Si cierro los ojos vuelvo a verlo. El rótulo sobre la entrada. La puertecita como sacada de un western. Las máquinas tragamonedas. Las mesas en la penumbra. Los viejos jubilados viendo entibiar sus cervezas. Un calendario sobre la pared. Entonces me asustaba su oscuridad interior, esa que contrastaba con el sol de la calle, aunque no se entrara de golpe sino de forma gradual, sumando desde la avenida continuas capas de sombra: la fresca del árbol de caucho en la esquina de la Caja Agraria, la densa del portal del edificio La Torre con sus ventas de casetes y revistas, y luego, tras la puerta que no sabía si empujar con el pecho o con las manos, la oscuridad que obligaba a reacomodar la mirada.
El América, un espacio que me hablaba en otra lengua, o en la misma, pero con palabras que yo aún no conocía, y que cuando vine a conocer del todo ya lo habían cerrado y puesto en su lugar una carnicería que por más que se empeñaran en lavarla exhalaba un vaho a sarna que me revolvía las tripas al pasar por su puerta.
Un rincón con cuatro putas que parecían no dormir nunca. Los rostros repintados, insinuándose al adolescente que entraba a mediodía a hacer uso del baño. Las recuerdo ahora, sentadas en sus mesas, apartadas las unas de las otras como si estuvieran peleadas, ofreciéndose la más joven a echarme una mano. La misma que años después, en una residencia que tenía una ventanita que daba hacia la torre de la universidad, me dijo que había un crimen más vil que el asesinato, y cuando yo pensé en decirle que el asesinato en masa, el genocidio, me habló del empujar a la gente hasta ese borde en que se matan los unos a los otros. Sembrar cizaña, dijo, aunque no esté tipificado, a la par que meaba en el agujero de la ducha. Un año atrás había empezado la carrera de Derecho, consciente de que las bondades del cuerpo no le iban a durar toda la vida.
Pero antes, en el América, yo no sabía de la muerte o no alcanzaba a adivinarla en esos hombres de liquiliqui gastado que alargaban la mirada al pie de sus cervezas, o en aquellas mujeres que se ofrecían a acompañarlos a cambio de algún trago. No en esas mañanas en que descargaba un chorro inacabable contra el baldosín mugriento de la canal que bordeaba la pared del baño, a la par que imaginaba las manos de la muchacha, de uñas repintadas en la oscuridad del antro, sujetando mi virilidad empequeñecida por la timidez de saberla tan cerca, separada de mí apenas por una cortinilla mugrienta, o por el miedo a contraer cualquier enfermedad. Entonces no sabía de la peste del tiempo, sus escaras de nostalgia.
¿Eres de los que abren heridas o de los que intentan cerrarlas?, me lanzó un mediodía, y al ver que yo callaba respondió que unos y otros eran la misma vaina.
No pasé nunca demasiado tiempo en el América. No me tomé una cerveza y puede que por mi edad no me la hubieran vendido. Incluso los recuerdos de esa muchacha puede que me los haya inventado. Pero cómo me gustaría volver a ese café, para verme perdido en la selva de esos años, y buscar en mis ojos aquella inocencia, el temor ante un mundo que se me ofrecía impoluto, virginal pese a haber rodado tanto, como aquellas mujeres que esperaban sentadas la suerte o el milagro, de algún modo intocadas a pesar de las manos que se deslizaban una y otra vez entre sus piernas.