Escribir sobre la realidad de mi país es un ejercicio catártico que va acompañado por el espectro completo de la emocionalidad. Paso de la euforia al desasosiego, tan rápido como se cruza la frontera entre la realidad y la ficción al leer los Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Desde el 28 de abril del 2021 mis (nuestras) mañanas transcurren, en esta tierra de “nadies”, como el momento en que José Arcadio Segundo Buendía se despertó en el vagón del tren que trasladaba los muertos después de la masacre de las bananeras. En mi cuerpo, en mi mente, siento esa combinación de estupefacción, dolor y desconcierto. Ese estar “…dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror…” pero que al abrir los ojos me percato de estar “acostado sobre los muertos”.
Quizás, porque me he dormido escuchando y viendo, en tiempo real, una y otra vez los golpes, gritos, el llanto, los gases y las balas que se han viralizado en redes sociales a través de los videos y transmisiones en vivo a lo largo del territorio nacional; en los que se evidencia la represión de la fuerza pública hacia quienes se encuentran en las calles ejerciendo su derecho legítimo a la protesta. Es inevitable que mi mente tenga un flashback en el que me traslado, no solo a la historia escrita y narrada por otras y otros de la violencia en Colombia, esa que sucedió antes de mis tiempos; sino también, a aquella que se postergó hasta el momento en el que fueron mis ojos, mis oídos, mi sudor, mis pies, mi voz, mi grito y mi llanto, los que sintieron la levedad de la vida y el peso de la muerte.
Esa época en la que, con el nuevo milenio, llegó mi ingreso a la universidad, mi mayoría de edad, y por supuesto, el activismo político y juvenil. Me veo ahí, en las marchas, las tomas, las protestas, con el ímpetu y la rebeldía que solo la juventud tiene. Recuerdo las noches en vela y los días enteros leyendo y discutiendo sobre la realidad de un país que era desconocido para mí. Esa Colombia profunda, vasta, que solo se conoce a lomo de mula, por caminos estrechos y a contracorriente.
Allí conocí la impotencia, la injusticia, la doble moral y la incoherencia, pero también el amor, la esperanza, la alegría, la camaradería y ese sentimiento profundo de saber que estás del lado correcto de la historia, que no es un sentir pasajero y febril que transmutará a medida que envejezcas y la carga de la cotidianidad sobrevenga en tus lunas y soles, sino que permanecerá, como aún hoy lo hace, a pesar del tiempo, a pesar de las derrotas, incluso, a pesar de mi misma.
Porque en este momento, cuando veo a María, José, Michel, Fernando, Laura, Antonio, y a cada uno de mis estudiantes en las calles o desde la virtualidad decir ¡Basta! ¡Nos están matando! Dando muestras de dignidad y tenacidad. Veo a esa Liliana de 18 años, y también veo a Jaime, a Maryenis, a Nevys, a Mileidys, Marta, Alejandro, Carmenza, Robinson, Michael, y tantos más que caminamos y tuvimos la fortuna de vivir para seguir hoy, aquí, en este pedacito de mundo, soñando y trabajando por la construcción de una nueva realidad desde cada una de nuestras trincheras.
No renunciar a la revolución ni a la alegría era nuestra consigna. Y justo aquí, en esto, quiero detenerme. Porque aquí, en mi Barranquilla natal, sí que sabemos de alegría y carnaval, y esto ha sido utilizado para obnubilar la cabeza de nuestras gentes que pareciera salir a las calles solo cuando las arengas están relacionadas con “Junior tu papá”, o “celébralo Curramba”, mientras tanto, el silencio es el rey. Las autoridades no dicen nada, los medios callan, ni siquiera se toman el trabajo de maquillar la realidad, solo son parte del mutismo que adorna la pulcritud de cemento y fibra de vidrio en la que nos hemos convertido, que crece de cara al río, pero de espaldas a la comunidad.
Y aún así, la juventud, hoy como ayer, es la que ha estado en la calle, aprovechando la cara amable de ciudad moderna, abierta y progresista que quieren mostrar, esa que tiene un alcalde que sale en la prensa diciendo que aquí se respeta y protege la movilización, mientras que por debajito, como el típico “come callao”, va lanzando sus aguijonazos, que aunque suaves, pueden ser letales, para quienes con tambora, alegre, flauta y llamador, o con guaracha “moderna” en el picó, resignifican la fiesta y hacen de las calles y la plaza, el escenario, el púlpito, el espacio de su voz.
Esas voces que no escuchan, que no toman en cuenta, que son invalidadas porque aún son “niños”, porque no saben de lo que hablan, porque no saben lo que “es la vida”, y son desestimadas, excluidas, estigmatizados y criminalizados, no solo ellas y ellos, sino sus cuerpos, sus prácticas, sus fotos de perfil, la música que escuchan, sus videos en Tik Tok, los youtubers e influencers que siguen, todo porque se salen de la estética, del control, y, por ende, son sospechosas y pueden ser transgresoras del estatus quo, porque no pueden cortarlas y transmitir un partido fútbol. Allí, en sus redes sociales es desde donde se ha viralizado, no solo la represión, la brutalidad, los desmanes, sino también, los cantos, los bailes, la alegría.
Y yo, que a mis 37 años no soy ya la “Anaclara de locura con palomas, casi halcones” a la que se le desgarraba la voz gritando “soy estudiante, soy, yo quiero estudiar para cambiar la sociedad”; me conmuevo, celebro y me abrazo fuerte a la bella y desobediente juventud; aunque me de miedo porque ahora también trastocan mi realidad. Hoy soy esta profesora que ama tejer puentes entre lo poético y lo político, todavía soñadora y libertaria, que intenta hacer de su práctica docente, de su salón de clases, de su aula virtual, un oído, un espacio de escucha que legitima y reconoce a las y los jóvenes como sujetos de derecho.
Este espacio no puede ser más sino para agradecer a la juventud, esa que está poniendo la cara y el pecho, sus cuerpos pintados; quienes están ejerciendo una resistencia solidaria y amorosa en la esquina, en el barrio, las universidades, quienes dicen no quiero ser más un “nadie”, y que mi vida valga menos que la bala que nos está matando.