Por Salong Ko (Periodista y analista político)
Myanamar, considerado entre 2012 y 2016 como the toast of the Word en términos de democratización, atraviesa hoy grandes dificultades. A pesar de las promesas de democracia, la “transición” se encuentra profundamente amarrada al pasado. Extraño tránsito hacia un presente sobre determinado por el statu quo ante.
En un comienzo fue la transición
El 7 de noviembre de 2010 los myanma votaron por segunda vez en 20 años. Con la nobel de paz Daw Aung San Suu Kyi detenida en su casa, y su partido, el National League for Democracy (NLD), excluido del proceso electoral, la Junta Militar (en el poder desde 1962) convocó unas elecciones estrictamente enmarcadas por una Constitución hecha a la medida del poder militar, y declaró el comienzo de un proceso de “transición”, que en realidad es un repliegue militar táctico frente a las instituciones civiles.
A pesar del escepticismo provocado, pues la dictadura myanma siempre borró con la bayoneta lo que escribió con la mano, en 2011 el proceso ya daba sus primeros e inesperados resultados. La liberación de Daw Aung San Suu Kyi; la legalización de los partidos de oposición y de los sindicatos; la concesión del derecho de huelga, de manifestación pública; y la libertad de prensa fueron algunas de las primeras medidas adoptadas. Dos leyes de amnistía concedieron la liberación de más de 500 prisioneros políticos en 2012. También se iniciaron negociaciones de paz con las rebeliones étnicas activas en las zonas fronterizas, incluidos los grandes grupos karen y shan.
La casta militar es también la clase económicamente dominante porque domina el presupuesto del Estado y los monopolios, concedidos entre sí durante la liberalización iniciada en los años ochenta.
Sin embargo, como lo afirma el analista político y periodista Renaud Egreteau, lejos de ser impulsada por una población rebelada, al menos hasta 2015, esta transición fue adelantada exclusivamente por una franja ubicada en lo más alto de la jerarquía militar amarrando así el proceso en beneficio de la hegemonía castrense. De allí que se diga que el sistema myanma es un “orden institucional pretoriano”. Es decir, un sistema en que el ejército controla la columna vertebral del funcionamiento macroinstitucional.
En efecto, el Tatmadaw controla de jure la función militar, de seguridad interior, y los asuntos fronterizos, que en la práctica también son asuntos étnicos en razón de su distribución territorial. Además, conserva la facultad de decretar sin intervención civil el estado de excepción. Sumado a lo anterior, la casta militar es también la clase económicamente dominante porque domina el presupuesto del Estado y los monopolios, concedidos entre sí durante la liberalización iniciada en los años ochenta. Lo mismo puede decirse del sistema judicial, largamente tributario del poder militar.
Diez años después de instalado el primer Gobierno de la transición, la desmilitarización de la sociedad de Myanmar apenas si se asoma. La mayoría parlamentaria lograda por el NLD en 2015, y ahora en 2020, no ha alterado en lo fundamental este sistema. Si bien el cambio generacional ha permitido la llegada de nuevos oficiales, hoy puede decirse que el liderazgo del Tatmadaw no desea el acuartelamiento. Su discurso pretoriano no se ha modificado. Se autoproclama como el conductor del país sobre el camino del desarrollo, la democracia “disciplinada” y la unidad nacional. Hegemónico en términos económicos, y con un gran poder de veto institucional, el ejército impone aún los términos de su propio repliegue.
Los desafíos de un tránsito incierto
Por disposición constitucional, el Tatmadaw es independiente del Gobierno civil en su organización y funcionamiento. Ocupa directamente un 25 % de curules en el parlamento y, además, participa indirectamente a través la segunda fuerza política, el Union Solidarity and Development Party(USDP). Frente a este enorme poder se ha ido consolidando el Gobierno civil dirigido por Daw Aung San Suu Kyi.
Su cargo, consejera de Estado,es en realidad el resultado de un acuerdo con el presidente Win Myin, quien accedió a crear esta figura supraconstitucional para permitirle lo que la Constitución le impide: ser la dirigente del Estado civil de Myanmar. La situación es extraña pero clara. La transición instaló una tensión intrainstitucional debido a la dualidad definida por dos instancias autónomas y codependientes, civil y militar, que marca los ritmos políticos myanma.
Desde enero de 2019 una comisión de reforma viene trabajando en pos de la modificación de los principales elementos que impiden al Gobierno someter a las fuerzas militares al poder civil.
El Gobierno civil dirigido por la nobel de paz cumple su primer quinquenio en medio de diversas críticas, y de las dificultades generadas por nuevas sanciones debido a las masacres contra la población musulmana del Estado de Rakhine, al sur oeste del país. La nobel de paz es respetada, incluso adorada por la mayoría de los myanma. Sin embargo, se le reprocha el sostener una relación ambigua con el Tatmadaw, de mantenerse alejada de la prensa, de privilegiar a la “vieja guardia” del NLD sobre la dirigencia joven, o de no querer escuchar a consejeros económicos alejados de la dogmática neoclásica.
Más allá de la imposibilidad del Gobierno civil de incidir sobre temas como la defensa, la seguridad pública o la redistribución de la riqueza, el quinquenio ofrece un balance de claroscuros importantes alrededor de tres temas claves: la reforma educativa, la lucha contra la corrupción, y contra el nacionalismo xenófobo al interior de la comunidad de monjes budistas, más la reforma de la constitución de 2008. Este aspecto civil del proceso se ha convertido en el lugar de una fuerte politización, una línea de resistencia frente a las condiciones impuestas por los amarres de la hegemonía militar.
La sociedad civil como nueva fuerza
La sociedad civil se compone de conjuntos de relaciones de fuerzas que en Myanmar apenas empiezan a generar dinámicas importantes. Durante los gobiernos de la Junta, estas fuerzas estaban reducidas a la posibilidad de una resistencia pasiva filtrada en los intersticios del sistema clientelista, o en los espacios profundos de la fe budista. El repliegue civil del Tatmadaw ha terminado motivando la proliferación de una multiplicidad de expresiones organizativas civiles y pacifistas, más allá del juego institucional entre los poderes civil y militar, en torno a la reforma educativa, la lucha contra la corrupción, contra los megaproyectos y, especialmente, posicionándose firmemente contra los discursos nacionalistas xenófobos.
La corrupción, la educación, los megaproyectos, la xenofobia y reforma constitucional han generado de hecho confluencias interétnicas, solamente vistas luego de procesos insurreccionales contra la dictadura, permitiendo la circulación de reivindicaciones transversales. La independencia de la justicia, la exigencia de una voz más audible para las minorías y especialmente la reforma de la Constitución, configuran puntos de transversalización de procesos de politización interétnicos diversos.
Ahora bien, el último punto es álgido. Si de un lado no puede haber transición sin reforma constitucional, del otro la reforma tiene en el Tatmadaw su principal obstáculo. Desde enero de 2019 una comisión de reforma viene trabajando en pos de la modificación de los principales elementos que impiden al Gobierno someter a las fuerzas militares al poder civil, generar un Estado federal (dando mayor autonomía a las etnias) y sentar las bases para procesos profundos de redistribución de la riqueza y de lucha contra el racismo. Sí, es verdad que no hay mayoría parlamentaria que pueda llevar a cabo dicha reforma, aunque múltiples manifestaciones se han expresado a favor de esta perspectiva reformista, convirtiéndola en un catalizador de nuevas fuerzas sociales.