La reconocí porque era verano. Llevaba una camiseta a rayas y unos tejanos ajustados. Estaba de pie en el tranvía, aferrada a unos libros y a su teléfono móvil, y pude ver su lunar en el hombro en forma de flor. Era ella. Con ese pelo castaño finito y nariz respingada, bonita como siempre fue, y de modales suaves. Ella no me vio, ni siquiera levantó la vista. Miraba su móvil y escribía algún mensaje. Pensé en saludarla, pero no me reconocería y se hubiera asustado. Hasta podría haber pensado que le iba a robar, quién sabe.
La reconocí porque era verano. ¡Y cómo no iba a reconocerla! Si fue la nena más dulce y cariñosa que cuidé. Tenía cinco años cuando me presenté en su casa. Me avisó Loli que había una señora desesperada porque la canguro no había vuelto y tenía que empezar a trabajar. Me hizo la entrevista y me dijo directamente que me quedara. Y entonces apareció ella corriendo por un pasillo. “¿Y tú de qué país eres?”, me preguntó sonriente. Y corriendo de vuelta fue a buscar un globo terráqueo. Le señalé mi país y se me ocurrió contarle que había muchos volcanes. Desde entonces me pedía todos los días que le cuente sobre los volcanes y qué pasaba cuando salía fuego.
Me adapté muy rápido con esa familia. Él era abogado y ella era arquitecta, pero no ejercía como tal. Trabajaba hasta tarde en el negocio familiar, una importante joyería de Barcelona. Cada día, cuando volvía del trabajo, me preguntaba si la niña estaba dormida. Yo le decía que sí y se ponía contenta, como aliviada porque su hija descansara. Yo nunca lo entendí mucho. Pensaba que ojalá yo pudiera acostar a Esthercita como lo hacía con ella, con cuentos sobre volcanes y gigantes. El señor llegaba un poco después, justo para sentarse a cenar. Entonces pronunciaban aquellas palabras, siempre las mismas: “ya puedes retirarte, nosotros recogemos”. Y yo me iba a mi habitación a escuchar la radio. Sabía que en realidad recogería yo al día siguiente, pero no me enfadaba, eran buena gente. Más bien pensaba que era absurdo que lo dijeran y no lo hicieran.
Cuando ella empezó la escuela primaria, por la mañana tenía que lustrarle los zapatos. Después salía a comprar pan fresco y preparaba el desayuno. “Procura que se tome el zumo”, me decía la señora antes de salir. El piso era inmenso y nunca lo acababa de limpiar. La plancha de los jueves me dejaba exhausta, pero ella era una alegría para mí. Mientras la columpiaba en el parque, me contaba sobre sus amigos del colegio: que el Pol era un niño muy malo que la molestaba, que Judith le había prestado el caballito rosa, que el Tom había viajado una vez en helicóptero… Después venía la hora del baño. Le encantaba jugar en la bañera hasta que se le ponían todos los dedos arrugados. Y entonces se acordaba de su lunar en el hombro. Me pedía que lo frotara fuerte con la esponja para quitarlo. “Un lunar no se puede quitar, princesa”, le explicaba con paciencia. “Siusplauuu, échale más jabó…”. Entonces la intentaba convencer de que era el lunar de la suerte, y que les tocaba solo a las niñas listas. Y me ponía una cara de total incredulidad. Justamente, porque era lista.
Me hubiese gustado verla crecer, pero pasó lo de Esthercita y me tuve que marchar. Le dije que me iría un mes al país de los volcanes, que mi hija estaba enferma. “¿Tienes una hija?”. No me creyó, le resultó como una terrible traición. Y ese mes se convirtió en un año, nunca más volví. Al principio la señora me llamaba para preguntarme por Esthercita, pero yo sabía que era porque la niña preguntaba por mí. Hasta que seguramente se olvidó. Yamila me reemplazó, pero no duró mucho, se ve que la señora no tuvo afinidad con ella. Y no supe quién quedó.
La reconocí porque era verano. Ese día tenía médico y la abuela me dio permiso para entrar más tarde. Y allí estaba ella, en el mismo tranvía. Guardó su teléfono en la mochila y se bajó en Palau Reial. Esbelta y seria, la vi caminar recto por la Diagonal, hasta que el tranvía avanzó. La reconocí porque era verano y me hubiera gustado saludarla, aunque sé que ella no me hubiera reconocido a mí.