Detrás de las naves del Ejército Rebelde Jedi, en Star Wars, los jóvenes pilotos vestidos de naranja luchaban con valentía y fuerza en contra del poderoso y maligno Imperio. En su batalla ideológica por el control del universo, los líderes imperiales desplegaban una batalla psicológica y emotiva muy poderosa (el lado oscuro de la fuerza) por reclutar en sus filas a los mejores guerreros rebeldes que, además, defienden la República. Pero la fuerza, en su lado luminoso y con sus espadas de luz verde, siempre terminaba por imponerse a las tentaciones de poder totalitario del Imperio. Es la ciencia ficción.
El Imperio decidió que uno de sus hijos predilectos ―y cuyas palabras ¿entonces no violentas? antes había protegido en su defensa de la libertad de expresión― había violado “sus” reglas de juego imperiales.
El intento del Imperio del siglo XXI por imponer su poder en todos los rincones del planeta es más sutil, más sofisticado, menos violento y tiene mejores resultados. El lado oscuro de la fuerza evoluciona. Ya no usa trajes negros en los que es imposible respirar. Ahora usa blue jeans, zapatillas deportivas y camisetas blancas, y se burla del sistema educativo porque su enemigo está muy bien definido: los espacios en los que se puede cultivar el lado luminoso de la fuerza rebelde.
El Imperio nos ha hecho creer que en sus dominios la democracia se cultiva. Nos ha hecho creer que en los muros de sus redes ―una metáfora imposible de superar― la ciudadanía puede ejercer la libertad de expresión. Nos ha hecho creer que, desde un espacio privado, se puede pensar en la esfera pública, y nos ha hecho creer que en sus redes se generan cada día miles y miles de oportunidades para las empresas en todos los países del mundo porque el Imperio, desde luego, defiende el libre mercado y el laissez-faire. También nos han hecho creer que sería imposible vivir sin ellas.
El imperio, sin una sola amenaza, sin una sola dosis de violencia física, sin siquiera enseñar sus espadas de luz roja, nos convenció.
Según el Comisario Europeo de Mercado Interior, Thierry Breton, las redes sociales reconocieron el 8 de enero, por primera vez, que pueden tener una responsabilidad importante sobre lo que sucede en sus plataformas.
Ahora aceptamos las reglas del Imperio para conducir la vida cultural, la vida social, la vida económica y, por supuesto, la vida política. Sin cuestionarlas. Llevamos más de 15 años sin mover un dedo, acostumbrados, porque es más fácil vivir en el Imperio. Hace pocos días, uno de los símbolos más importantes del poder tradicional (antes del Imperio) fue atacado por ciudadanos americanos (votantes) después de ser alimentados cotidianamente por las criaturas creadas en el Imperio y que, lógicamente, hacen aún más poderosa la dominación imperial.
¿De dónde vino la solución al descontrol? Del Imperio.
No fue el poder judicial. Tampoco el uso legítimo de la fuerza en la evidente y paradójica comedia de las fuerzas de seguridad del país mejor armado del mundo, una vez más en ridículo (ahora en su propio jardín). Los medios de comunicación hace rato que no pintan nada de nada en esta historia desde que se convirtieron, ellos también, en dependientes de las migajas publicitarias que les llegan desde que el mercado de la atención fue monopolizado por el Imperio.
El Imperio decidió que uno de sus hijos predilectos ―y cuyas palabras ¿entonces no violentas? antes había protegido en su defensa de la libertad de expresión― había violado “sus” reglas de juego imperiales. Por eso cerraba, inicialmente por unas pocas horas, la posibilidad de que el ahora expresidente de los Estados Unidos continuara, como lo hizo desde al menos hace seis años, alimentando a los fieles creyentes con las más de 20.000 mentiras pronunciadas hasta julio de 2020.
Es que ser Imperio no es nada fácil. Menos cuando se quiere ser Imperio y demócrata a la vez.
¿La ingenuidad del Imperio?
El debate sobre si el Imperio puede regular la discusión pública y la libertad de expresión de la ciudadanía llega diez años tarde. El Imperio ya ha destruido la concepción del debate público que alimentaba la discusión entre la ciudadanía y la argumentación racional parlamentaria. No es que el Imperio pueda o no regular el debate público. La realidad es que lo hace desde hace más de una década. Cientos de miles de cuentas y publicaciones han sido censuradas por el “ojo experto” de “limpiadores” que, desde granjas de ordenadores descentralizadas y subcontratadas por Silicon Valley, deciden lo que puede o no circular por las redes del Imperio. Pero nadie se ha preguntado por ello hasta que le llegó el turno a Donald.
El asalto al Capitolio de los Estados Unidos es únicamente el último episodio que, gestado en las redes del Imperio, ha hecho reaccionar hasta al mismo Imperio. Según el Comisario Europeo de Mercado Interior, Thierry Breton, las redes sociales reconocieron el 8 de enero, por primera vez, que pueden tener una responsabilidad importante sobre lo que sucede en sus plataformas.
Según Breton, el hombre de los blue jeans y camisetas blancas, le dijo sin denotar preocupación, que Facebook Inc solo tenía a dos personas dedicadas a responder los requerimientos de los gobiernos en los países donde operan sus empresas. Porque claro, el Imperio es el Imperio y, a quién le importan los gobiernos si puedes elegir qué gobiernos tener si activas un botón en el entramado algorítmico de tu lado oscuro de la red.
Según los atónitos ejecutivos de zapatillas deportivas, el pacto no viola las reglas del mercado y nada tiene que ver con una posición monopólica
La aparente ingenuidad de las plataformas y su tardía reacción se enfrenta a un debate democrático de actualidad: ¿puede el Imperio censurar el discurso público que circula por sus plataformas? La respuesta debería empezar por la pregunta de por qué permitimos que el discurso y la opinión pública fuera canalizada por las redes sociales imperiales. Pero es una respuesta fácil: el Imperio nos prometió, a todos, una posible popularidad intercambiable por likes de reconocimiento narcisista en Instagram. Estamos en la vida real y no en Star Wars, por eso nos mueve el lado oscuro de la fuerza.
Pero a pesar de todo, el Imperio cuenta con miles de millones de fieles seguidores. Son empresas privadas, dicen, que pueden establecer sus procedimientos y es el usuario quien acepta las condiciones de uso de las redes: un contrato de uso. ¿Está ese contrato por encima de los valores constitucionales y normativos de la democracia o de la libertad de expresión? ¿Lo está, en sentido contrario, por encima de los valores constitucionales y democráticos que deben evitar la divulgación de todos aquellos discursos que ponen en peligro la propia estabilidad democrática y constitucional?
Pero para aquellos que creen en el Imperio como una forma de emprendimiento del que todos debemos aprender ―y por tanto, no regularlo por razones de la maravillosa y justa sociedad neoliberal a ultranza que tenemos en la tercera década del siglo XXI― les gustará saber que, riéndose en la cara del Ejército Rebelde, Facebook y Google firmaron un pacto en 2018, hasta ahora secreto, con la intención de asegurar su posición imperial en el jugoso y fundamental mercado de la publicidad on-line. Según los atónitos ejecutivos de zapatillas deportivas, el pacto no viola las reglas del mercado y nada tiene que ver con una posición monopólica (una aberración para los liberales), así en el pacto se pueda leer, según el New York Times, que las compañías se ofrecen a cooperar y asistirse mutuamente si son investigadas por las autoridades de competencia sobre los asuntos derivados del acuerdo.
No se pierdan el nombre del pacto: Blue Jedi