Últimamente busco mis verdades en los grafitis callejeros. Sentencias libres de los algoritmos oscuros de las redes sociales y lejos de los tentáculos de editores al servicio de algún grupo económico.
Entre las expresiones de aquellos vándalos que asumen la propiedad ajena como lienzo público encontré esta: “En sus urnas no caben nuestros sueños.” Lugar común tal vez entre la izquierda abstencionista. Pero es sabiduría que se hace evidente al mirar los dos candidatos principales a las elecciones norteamericanas: Trump y Biden.
La democracia gringa es un reflejo de sus películas de Hollywood y viceversa. Una decisión binaria. El bien versus el mal, el sí o el no, blanco o negro. Sin matices de gris. Sólo hay dos opciones, nunca un abanico de posibilidades.
De hecho, hay otros candidatos, incluyendo uno del partido libertario Joanne Jorgensen y el verde Howie Hawkins, ambos con ínfimos porcentajes de intención de voto. Pero de ellos casi nadie habla. A los medios de comunicación gringos no les gustan los perdedores. Desde hace unos 150 años los EEUU ha sido un país bipartidista. Republicano o Demócrata.
Observando a Trump y Biden en su último debate televisado, me pregunto como es posible que los sueños de más de 320 millones de ciudadanos norteamericanos se resumen en aquellos dos hombres blancos, de mas de 70 años, uniformados con traje azul marino. ¿Será posible que las ideas y aspiraciones de una nación tan grande se condensen en los manifiestos de dos partidos?
Según información del centro de investigación Pew Research Center, en estas elecciones un poco más de dos tercios del electorado son blancos y casi un cuarto son mayores de 65 años de edad. Los sondeos muestran que los votantes blancos y la gente mayor de 50 años son más propensos a votar por Trump.
Los jóvenes de la Generación Z, entre 18 y 23 años, un segmento frecuentemente alabado por analistas en otras partes del mundo como la esperanza del cambio, no tienen ese peso político en Estados Unidos. Esta franja joven conforma solo el 10% del potencial de voto. Lo más probable es que estos jóvenes voten por Biden.
El 3 de noviembre será más bien un plebiscito sobre la forma y no el fondo de la vida política norteamericana. Una rueda suelta como Trump o un político de carrera como Biden que por lo menos observa la etiqueta establecida.
En cuanto al factor raza y color; sobre todo a la hora de analizar el posible impacto de las protestas antirracista de Black Lives Matter sobre la votación, hay un dato tal vez sorprendente. En estas elecciones, por primera vez, el número de votantes latinos supera al de los afroamericanos. Un 13.3 % versus 12.5 %, según Pew. Ambos sectores históricamente tienden a votar más por candidatos demócratas que republicanos. Pero sus motivaciones políticas pueden ser altamente divergentes y por ende muchas veces se percibe muy poca solidaridad entre estas dos minorías.
Mirando la diversidad del electorado en términos de edad, raza y simple ubicación geográfica; y considerando los recientes gritos para una revolución tardía en temas de género, de raza, de LGBTQI o ambiental entre otros muchos, queda muy claro que ni las ansias ni los sueños de estos colectivos se resolverán el próximo 3 de noviembre.
La democracia gringa es un reflejo de sus películas de Hollywood y viceversa. Una decisión binaria. El bien versus el mal, el sí o el no, blanco o negro. Sin matices de gris. Sólo hay dos opciones, nunca un abanico de posibilidades.
El 3 de noviembre será más bien un plebiscito sobre la forma y no el fondo de la vida política norteamericana. Una rueda suelta como Trump o un político de carrera como Biden que por lo menos observa la etiqueta establecida.
Y aunque lo diga una tendencia liberal alarmista, Trump, por mucho que sea caudillista y racista, es demasiado frívolo para armar una nueva ideología de masa, menos un neofascismo, si resulta reelegido.
Biden no representa un futuro post-Trump sino el regreso a las políticas semifracasadas de la época Obama. Dos administraciones que, a pesar de sus promesas, no lograron cerrar la cárcel de Guantánamo, no pusieron fin a las guerras expedicionarias en Iraq y Afganistán, en cambio deportaron a millares de migrantes no documentados a un ritmo altamente superior al nativista Trump. En corto, con Trump o Biden, el estatu quo está garantizado.
Esto no quiere decir que no habrá, como en la mayoría de las democracias, un trabajo paciente de base y de barrio para lograr pequeños saltos a través de la nueva legislatura o por la vía de la protesta y a veces acción directa de la ciudadanía. Son sueños y reivindicaciones que se niegan a obedecer las reglas del sistema. Pero el septuagenario victorioso, Demócrata o Republicano, nunca será el timonero de sueños variopintos sino el guardián de uno solo: el sueño americano.
Más artimaña que sueño. Una estratagema que intenta convencernos de que la división de clases sociales en los Estados Unidos ha sido superada por una movilidad económica absoluta donde los de abajo pueden convertirse en los de arriba, por el deseo común de la acumulación de capital.
El sueño americano no es más que el fordismo: producción en masa, consumo en masa y pensamiento en masa.
Más mercadeo que sueño. La retórica que pretende convencernos de que todos los ciudadanos se moldean en el invisible crisol cultural americano y que todos los estadounidenses son iguales independientemente de su etnia, origen, género o sexualidad.
Con una que otra variación o modificación, el sueño americano no es más que el fordismo: producción en masa, consumo en masa y pensamiento en masa.
Henry Ford, que sólo fabricaba una versión de su icónico Model T, solía decir: “El cliente puede tener un coche pintado del color que quiera, siempre y cuando sea negro.” Y parafraseando un poco al padre del automotor, este 3 de noviembre el votante gringo puede elegir el candidato y el sueño que quiera siempre y cuando sea blanco.