El diálogo interreligioso es una condición ineludible para la superación de la crisis ambiental y los conflictos políticos y militares que hoy ponen en riesgo la continuación de la vida humana. Sectores fundamentalistas han tomado un control significativo sobre las religiones que están en la base cultural de tres de las más importantes comunidades sobre el planeta: la judía, la musulmana y la cristiana. Existe entonces la obligación de producir una respuesta, lo cual pasa por abrir Occidente a un diálogo sobre lo religioso.
Estos fundamentalistas cristianos, musulmanes y judíos suelen tener mucho en común. Suelen ser los negacionistas de la crisis climática, los más nacionalistas, los más colonialistas, los menos interesados en los derechos de las mujeres, los más intolerantes frente a la enorme diversidad que sigue generando la humanidad en cada una de sus experiencias. El Estado Islámico, los republicanos detrás de Trump en Estados Unidos y lo que hoy representa Benjamin Netanyahu en Israel son ejemplos de ello. En América Latina la relación entre este tipo de sectores religiosos y los proyectos ultraconservadores es evidente. Guatemala, Colombia y Brasil son algunos ejemplos de países donde este tipo de proyectos autoritarios se encuentran en el poder.
Culturas originarias como las de América Latina son más sostenibles a largo plazo. Su filosofía y conocimiento parece tener elementos que Occidente puede integrar de manera creativa. La visión de la naturaleza como un todo que nos contiene, del que hacemos parte con igualdad de derechos frente a cualquier otro ser vivo o elemento, se plantea hoy como salvadora.
A pesar del dogma secular imperante en el mundo moderno, la religión siguió siendo un factor importante de poder. Aún hoy la verdad científica sigue sin dar respuesta a las preguntas más determinantes de la existencia humana. Las ciencias están a punto de transportar a un ser humano hasta Marte, pero su promesa de verdad nunca bastó para saciar la necesidad de hallarle sentido a la existencia. Ese espacio vacío que deja la promesa secular de la modernidad y que habita en cada uno de nosotros sigue siendo llenado mayoritariamente por alguna de las religiones existentes. La que cada uno tenga a bien escoger. En el mercado de las esperanzas los proyectos emancipatorios occidentales tampoco han logrado cotizarse tanto como las promesas redentoras de las religiones.
La falacia secular es una de esas grandes columnas que, junto a la columna patriarcal y colonial, deben ser removidas del paradigma moderno si se quiere hacer una transformación de fondo. Acá en Oslo, como en las principales universidades de los países protestantes, tenemos facultad de teología y no por ello se deja de hacer ciencia. Alemania es gobernada por la democracia cristiana en cabeza de Ángela Merkel. La religión siempre ha estado presente. Los calvinistas instalaron un Estado fundamentalista religioso en Suiza, abriéndole las puertas de la cristiandad protestante al capitalismo. Se extendieron por los Países Bajos, Alemania e Inglaterra y llegaron a Norte América en forma de puritanos ingleses, de hugonotes franceses, presbiterianos escoceses y colonos de la Nueva Ámsterdam. Finalmente se convertirían en gran amo blanco: en los afrikaner o bóeres, que instalaron el apartheid en Sudáfrica. Hoy nadie se debería pregunta por qué Suiza concentra gran parte del capital financiero mundial y muchas de las empresas más importantes del planeta. Occidente debe levantar su veto positivista e hipócrita sobre el componente espiritual de la razón humana y así reconocerse a sí mismo y reconocer a sus interlocutores en el diálogo intercivilizatorio que podría salvar la especie.
El tema teológico es parte central de ese diálogo. Culturas originarias como las de América Latina son más sostenibles a largo plazo. Su filosofía y conocimiento parece tener elementos que Occidente puede integrar de manera creativa. La visión de la naturaleza como un todo que nos contiene, del que hacemos parte con igualdad de derechos frente a cualquier otro ser vivo o elemento, se plantea hoy como salvadora. La naturaleza sería sagrada, no como las estatuas de los santos en las iglesias, sino en el sentido de que es inviolable, de que no es un mero objeto de explotación al servicio de la humanidad, de que es el equilibrio que define todo al determinar la vida. Pero para poder hacer esto Occidente debe desmontar el dispositivo que califica de místico o atrasado a este tipo de conocimiento.
Se trata finalmente de la misma promesa de redención, que otros aprendimos a buscar en proyectos más terrenales, pero que sigue poniendo en evidencia la necesidad de avanzar hacia una sociedad post-secular en Occidente, reconociendo el ineludible horizonte mesiánico que siempre ha de acompañar la existencia humana.
En Hong Kong, en Hollywood Road, en medio de edificios enormes en una de las urbes más pobladas del planeta, se encuentra el templo taoista de Man Mo, el más antiguo de la isla. Está dedicado al dios de la literatura (Man) y al dios de la guerra (Mo). Antes de entrar al templo, desayunando en un café cercano, me dediqué a leer sobre el taoísmo y su idea central de encontrar la forma de ser uno con la energía del universo. Recordé de inmediato como el Tai chi se practica a diario en todos los parques de Taipei y que sus templos permanecen abiertos 24 horas en un ejercicio espiritual permanente. Recordé entonces la historia de Siddhārtha Gautama, el príncipe que al encontrarse con el enorme sufrimiento de sus súbditos empobrecidos se llenó de vergüenza, meditó, reflexionó y se convirtió en Buda buscando la mejor forma de sanar ese padecimiento. Esa misma declaración ética contra la injusticia alumbra en la escena de la zarza ardiendo ante Moisés, quien ve en ella a su pueblo siendo consumido por la explotación y recibe en ese momento la orden divina de liberarlo. Es el mismo postulado ético de Jesús según el cristianismo originario, que prioriza a los pobres. Se trata finalmente de la misma promesa de redención, que otros aprendimos a buscar en proyectos más terrenales, pero que sigue poniendo en evidencia la necesidad de avanzar hacia una sociedad post-secular en Occidente, reconociendo el ineludible horizonte mesiánico que siempre ha de acompañar la existencia humana.