A mediados de los noventa pasé una larga temporada en el Pato, una región inseparable de la mitología de las Farc-EP puesto que allí estuvo por largos periodos el cuartel principal de la guerrilla. El Pato se hizo célebre gracias a la literatura de Arturo Alape y Alfredo Molano, pero principalmente por arte del compositor Jorge Villamil, quien mencionó a la región en El barcino, la popular canción que cuenta la historia de un toro llevado por los guerrilleros comandados por Tirofijo. Fue un periodo de calma, dedicado a cumplir meras tareas internas. Pasaba horas leyendo e instruyendo a guerrilleros que entraban y salían de los campamentos situados entre los ríos Pato y Coreguaje, que al juntarse con otras aguas forman el caudal del Caguán. De un campamento llamado «Las Trincheras» partí junto con un grupo dirigido por Rolando, un mando indígena muy apreciado por su destreza militar, hacia una zona de colonización establecida entre el río Suncilla y decenas de caños que vierten sus aguas en el Medio y Bajo Caguán.
El horario del culto coincidía con las reuniones de la guerrilla con la comunidad, de tal modo que los evangélicos no se enteraban de lo que estaba pasando en la región, amén de su nula participación en las tareas comunales.
En ese entonces la región, perteneciente al municipio de Cartagena del Chairá, era ocupada por centenares de familias cocaleras distribuidas en caseríos levantados a las orillas de los ríos y en ranchos abiertos en medio de la selva. El gobierno central amenazaba con acabar los cultivos de coca por la fuerza mediante la aspersión aérea de un herbicida llamado glifosato, sin ofrecer un programa alternativo a los colonos. Mi tarea era la de reunirme con las comunidades, escucharlas y organizar con ellas una respuesta mayúscula, visible al resto de colombianos, de tal manera que al gobierno no le quedara más alternativa que negociar con los campesinos cocaleros. Fueron meses de reuniones con los campesinos y raspachines en las veredas, hasta conseguir un consenso para realizar una multitudinaria marcha hasta Florencia, capital del departamento del Caquetá, en caso de que los cultivos de coca fueran eliminados sin una alternativa a cambio.
Había, sin embargo, una voz que no estaba en favor ni en contra de la eventual marcha: la comunidad evangélica que cada domingo se reunía en una capilla de Remolinos del Caguán, el poblado más importante de toda la región, al que llegaban cientos de personas todos los fines de semana. Era una comunidad cristiana pequeña pero disciplinada, que seguía los consejos de un pastor que moraba en la región, a quien le pedí que involucrara a su feligresía en la causa de los cocaleros. El pastor me invitó a que pasara un día por su casa y así lo hice. En su rancho, el pastor me dijo que su comunidad era fiel al evangelio. Le expliqué que nuestro objetivo no contradecía su fe y que el objetivo de la guerrilla era la redención de los oprimidos. Me miró un rato sonriente hasta que abrió un ejemplar del Nuevo Testamento que tenía entre las manos y leyó el versículo 13:1 del libro Romanos: «Sométase toda persona a las autoridades que gobiernan; porque no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios están constituidas». Luego agregó: «Ustedes, compañeros –dijo como si fuera un profeta–, son la única autoridad en esta región; por tanto, haremos lo que nos pidan».
Un sacerdote católico fue hasta la Cárcel Modelo de Bogotá en donde estaba recluido para saber cómo estaba de salud, contarme sobre los sucesos del Caguán y obsequiarme un escapulario con la imagen de Jesucristo.
El 1º de julio de 1996 cuatro helicópteros Black Hawk descargaron por sorpresa en Remolinos del Caguán, sitio en el que me encontraba junto a cinco guerrilleros, a cuarenta y cinco hombres de las fuerzas especiales del ejército. Quedamos rodeados, con desventaja táctica y con el río Caguán a nuestras espaldas. Durante el combate fui herido en la pierna izquierda, recibiendo además algunas esquirlas de granada, uno de nuestros compañeros cayó abatido y los demás consiguieron evadirse empleando ropa civil. Al día siguiente fui capturado y llevado a prisión, desde donde seguí las noticias sobre los varios miles de campesinos que desde el Caguán se tomaban la capital de Florencia en protesta por las fumigaciones de los cultivos, situación que forzó al gobierno a una negociación con los voceros de la marcha en la sede del Congreso y la Presidencia de la República Los miembros de la Iglesia evangélica hicieron su parte. Un sacerdote católico fue hasta la Cárcel Modelo de Bogotá en donde estaba recluido para saber cómo estaba de salud, contarme sobre los sucesos del Caguán y obsequiarme un escapulario con la imagen de Jesucristo.
