No hay un cielo nocturno más estrellado que el de las sabanas del Yarí. Un cielo que deja ver la noche iluminada por su luz. No hay amanecer más claro en las sabanas del Yarí. Inundado de pájaros que vuelan desde el Chiribiquete hacia esos llanos. No hay palabras que alcancen para relatar esta belleza embrujada. Las metáforas y las paradojas se agotan aquí al tratar de contar el drama entreverado de luces de alegría y esperanza.
Escribo y amanece. Indago la palabra correcta para empezar mientras la luz se mete dentro del día. Las frases de ayer, como esta, me despiertan con la necesidad de una respuesta: “Busco un indio para que me rece el maíz”.
Durante días rebuscamos entre la gente del Yarí. En los mapas. En los relatos. En las cruces de los muertos. En los cruces de caminos enmarañados. En las pistas de los narcos. Entre anécdotas inverosímiles nos reencontramos. Entre los recuerdos y el dolor concluimos que estas sabanas y selvas piden memoria, reparación, remedio y sanación.
Los narcos compraron los fundos a buen precio y mataron a los finqueros que no quisieron vender, para negociar posteriormente con sus viudas. Construyeron en el Yarí pistas, búnkeres y casas de lujo para las fiestas orgiásticas en la que participaban modelos, reinas de belleza y presentadoras de televisión.
La violencia es una vieja conocida aquí. Es un paisaje donde solo debería existir el nacimiento y la muerte natural. Como ocurre con la fauna y la flora. En la vorágine los depredadores matan para comer. Algunos hombres, en cambio, han llegado hasta estos llanos para matar con sevicia. Matan por interés. Por mezquindad. La violencia ensordece. El estruendo de las bombas y la metralla callan a los que venían huyendo de otras guerras. El miedo vuelve.
La historia de los colonos del Yarí está plagada de guerras, perdedores, colonos, narcos, guerrilleros, combates, muertos, vivos, estafadores, guacas, aventureros, aviones que aterrizan por droga y aviones que lanzan bombas.
En Palonegro se definió la Guerra de los Mil Días con cientos de cadáveres a la intemperie, expuestos al sol de la montaña, esperando que las aves carroñeras los volvieran esqueletos. Los Buendía de Macondo no sabían que el destino de muchos derrotados culminaría en los llanos del Yarí, sobrellevando la derrota entre los manantiales de agua y los morichales que crecen sobre las extensas praderas. Tumbaron monte, levantaron ranchos, cultivaron la tierra y criaron animales para olvidar las penas y morir de viejos.
Al Yarí vinieron oleadas de vencidos. Una ola estaba integrada por liberales en derrota. Los terratenientes habían vencido y expulsado a lo campesinos rebeldes. Los hijos de la violencia encontraron sabana para sacudirse la resaca de la muerte y curarse del sufrimiento. Levantaron hatos para engordar ganado con el pasto natural de las sabanas, abrieron pistas de aterrizaje para que los aviones llevaran carne a los mercados de Villavicencio y Bogotá.
Cansada de correr, la anciana campesina que inspiró este relato está sentada muy cerca de la estufa de leña de su morada, observa la mata de monte saturada del verdor de la floresta que todavía la maravilla, martillada por el ruido de los pájaros matutinos fugados desde el Chiribiquete.
Luego vendrían los narcos. Necesitaban pistas para la base de coca que traían por toneladas de Perú y Bolivia. Buscaban un sitio donde cristalizar, un lugar tranquilo, alejado y seguro. El poder se hacía el de la vista gorda. Los aviones cargados con cocaína tomaban rumbo hacia el norte del continente, allí donde cientos de miles de individuos reclamaban una sustancia que les permitiera sobrellevar el aburrimiento, estimulara los placeres y creara paraísos artificiales.
Así llegó Carlos Lehder al Yarí, con pinta de chico díscolo, preguntando, jugando picaditos de fútbol, mirando en el horizonte al Chiribiquete, sintiendo su magia, hasta que un día desapareció por completo, tal como llegó. Es muy posible que Lehder haya estado largo rato en los tepuyes, y que el hechizo de la serranía del Chiribiquete haya sido utilizada por los traquetos antes que ningún colombiano “de bien” lo hiciera. Usar los tepuyes del Chiribiquete como pista de aterrizaje no es descabellado, como lo afirman algunos testimonios en el Yarí. Lehder se fue con el trabajo de campo hecho y su etnografía se convirtió en Tranquilandia.
