Los estudiantes de periodismo ya no se creen, como decía Gabo, que el periodismo sea el oficio más bonito del mundo. No les falta razón. Entran a redacciones en donde muchos periodistas ya no pisan la calle. A veces, ni siquiera se hablan entre compañeros de trabajo y cada uno de ellos compite por ser el que más noticias publica al día. Entre 8 y 10, dicen que publican los periodistas deportivos sentados en sus sillas al frente del computador. Estáticos.
Las fuentes de noticias son Twitter o Facebook que ahora resulta que son más divertidas y emocionantes que hacer una crónica en el Congreso. Al fin y al cabo, en el Congreso ya no se discute, se trae un guion aprendido y se recita. Se discute —o se grita— en Facebook y en Twitter y, al parecer, es allí donde están las noticias o, al menos, los titulares. O los gritos, que siempre han llamado la atención y se convierten fácilmente en titulares.
Los medios fueron comprados o subastados al mejor postor o comprador —hoy hasta Bezos tiene un periódico—. Pero a los empresarios no les interesa la información.
Además, los periodistas, resguardados de la realidad y sumidos en la realidad de la pantalla, han visto reducir no solo las plantillas de los medios, llenos de despidos de compañeros, sino también, y mucho, sus salarios. A veces los periodistas se convierten en becarios eternos o en trabajadores precarios, con horarios de 24/7, en empresas mediáticas en los que sus jefes o dueños, muchas veces no periodistas, cobran hasta 40 o 50 veces más que un periodista.
¿Qué fue lo que pasó con el oficio de Gabo?
Después de la crisis del petróleo y el comienzo del fin de la era industrial, casi con las dos últimas décadas del siglo XX, los periódicos y medios tradicionales dejaron de ser eso, medios de comunicación que distribuían el bien de la información pública, para convertirse en empresas, que vendían servicios de comunicación y entretenimiento. Los medios fueron comprados o subastados al mejor postor o comprador —hoy hasta Bezos tiene un periódico—. Pero a los empresarios no les interesa la información.
Así, por ejemplo, el periódico colombiano El Tiempo, una empresa familiar hasta principios del siglo XXI, fue vendido al Grupo Planeta en 2007. Sin embargo, el grupo económico español lo vendió pocos años después al banquero y constructor Luis Carlos Sarmiento Angulo. El caso de El Espectador es similar pues en 1997 la familia Cano vendió la mayor parte del medio a Julio Mario Santo Domingo, ya entonces propietario de Cromos, Caracol Radio —vendida después al español Grupo Prisa— y Caracol Televisión. ¿Y Semana? Pues era un unicornio hasta que apareció otro banquero, el Gilinski y su grupo, a quienes, desde luego, tampoco les interesa el periodismo —que lo diga Vicky Dávila—.
Así que amanecieron un día y se quedaron sin audiencia. Porque antes tenían el monopolio de la información. Hasta que les apareció una competencia voraz. Ellos se lo buscaron.
La transformación de los medios en empresas informativas causa, como se apreció recientemente en el caso de Semana —y antes en El Tiempo y también en El País y en El Mundo, en España—, que muchos buenos periodistas se vayan a la calle. Echados. Son muy caros, muy críticos, muy contestatarios… dicen los nuevos dueños. En fin, que son muy muy muy periodistas. Con los buenos fuera, cae la calidad del medio y lo que le queda a la empresa es atrapar a la audiencia con maniobras —como los click baits, por ejemplo—.
En eso estaban los medios, jugando con una audiencia “semi” asegurada, cuando aparecieron las redes sociales. Ya habían cometido errores de gestión en su empeño de manejar un diario como una empresa. Malos negocios, gastos enormes, estrategias de CEO que miran cifras, pero no su producto (la información) y siguen despidiendo a periodistas. Así que amanecieron un día y se quedaron sin audiencia. Porque antes tenían el monopolio de la información. Hasta que les apareció una competencia voraz. Ellos se lo buscaron.
Nada mejor que una respuesta periodística
Los medios tradicionales, sin credibilidad, sin posibilidades económicas para transformarse, gigantes y con poca capacidad para reaccionar a los cambios sociales tienen cada vez menos posibilidades de éxito en las nuevas generaciones. Tampoco tienen posibilidades de ser los motores de cualquier transformación social. Los jóvenes no leen El Tiempo, ni El Espectador, en Colombia, ni El País ni El Mundo, en España.
Asimismo, muy pocos jóvenes que entran a la universidad a estudiar periodismo trabajarán en los grandes medios, espacios que se convertirán en los nuevos unicornios. Los miraremos en unos años como museos del periodismo que se cayeron por su propio peso. Serán edificios vacíos, vendidos quizás a alguna empresa multinacional (si no ha sido ya el caso). La pandemia, de hecho, ha demostrado a medios y a escuelas de periodismo que la profesión puede ejercerse de manera descentralizada y reticular. Ha demostrado a los grandes que son, efectivamente, unicornios.
Es también una invitación para que los usuarios (y los jóvenes) den valor a la información y al contenido de calidad. Es una forma de tejer un ecosistema mediático sostenible, democrático y plural.
Por eso hoy el universo mediático es más complejo y distribuido. La audiencia se diluye, pero es crítica y busca, precisamente, nichos de información de calidad. En el ámbito de los nuevos medios, esos espacios informativos, reticulares y dinámicos tienen la libertad —alejada de la empresa de comunicación asociada a los banqueros— de avanzar en investigaciones periodísticas y volver a su función inicial: ser fiscalizadores del poder. Esos medios, que pueden ser creados en una tarde y con un presupuesto asumible, e incluso nacer con un objetivo específico que no necesariamente debe durar cien años —como los medios tradicionales—, son los que ahora producen las mejores investigaciones periodísticas y los que molestan a quienes no quieren ser molestados. Son medios dirigidos por periodistas. Sus dueños son periodistas y las decisiones se toman en función del periodismo.
Y lo mejor de todo: son medios que pagan a sus periodistas
Por eso es urgente —como hacen ustedes en Netflix— que el público pague por los contenidos periodísticos que considere de calidad. Que apoye a esos medios que han rescatado al periodismo. Modelos de suscripciones o sistemas de socios que aportan mensualidades o anualidades asumibles en función de la calidad periodística de los medios es una justa moneda de cambio entre el buen periodismo y la necesidad ciudadana de una buena información. Porque la buena información es costosa. Y es costosa porque la hacen profesionales.
Francia ha obligado a Google a que pague a los medios de comunicación por la reproducción en su buscador de los extractos de los contenidos periodísticos publicados en los periódicos franceses. Es una buena medida para aplicar a todas las plataformas que usan la información de los medios como instrumento de atracción de tráfico de usuarios, como las redes sociales.
Es también una invitación para que los usuarios (y los jóvenes) den valor a la información y al contenido de calidad. Es una forma de tejer un ecosistema mediático sostenible, democrático y plural.
Es una forma de rescatar el oficio del periodismo.