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Gracias, Comején

Desde el principio dejé claro que yo no iba a escribir de política ni economía. Tampoco sobre deportes o cocina. Sin darme cuenta me di un tiro en el pie porque al descartar los temas generales de actualidad me vi desnuda frente al espejo. No quería reconocerlo, pero lo que quería era escribir sobre mí, acogiéndome a la vanidad que nos caracteriza en estos tiempos

Caballito del diablo

Caballito del diablo. Imagen de Adina Voicu en Pixabay

¿Qué nombre le ponemos? A mí me gusta EL COMEJÉN, dijo Yezid por teléfono. Yo solté una carcajada porque hacía 20 años que no escuchaba esa palabra. Le dije que sí, porque hay afectos a los que uno no puede decirles que no. Cuento contigo, firme, ¿no? Claro, yo me apunto, dije sin saber en la que me estaba metiendo. 

Todo fue muy rápido, como el trabajo de el comején. Cuando la web estaba preparada me emocioné, pero lo primero que hice fue buscarle los defectos porque ahora sé que inconscientemente buscaba retrasar un poco el lanzamiento. Que la página estuviera lista significaba que debía cumplir con mi compromiso de escribir cada dos semanas. 

Hicimos una lista grande de amistades y conocidos que pudieran colaborar por amor al arte cada semana, porque no tenemos a nadie que patrocine este proyecto. Todos decían que sí y eso también me emocionó, pero enseguida dije que tal vez deberíamos publicar cada dos semanas porque se nos iban acabar los colaboradores a los que recurrir. Una vez más me estaba saboteando a mí misma. Solo yo buscaba excusas para mantener mis palabras en la sombra. 

¿Quiénes somos? Hay que escribir ese texto. Me ofrecí a hacerlo porque Gustavo estaba haciendo su trabajo con el diseño web, Yezid por su parte buscaba firmas para que se comprometieran con el proyecto, y Diego organizaba los posibles temas que podríamos tratar cada semana. Se trataba de proyectar un trabajo colaborativo, algo que pudiéramos hacer a pesar de las limitaciones impuestas por el encierro y la incertidumbre. “Levantamos puentes con nuestro pensamiento” escribí cuando asocié la labor de las termitas con lo que estábamos empezando a crear. 

Haciendo honor a su nombre, EL COMEJÉN creció y se extendió con rapidez. Se sumaron muchas firmas con ganas de escribir en libertad, con la intención de corroer esa vieja estructura que todavía existe para comunicar ideas; abriendo el camino eliminando fronteras, como termitas rompiendo laboriosamente la madera o el papel. Nos metimos en el termitero a oscuras, pero con ganas. 

El comején es temido por la velocidad con la que destruye estructuras, pero es fundamental para la recomposición de nuevos ciclos. No es un invento mío, lo dice la naturaleza. Y si algo ha quedado claro en este año de pandemia es que a veces es necesario deshacer y recomponer para transformar el mundo. 

Hace un año estábamos encerrados. No podíamos salir a la calle -que les voy a contar que no sepan en cualquier rincón del mundo- lo único que nos quedaba era escribir para no enloquecer con tanta incertidumbre. Así nació EL COMEJÉN. Con el objetivo de abrir un espacio para conectar con la realidad que inevitablemente nos interpela y nos cuestiona. Escribir sobre lo que veíamos hace un año desde la ventana con aquello que está lejos, allá en Colombia donde más nos leen, o en cualquier rincón del mundo donde pasan cosas que a todos nos afectan. 

Desde el principio dejé claro que yo no iba a escribir de política ni economía. Tampoco sobre deportes o cocina. Sin darme cuenta me di un tiro en el pie porque al descartar los temas generales de actualidad me vi desnuda frente al espejo. No quería reconocerlo, pero lo que quería era escribir sobre mí, acogiéndome a la vanidad que nos caracteriza en estos tiempos. Entonces la paradoja se hizo frente a mis ojos. La pandemia nos obligaba a encerrarnos, pero con la columna en EL COMEJÉN yo salí del encierro. 

Escribir una columna de opinión significa revelarse frente a los lectores sin máscara. Es decir, hay que sostener el pensamiento sabiendo que puede incomodar, empalagar o hacer reír sin ganas a cualquiera que no le agraden mis palabras. Pero qué gusto da sentir cómo nace un texto a partir de una anécdota, de un recuerdo o de algo aparentemente insignificante que veo por la calle. Empieza como un cosquilleo en el estómago, algo que se conecta con una idea que parece no tener nada que ver y al final se transforma en palabra escrita. 

EL COMEJÉN me regaló la libertad que se hizo esquiva cuando nos encerraron. Mantiene mis ideas en movimiento, a pesar de la quietud obligada. Lo mejor es que no lo hago sola, y por eso te doy las gracias, Comején. 

Periodista

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