Los narcos compraron los fundos a buen precio y mataron a los finqueros que no quisieron vender, para negociar posteriormente con sus viudas. Construyeron en el Yarí pistas, búnkeres y casas de lujo para las fiestas orgiásticas en la que participaban modelos, reinas de belleza y presentadoras de televisión. El auge de Tranquilandia y su bonanza duraron hasta que las FARC les ganó la guerra a los narcos. La tardía operación policial y militar recogió los vestigios de esa guerra: caletas con cocaína, aeronaves y el helicóptero de la familia Uribe.
Entonces por aquí, durante y después del exterminio de los Tiniguas, y la destrucción de su capital ancestral Sachena Yona, pasó todo el mundo, menos el Estado colombiano: las guerrillas liberales, Lara, el capitán aviador Artunduaga, los esmeralderos, Carlos Lehder, Gacha, Pablo Escobar, Kunta Kinte, Marulanda, el Mono Jojoy, “embajadores de la India” y generales de la República. Ninguno de aquellos ilusionistas, ni de los que se disputan ahora este territorio por la calidad del suelo y por las riquezas del subsuelo, han conseguido que los habitantes del Yarí tengan derechos.
A los invisibles del Yarí les han llamado ocupantes, narcotraficantes, invasores, deforestadores, ganaderos ilegales, enemigos, guerrilleros, disidentes y puntilleros, pero nunca los han reconocido como lo que son: campesinos. Labriegos que residen un ecosistema estratégico que hace de amortiguamiento de la Serranía del Chiribiquete. Campesinos despojados de sus tierras, perseguidos y excluidos que buscan sobrevivir mediante la cría de vacas y cultivos de coca.
A los cientos de campesinos que esperaban las parcelas del fondo de tierras creado por los acuerdos de paz les han incumplido. No les ha quedado más alternativa que internarse en el Chiribiquete para tumbar montaña y abrir fincas bajo la renovada “ley del monte”. La historia de colonización y violencia gira sobre un circulo vicioso.
El caserío de La Tunia, antes de caer en desgracia, fue un pueblo fantasma abandonado por sus pobladores por las operaciones del Plan Patriota, para no morir acribillados. La Tunia se vuelve a repoblar. Retornaron 7 familias. La escuela, dirigida por dos educadores, reabrió con 10 niños matriculados en primaria y 7 en bachillerato. A los pocos días volvió el ejército con el deseo de repetir la historia: base militar en el caserío y preguntando por deforestadores, narcos y disidentes.
Muy cerca a La Tunia murió Rodrigo Cadete, disidente de las FARC, junto con 17 de sus hombres. El ataque ocurrió entre los ríos Yarí y Camuya. Fueron abatidos con bombas de precisión lanzadas desde aviones y helicópteros de combate. Sus cuerpos destrozados quedaron en las proximidades del lugar donde se realizó la décima y última conferencia guerrillera de las FARC. Algo parece estar mal. El incumplimiento de los acuerdos empujó a que varios ex combatientes volvieran a la selva. A los cientos de campesinos que esperaban las parcelas del fondo de tierras creado por los acuerdos de paz les han incumplido. No les ha quedado más alternativa que internarse en el Chiribiquete para tumbar montaña y abrir fincas bajo la renovada “ley del monte”. La historia de colonización y violencia gira sobre un circulo vicioso.
Cansada de correr, la anciana campesina que inspiró este relato está sentada muy cerca de la estufa de leña de su morada, observa la mata de monte saturada del verdor de la floresta que todavía la maravilla, martillada por el ruido de los pájaros matutinos fugados desde el Chiribiquete. Han ordeñado a las vacas y ahora descansan en la rústica casa de madera. Su nieto se le acerca y le pregunta sobre lo que ha visto y escuchado. Hombres armados con uniformes camuflados merodean por la región mientras los helicópteros y los aviones sobrevuelan. Han vuelto las reuniones de personas que lucen chalecos multicolores y hablan de cosas imposibles, como lo hacía Melquíades el gitano que visitaba a Macondo.
– ¿Qué estará pasando abuela? – pregunta el chico.
Ella levanta la mirada, sus ojos se humedecen y sus labios arrugados por el tiempo dejan salir las únicas palabras que se le ocurren.
-Pues mijo, que nos alcanzaron otra vez esos hijueputas
* Un agradecimiento especial al líder de los campesino colonos, Carlos Rodríguez, y al campesinado de los llanos del Yarí