí respecta, solo me queda cerrar la ventana y afinar mi mirada trasatlántica para escribir un capítulo más del transitar por las tierras hispanas de los migrantes sureños que escuchamos con estupor la última fascistada.