Hay regiones en las que se le llama comején a los empollones o estudiantes aplicados; hay algunas zonas en las que se le trata de hormiga blanca y se le endilga, para darle un carácter siniestro, la acción de convocar comunidades inmensas de individuos con el fin de implosionar cualquier material rico (en celulosa). Es sabido también que hay quienes olvidan, a propósito, su condición de termita; su condición natural de comer, aunque en su dieta se sacrifique un árbol; aunque tenga que sufrir del vértigo sagrado en los hogares de madera que buscan el cielo; aunque tenga que adentrarse en robles o higueras ya cortadas y, aunque pierda su condición alada al filo de una ventana que subestimó su dignidad de enjambre.
Hace pocos días, en una conversación casual con mi esposa, encontré una forma romántica de explicar el sino caprichoso de la memoria; mejor dicho, de mi memoria.
-Amor, esta vaina ya no me está pareciendo chistosa.
-¿Qué vaina? -me respondió con esa cara de curiosidad verdadera-.
-Pues, que yo sé y tú sabes que yo he leído un montón en esta vida, ¿verdad?
-Sí, coseta, ¡pues claro!- me respondió mi propia sabia catalana. ¿Y qué pasa?
-Pues, pasa que siento que no sería capaz de dictar una clase sobre ningún tema específico; que no sé nada de literatura, ni de historia, ni de filosofía, ni de política, ni de pintura, ni de música, ni de tecnología, ni de moda, ¡ni de nada!
[En este punto, yo sé y ella sabe dónde va a terminar todo esto.]
Pasa -retomo- que confundo los nombres, que recuerdo frases, párrafos y hasta estrofas completas sin tener la menor idea de quién ni en qué contexto se crearon. Pasa, que me siento como un joven primerizo que habla de todo y no sabe nada de nada. Pasa, que vengo de un país que cada día está más vuelto mierda. Pasa, que la gente o se muere de este virus o se muere de otro. Pasa, -ya sé que me vas a decir que eso pasa en muchas partes- que hay niños en este preciso momento muriendo de hambre y yo como como un cerdo. Pasa, que me quisiera ir a vivir a una granja y sembrar nuestro propio sustento, pero no sé ni siquiera si el tomate es una fruta o una verdura y, además, el otro día, me dijeron que esa era la forma menos sostenible de habitar el planeta. Pasa, que en mi país asesinan todos los días a gente inocente que lucha por causas reales mientras yo me pongo una fotico posando en Instagram. Pasa, que un buen equipo de gente me dio la oportunidad y el espacio para ir publicando mis poemas y, a veces, creo que sólo les gustan a ellos, porque, aunque tengo más de mil conocidos en Facebook, cuando comparto mis escritos, me leen los mismos veinte de siempre mientras los diez emperadorcitos que dominan el ambiente y el ámbito poético en Colombia, se miran su propio ombligo y se comportan como el G20.
-Coseta, ¿quieres que nos vayamos a vivir a tu país?
-No, amor. Ya lo intentamos y nos cansamos de que nuestros hijos vivieran en esa eterna zozobra. El día de mi regreso, alguien me preguntó que cómo me sentía y yo sólo acerté a decir, con una tranquilidad desconocida en mí mismo, “lo único que siento es que superé la nostalgia”. Es cierto que en todos los años que llevo viviendo en esta comunidad he aprendido a respetar el tiempo y la opinión de los otros, pero, honestamente, no tengo un sólo amigo de aquí y es raro, porque yo siempre he sido muy sociable. Lo que me parece más extraño es que, aunque no sé ni recuerdo nada de nada, puedo recitar de memoria los números de teléfono de todos mis amigos del colegio. Puedo volver en patines, en bicicleta o con los guayos aún puestos a la época en la que todos teníamos una línea de teléfono para toda la familia, buscábamos un premio en el fondo de la caja de los cereales y encontrábamos a Javier en el periódico. Puedo decir de memoria que ni yo ni un gran porcentaje de colombianos tuvimos padre, pero sí una gran madre. Puedo contar de memoria que perseguí ebrio a los leprosos de los semáforos para abrazarlos, pues, aunque en mi cuerpo no se viera, yo también perdí los nervios periféricos.
-Uff… Amor, ¡para ya! ¿no? Yo lo que creo, sinceramente, es que tu memoria funciona como tu intestino grueso.
-¡No! Lo que yo creo es que mi cerebro es como un campo en ruinas. Un lugar en el que están intactas las sensaciones vividas, aunque no contengan una imagen. Un lugar en el que se pueden ver los hoyos que dejaron las bombas, el helio que sobrevivió a los globos, los arcos de madera que se comió la carcoma.
-Coseta, ¿Cuál es la diferencia entre termita y carcoma?
-¡Amor! No lo sé bien, pero hoy, ese termitero que cambió el papel por la nube cumple un año de existencia y dicen, los que saben, que las termitas obreras excavan las galerías ciegas y se ocupan de la alimentación y el cuidado de la colonia; que las termitas soldados (hembras y machos) defienden su colonia de los impertinentes; que las reproductoras o aladas pueden producir nuevas reinas y nuevos reyes, aunque pierdan sus alas; y que la termita reina, en un clima ideal, puede llegar a vivir hasta cincuenta años.
Yo no sé casi nada, pero en el Diccionario Enciclopédico de la Lengua Castellana de Elías Zerolo, la segunda acepción de la palabra comején es:
“ Amer.P. fig. y fam. Zozobra, inquietud. Estoy con un comején, que no me deja dormir”.