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Cuentos de criadas que no son cuentos

Episodio II: Pesadilla con fin

Criada

Criada. Imagen de Félix Prado en Unsplash

Corría el año 1991. Isabel tomó el autobús de las siete rumbo a Quito. Se sentó muy delicadamente cuidando que su falda no se ensuciara de polvo. Tenía una entrevista de trabajo y la madre de su vecina le había prestado su mejor falda. La empresaria española le hizo pocas preguntas y ella contestó con pocas palabras, tal como le habían dicho. “Vas a ganar el doble que aquí”, fue la frase que convenció a Isabel. 

Isabel es de Otavalo, una pequeña ciudad rodeada de volcanes a 110 kilómetros al norte de Quito. Proviene de una familia campesina, y acababa de dar a luz a su primera hija. 

–¿Y cuánto es el doble? – se animó a preguntar Isabel. 

La empresaria española le habló de 50.000 pesetas que eran el equivalente más o menos a 280 dólares. Isabel no pudo disimular. Le brillaron los ojos y su cabeza comenzó a hacer cálculos. 280 dólares. Una suma que no ganaba ni siquiera su tío. Isabel había dejado el colegio para contribuir a la economía familiar, que dependía fundamentalmente de productos agrícolas y de la venta de tejidos. 

La situación económica de la familia había empeorado desde que bajó el precio de la papa. Su madre y su hermana mayor no podían hacer mucho más vendiendo tejidos, actividad a la que se dedicaban las mujeres los fines de semana. Entre los cinco miembros adultos de la familia que quedaban en Otavalo no llegaban a sumar 120 dólares mensuales, suma que igualmente estaba por debajo de la canasta básica de aquel entonces. 

A Isabel le habían ofrecido 280 dólares. ¡Era más que el doble! Ni siquiera las familias ricas quiteñas que iban a pasar el domingo a la laguna Yaguarcocha le pagarían esa suma para limpiar sus casonas. 280 dólares eran como setenta tejidos en un mes. Setenta tejidos no podrían hacerlos ni siquiera con la ayuda de sus primas, ni mucho menos venderlos en el mercado. Era el triple de lo que ganaba su hermano mayor en Quito. Su hermano mediano había conseguido un trabajo extra fuera del sector agrícola y ganaba treinta dólares al mes. 

Isabel recalculaba su vida en función de la oferta. Con solo cien dólares al mes podrían arreglar la casa y comprar las herramientas de labrado que quería su padre. O tal vez su madre podría poner la tienda de tejidos. Y así, su hermana pequeña podría continuar sus estudios sin tener que trabajar en el campo, como le pasó a ella y a su hermana mayor. Quizás también podría colaborar en las obras del alcantarillado que habían emprendido entre los vecinos. 280 dólares, se repetía en su cabeza. Y a su hijita no le faltaría nada, podría comprarle ropa y pagarle el colegio.  

–Bueno, ¿qué me dices? Hay otras chicas esperando – la empresaria interrumpió los cálculos de Isabel.  

–Sí, gracias – apenas balbuceó Isabel todavía sorprendida. 

En el autobús de vuelta ya no le importó cuidar la falda. Su cabeza seguía calculando. Su familia no lo dudó. Sus padres cuidarían a la bebé e Isabel vendría a Europa a trabajar con la empresaria española. La suerte estaba echada, el destino se había impuesto. 

No era la primera vez que la empresaria española entrevistaba a chicas de Otavalo. Tenía una empresa de camarones y viajaba seguido, tiempo que aprovechaba para reclutar mujeres para trabajar en la mansión familiar y en casa de sus hermanas. “Las niñeras se están por jubilar”, solía decirle a Rosalinda, su contacto en Otavalo. 

Cuando Isabel llegó a Barcelona las cosas fueron diferentes a lo que se imaginó. Su trabajo consistió en ocuparse las veinticuatro horas de una adolescente con síndrome de Down que nunca había sido atendida por una educadora especial, a la vez que hacer todas las tareas de la casa. Isabel tenía que estar en pie a las siete de la mañana para hacer el desayuno de toda la familia y se iba a dormir a las once de la noche, cuando quedaba recogida la mesa de la cena. No salía nunca para descansar. 

Tres semanas después de su llegada la llevaron a la gran mansión de verano de la familia, en Villassar de Dalt. Le dieron un uniforme negro y blanco con su cofia. Mientras ayudaba a una compañera a acomodar los trastos de la cocina, Isabel escuchó el sonido de una campana. Alguien le explicó que tenía que presentarse en la terraza donde comían los invitados, junto a las demás sirvientas en señal de disponibilidad. Cuando llegó el momento de fregar los platos recién pudo charlar con las otras compañeras. Todas eran ecuatorianas, habían sido traídas por la misma empresaria y cobraban 50.000 pesetas.

–Dónde te ha tocado? ¿En lo de la señora Paca? Uy, llévate comida de aquí, nosotras te guardamos, no te preocupes –le dijo una compañera compasiva.  

Isabel llevaba tres semanas comiendo muy poco. Las chuletas que compraba la señora nunca alcanzaban para ella. Tenía que conformarse con lo que dejaba la hija mayor y no podía salir a comprar porque aún no había cobrado sus 50.000 pesetas. Los domingos, su día de descanso, se iba a casa de una compañera otavaleña que le preparaba una buena fritada de gallina. 

Al final del primer mes le dijeron que su sueldo corría a cuenta del billete de avión. Cuando llegó el segundo, le dijeron lo mismo. Un domingo cualquiera, tumbada en el sofá del piso de su amiga, decidió no volver. Nunca vio esas 50.000 pesetas, 280 dólares. Las compañeras de la mansión le hicieron llegar un pastel.   

 

 

De Buenos Aires, migrante en Barcelona. Antropóloga especializada en migraciones internacionales. Investigadora social de la Universidad Autónoma de Barcelona. Directora de Europa Sense Murs.

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