Durante toda la semana solía leer, debajo de la almohada, los poemas de Mario Benedetti con la esperanza, siempre conseguida, de escoger el mejor poema que escribiría en la carta que enviaba en el correo los viernes por la tarde, después de llamar a la mujer de mi vida por teléfono. Siempre contaba con la ayuda de los versos del poeta uruguayo para lograr el cometido de mis mensajes: no contar uno, dos y tres, sino contar con ella para toda la vida. Por entonces, yo había aceptado hacer parte de un grupo de estudiantes aspirantes a dirigentes políticos de izquierda en una Colombia sumida en una de sus épocas más violentas. Un grupo de jóvenes revolucionarios que, además, pretendía practicar cómo es vivir realmente en comunidad, en solidaridad, y para ello, había que aislarse de la sociedad que nos rodeaba.
Ocupamos una sede sindical en la capital del país y adoptamos un régimen cuartelario, una disciplina de auténticos combatientes. Por casualidad, o por causalidad, aún no lo he descifrado, estábamos al lado de una sede policial, de un supermercado, de una cafetería y de la denominada Casa de los Poetas. Y viviendo un estatuto de seguridad que bajo un estado de sitio controlaba todos los movimientos de la población ante la posibilidad de ataques de grupos guerrilleros en pleno crecimiento.
Los instructores eran severos. Desde la mañana hasta bien entrada la noche, asistíamos a clases de economía, filosofía, historia, tácticas, estrategias y análisis de la situación sociopolítica actual. Por ningún motivo deberíamos distraernos con otras actividades, físicas o mentales, que no estuvieran dentro del programa de formación sugerido por un mando invisible que nunca conocí.
Eran éstas las condiciones que vivía cuando más deseos tenía de leer a los poetas de mi vida. Al ingresar al grupo, logré camuflar un libro de poemas de Benedetti, otro de César Vallejo y la novela Cien años de soledad.
Conseguí que se me permitiera salir del claustro todos los viernes a las seis de la tarde, ir hasta la sede de Telecom, depositar la carta y hacer una llamada telefónica a la mujer que estaba allá, en el sur del país, pero también disuelta en los poemas. Una de esas tardes, regresando a mi confinamiento, encontré un mantero con libros de segunda mano y allí estaba la obra completa de los cuentos de Mario Benedetti, cosa que me asombró, pues no me imaginaba al gran bardo escribiendo cuentos.
Me gustaba dormir en la litera alta porque allí llegaba la tenue luz de una bombilla del patio exterior lo cual me permitía leer los libros prohibidos en el pequeño cuartel. Después de las 11 de la noche, cuando todos teníamos que estar durmiendo, yo sacaba de entre el colchón y la almohada un libro grande y fuerte que en el día escondía en mi maleta. Fue el instructor de economía el que me descubrió leyéndolos, y el mismo que me acusó de tener vicios pequeño burgueses respecto a las lecturas y, como consecuencia de ello, no apto para ser forjado como líder político de la Colombia convulsa de los años 80.
En una reunión dos días después, a las nueve de la noche, se acordó que mi presencia en la sede era inoportuna, por no decir peligrosa, y tendría por tanto que volver a casa. A esas alturas, ya los poemas y la narrativa en general del uruguayo, me asombraban. De sus cuentos me acuerdo especialmente de dos: Miss Amnesia, y Pequebú. El primero, porque una chica con amnesia vivía el mismo momento todos los días: hablaba con un hombre en un parque y vivía momentos perturbadores pero efímeros. El olvido era su memoria y horas después se repetía todo con las mismas cosas, el mismo parque, las mismas palomas y su mismo yo. Eran otras circunstancias, pero las mismas para ella, una metáfora de lo que ocurre en un continente donde los esclavos olvidan que lo son y terminan siempre con la cabeza gacha, una y otra vez, ante su verdugo.