Años antes había experimentado en el corregimiento caucano de El Plateado, municipio de Argelia, una situación similar a la sucedida con la comunidad evangélica de Remolinos del Caguán. En esos días, El Plateado era el eje comercial de una extensa comarca del Alto Micay al que cada domingo llegaban cientos de labriegos para vender y comprar, entre ellos los miembros de una iglesia evangélica que aprovechaba el día de mercado para realizar sus oraciones. El horario del culto coincidía con las reuniones de la guerrilla con la comunidad, de tal modo que los evangélicos no se enteraban de lo que estaba pasando en la región, amén de su nula participación en las tareas comunales tales como el mantenimiento de los caminos, refacción de escuelas o la organización de bazares para recabar fondos. Acercándome al pastor evangélico pude comprobar que en realidad no había ningún problema con su feligresía, sino falta de diálogo y coordinación a fin de que la hora del culto y de las reuniones comunales no coincidieran. Le expliqué al pastor que las recuas de mulas recorrían los mismos caminos, aparte de que el arriero fuera o no creyente, por lo que era menester que unos y otros contribuyeran a su mantenimiento. El pastor fue más allá y se comprometió a trabajar con sus feligreses en la logística de los bazares para recoger fondos, pero con la condición de que se retiraban al comenzar la fiesta porque entre ellos estaba proscrito el consumo de alcohol.
En una ocasión en Don Alonso, un caserío de la cordillera Occidental caucana, dejé que algunos guerrilleros que estaban bajo mi mando participaran en la procesión del Viernes Santo, puesto que para mí estaba claro que las creencias de sus padres y las suyas propias no tenían por qué estar en oposición con la pertenencia al grupo armado.
La vivencia que tuve con las comunidades evangélicas en las regiones del Micay y el Caguán corroboraba mis meditaciones con respecto al tema de la religión. Rebatía con algunos camaradas de filas la preconcebida –o sacada de contexto– sentencia de Marx de que la religión era el opio del pueblo. En mi dilatada trashumancia por varias zonas del territorio colombiano pude verificar que las creencias y los mitos, fueran o no de naturaleza religiosa, eran parte inseparable de la existencia de los pueblos, razón para no confrontarlas con «argumentos científicos» sino más bien de entenderlas y otorgarles la trascendencia que poseían entre la gente.
Había visto comunidades que de la mano de un cura católico habían recuperado su dignidad y daban la batalla por los derechos que les correspondían en este mundo. En lugares remotos me topaba con monjas que, además de la caridad, enseñaban al pueblo católico el camino de la redención a través de una organización básica. En una ocasión en Don Alonso, un caserío de la cordillera Occidental caucana, dejé que algunos guerrilleros que estaban bajo mi mando participaran en la procesión del Viernes Santo, puesto que para mí estaba claro que las creencias de sus padres y las suyas propias no tenían por qué estar en oposición con la pertenencia al grupo armado; además, tampoco tenía interés en combatirlas, so pretexto del laicismo de nuestro programa. Carlos Fernández Liria, titular de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, explica que uno de los más increíbles patrimonios que la izquierda regaló a sus adversarios fue el cristianismo.
Por ahora, la única respuesta de la izquierda ante el geométrico crecimiento de las iglesias evangélicas es la de confrontarlas, actitud que está condenada al fracaso.
En algunos trechos de la historia latinoamericana se pudo observar el papel protagónico de la Iglesia católica en la lucha antidictatorial en Nicaragua y El Salvador, al igual que en los movimientos por la tierra en Brasil. En estos tres países la Teología de la Liberación, o Iglesia de los Pobres, tomó partido en favor de los oprimidos, mientras que en Colombia esta vertiente tuvo una expresión de índole guerrillera que condujo a la incorporación del sacerdote Camilo Torres Restrepo a las filas del ELN, camino que siguieron posteriormente los llamados curas obreros, entre los que se destacaron los aragoneses Domingo Laín, José Antonio Jiménez y Manuel Pérez Martínez, quien llegó a convertirse en el jefe máximo de esta organización.
La izquierda se dejó llevar durante décadas por una deriva estalinista, en la que el militante no era más que una mera pieza de un engranaje superior cuya misión era hacer la revolución. Esta deriva hizo que en el papel los revolucionarios se vieran luchando hacia afuera en favor de los nobles principios de la humanidad, pero hacia el interior de la organización el militante era despojado de valores como la solidaridad en términos humanos. La solidaridad sigue entendiéndose en términos netamente políticos, abstractos, ajena a la suerte de los militantes. En tal sentido, las organizaciones religiosas, principalmente las evangélicas, construyen vínculos más eficaces que refuerzan el sentido de pertenencia de sus integrantes, de modo que si alguno de ellos cae en desgracia recibe la solidaridad material y espiritual del grupo. La izquierda debería pensar en una clase de organización en la que el participante pudiera prosperar en todos los ámbitos de su vida por el solo hecho de pertenecer a ella, pero sin sentirse desamparado cuando tenga tropiezos. Por ahora, la única respuesta de la izquierda ante el geométrico crecimiento de las iglesias evangélicas es la de confrontarlas, actitud que está condenada al fracaso en estos tiempos en que las sociedades más «civilizadas», «educadas», parece que buscaran una respuesta meta- científica al miedo que trae un modelo de riqueza cruelmente explotador.
Extracto del libro La mala reputación escrito por Yezid Arteta Dávila