Hace unos días vi Las niñas, galardonada como mejor película en los Premios Goya de este año. “Una película que define a las mujeres de hoy”, según una crítica impresa en el cartel promocional. Es cierto. Muchas mujeres de hoy estudiaron en colegios de monjas y la educación religiosa que recibieron marcó su pensamiento y su conducta respecto al sexo, la independencia y la libertad.
Yo también estudié en un colegio de monjas, aunque solo tres años en la primaria. Recuerdo que el claustro era enorme, como el de la película. Con capilla, teatro, cancha de baloncesto y un Cristo sangrante sobre cada pizarra. Como Las niñas, también rezaba cada mañana antes de empezar las clases y antes de volver a casa. Aunque no aprendí a bordar, como le enseñan a Celia en la película, pero sí viví la vergüenza más grande que he pasado en toda mi vida.
Una tarde pedí permiso para ir al baño, pero la monja dijo que debía aprender a controlar mis esfínteres. Insistí, pero la monja no me dejó salir. Me cagué sentada en el pupitre y el olor empezó a molestar. La monja nos pidió que saliéramos al patio, pero yo no podía moverme. Tenía el uniforme lleno de mierda y la vergüenza me dejó paralizada. Ninguna de las mil monjas que vivían el colegio me llevó al baño para me lavara. Al contrario, me dijeron que así no podía subirme al autobús escolar y me dejaron en el patio esperando a mi mamá, mientras las niñas se burlaban y me miraban con asco.
Yo estaba bajo vigilancia y solo me faltaba una cagada más para que me castigaran pasándome a la jornada de la tarde. Meses antes del aquel episodio yo había dicho a las niñas de mi clase que Dios venía a mi ventana cada miércoles para charlar conmigo. Las convencí de que sí era posible verlo frente a frente. También les había dicho que las llevaría a conocer el mar, solo teníamos que bajar por las escaleras del teatro y caminar un par de horas. La niña tiene una imaginación desbordada que hay que controlar, dijo la monja. Mi madre me regañó por fantasiosa, pero más la regañó a ella cuando me dejó cinco horas sola en el patio por haberme cagado. Esa fue la gota que rebasó la copa y mi madre decidió sacarme del colegio.
Ese año, como cada diciembre, estuve en Barranquilla de vacaciones. Mi abuela Betulia estaba preocupada porque si ya no estudiaba con las monjas ¿qué sería de mí? Temía que por ser hija de un comunista me alejara de la senda del Señor. Sin decirle nada a mis padres habló con las monjas del colegio que quedaba frente a su casa, y una de ellas se comprometió a enseñarme en un mes todo lo que se aprende en dos años de catequesis para hacer la primera comunión.
Hice el cursillo rápido con gusto porque me encantaban las historias de la Biblia, sobre todo la de José que era capaz de interpretar los sueños del faraón; y para no morir de aburrimiento jugando con mi prima bajo el palo de guayaba que había en el patio de la casa de mi abuela, pero, sobre todo, porque soñaba con ponerme un vestido blanco y hacer una gran fiesta de celebración. Sí, solo tres años en el colegio de monjas fueron suficientes para que yo también soñara con ser como cualquiera de Las niñas.
Como Celia, también contesté dubitativamente cuando el cura me preguntó si había pecado. No sabía qué decirle, así que me inventé un par de travesuras porque pensé que si no tenía pecados que revelar no podría hacer la primera comunión. Mi abuela no tenía dinero para comprarme un vestido nuevo y como mi madre estaba en Bogotá y no conocía los planes de Betulia, mi prima María Cristina me prestó su vestido. Mi abuela lo ajustó aquí y allá, y me lo puse pensando que sería la niña más feliz del mundo. Pero el encaje me picaba, el cuello estaba muy ajustado y la diadema de flores resbalaba por mi pelo.
Tampoco hubo fiesta. Después de recibir la hostia un domingo a las siete de la mañana, sola con mis abuelos en la iglesia del Sagrado Corazón del barrio Abajo, mi tío Jesús me llevó de casa en casa para tomarme una foto con cada una de las tías de la familia. Me pasé el día entero con el vestido puesto, sudando y con un picor insoportable en las axilas por las arandelas del vestido. Cuanto más grande es la expectativa mayor es la decepción.
Lo mismo le pasa a Celia en la película cuando descubre que su madre miente y llora en silencio. Cuando no recibe respuesta a sus preguntas porque nadie puede dárselas, cuando se da cuenta de que las amigas son también las peores enemigas; cuando se siente humillada por el bofetón que le pega la madre porque se ha escapado un par de horas con un chico a dar un paseo en moto; cuando descubre que hay vergüenzas que no se pueden ocultar y, sobre todo, cuando descubre que Dios a veces está muy ocupado para atendernos.
Tres meses después de mi primera comunión mataron a mi padre. Pensé que Dios se estaba vengando de mí por mentirle a las niñas del colegio, y me enfadé muchísimo porque si de verdad él era bueno mi padre no hubiera sido asesinado. Dejé de hablarle y en silencio convertí a mi padre en mi ángel de la guarda, quitándole a Dios el lugar que le correspondía.
Como Las niñas, a medida que iba creciendo empecé a dudar de la bondad de Dios. Con quince años me revelé y aprendí a fumar, me pinté los labios de rojo, me subí la falda del uniforme para enseñar las piernas, y mi madre pensó que lo mejor era volver a matricularme en un colegio de monjas.
Al principio estaba entusiasmada porque en el nuevo colegio tenía un par de amigas y, además, el edificio estaba frente a un colegio de curas, lleno de chicos. Como cualquier niña, yo quería tener novio, irme de fiesta y que me invitaran al cine. Hice las pruebas de admisión y me aceptaron en el colegio, pero una semana después recapacité y le dije a mi madre que no volvería jamás a un colegio de monjas. Mejor no cuento cómo me fue. Peor que con las monjas, pero no cedí y le dije a mi madre que nunca más volverían a humillarme como lo habían hecho cuando apenas tenía nueve años. Como Celia, en algún momento levanté la voz sin importarme lo que pudiera pasar.
Cometí muchos errores en la adolescencia, como corresponde, pero no me arrepentiré jamás de haberme negado a volver a un colegio de monjas. En mi afán por dejar de ser niña y convertirme en una mujer, mandé la religión al carajo y me enfrenté a mi madre como no lo había hecho antes, como creo que debe ser si uno quiere ser como una mujer de hoy en día. Llena de temores ocultos, guardados en el cajón de la memoria infantil, que de vez en cuando salen para recordar que hay que levantar la voz, aunque sea en susurros, como hace Celia, la de Las niñas.