Y el segundo cuento me gustaba porque es la historia de muchos poetas y escritores que se vieron abocados a incomprensiones de todo tipo en los movimientos de liberación nacional en toda la América Latina. Lo resumo. Un escritor y poeta nunca pudo hacer parte de un grupo de resistencia a la dictadura de la Argentina militarista, pero pagó con su vida el valor de demostrar que también la pequeña burguesía consciente podía aportar elementos a la causa liberadora. Fue apresado por las fuerzas gubernamentales. Durante los interrogatorios y las torturas, el prisionero acepta que sí sabe, pero se niega a delatar a nadie. Todos, de forma unánime, acusan a este “pequebú”, o pequeño burgués, de ser el delator.
Al contrario, fue este chico quien dio una lección de valentía a los demás. La acusación de debilidad de sus compañeros se basaba en que leía libros de autores “pequeño burgueses”, como “Machado y Hesse”. Que cuando él escribía sus propios cuentos, solo se inspiraba en cosas bonitas, las cosas feas las dejaba al margen, y por aquellos tiempos, todo lo que ocurría bajo las dictaduras militares eran feas: tortura, desapariciones, muertes, exilios y una masacre colectiva de los sueños de toda una generación. Pero lo que lo delataba definitivamente era que en sus cuentos y poemas no había obreros ni se mencionaba sus luchas. Así que no lo aceptaron en el grupo, aunque no se perdió la amistad y fue en estas condiciones que fue aprehendido por los militares.
Sucedió que a mí me iban a expulsar del grupo por leer a Benedetti, a Vallejo y a otros que no estaban dentro del listado del momento, pero que históricamente debían estar ahí y en primera fila. Por ejemplo, Honorato de Balzac, Osorio Lizarazo, o si quería devorar poemas de verdad, a Luis Vidales, que sí estaban en la lista del instructor. Eran tiempos para los clásicos del marxismo. Leer otro tipo de literatura era considerado un vicio pequeño burgués que se debía combatir. Jorge Luís Borges, Octavio Paz, Vargas Llosa y otros tantos estaban en la lista negra de los revolucionarios de finales del siglo.
Y lo aceptamos así. Por mi parte, durante el juicio no opuse mayor resistencia a la expulsión, pues en el fondo me sentía culpable, pero el tema de la poesía, de los buenos escritores y los extraordinarios poetas que leía pudieron más. Solicité dos días de plazo para salir, que se me concedieron sin ninguna objeción. Esa noche ya no tuve que utilizar la luz de la bombilla que entraba por la ventana, sino que con la linterna de dotación y mi nueva condición de “pequebú”, saqué de debajo de la almohada el libro de cuentos de Benedetti y de más al fondo, uno de poemas, y sentí el elixir de leer a Benedetti a campo abierto.
En la mañana del día siguiente, el instructor que lideró la condena se acercó a mí, me tomó del brazo, me llevó hasta el gimnasio y se disculpó. “He estado equivocado”, dijo. “Y yo también”, le dije, pues había aceptado las reglas al ingresar al grupo. Me invitó a una reunión general y allí, para que todos lo oyeran, volvió a disculparse y me extendió la invitación para que me quedara.
Desde aquel día, el instructor dejó de darme consejos sobre cómo escribir poemas, y yo dejé de pensar en ser el líder político que en algún momento había ideado como respuesta a la grave situación de violencia nacional. Me propuse seguir escribiendo sin pausa ni reposo hasta donde me alcanzara la existencia. He agradecido ese gesto toda mi vida. Lo asumí de uno de los lugartenientes del Che Guevara. Un hombre sabio, silencioso y genial, que vivió en el anonimato desde el día en que se despidió de su comandante.
Leer los poemas de Mario Benedetti debajo de la almohada me dejó la experiencia de vivir dos clandestinidades al mismo tiempo: por el Estado opresor, y por mi propio grupo al que pretendía enfrentar. Y me enseñó, como leí en uno de sus cuentos, que por más disciplina que haya en cualquier faceta de nuestras vidas, no es cierto que “el cariño no es una prioridad en esta época”, sino todo lo contrario: es el cariño el que hace a los poetas, a los que se lee, incluso, debajo de la almohada.