Evado Bogotá y soy selectiva con las noticias.
Caminé y así viví el paro. Esto vi y esto puedo decir desde la orilla de la prevención. Porque sí, tengo miedo, y también me pregunto por las posibilidades de la movilización social que nos expongan menos a ser susceptibles de todas las formas de violencia física y emocional.
He oído bocinas de camiones que suenan como sinfonías. Unas más entonadas que otras. Voces y sonidos de la clase trabajadora que invierte el tiempo -tiempo que vale dinero, que vale mercados- en exponer el tono, el color y la fuerza de su indignación. Y es que la indignación en una sociedad arribista como la nuestra suena a desprecio, a pérdida de compostura, en esta sociedad que ha guardado mucho la compostura y para la que la vergüenza es un escándalo y no un motivo de celebración.
En algunos lugares del país a los habitantes de calle les ofrecen ropa, comida, una ducha y dinero por montarse en un camión. El anzuelo tiene un precio: ir a echar piedra contra un banco, contra un supermercado, echar una piedra para que en el rebote se capitalice la ira ¿la ira de quién? ¿de quiénes?
En Bogotá hablo con amigos. Viejos amigos. “Es que este paro no tiene un líder”. Estoy convencida de que sí: “La líder de esta movilización es la indignación”. Mauricio Archila, académico que se ha dedicado a comprender la movilización social en un país en donde se le ha condenado de tantas formas, habló de cómo cada fibra de la movilización social está hecha de emociones políticas. Las emociones no son un lujo cortesano o una experiencia propia de la clase alta. La indignación es la expresión de una forma de rebeldía con respecto a la aspiración propia y las limitaciones impuestas por una estructura. No es caprichosa, es sentir la injusticia y la violencia en carne propia. Es carne, sudor, es la zanahoria que persigue el burro.
En carne propia. Es sentir que no se puede ir al río al que siempre se iba porque alguien ha privatizado el camino. Es tener que ser empleado de quien paga el jornal y quien, además, es el dueño de la tienda en la que uno está endeudado, es sentir vergüenza porque no se habla español pero si habla una lengua indígena cuando uno está becado en una universidad pública en Colombia. Es sentir vergüenza porque uno es empleado y no jefe.
Indignación es tener que bañarse con un agua de enferma la piel, cuando el cultivo del patrón se riega con agua potable. Es tener un romance con el hijo del patrón porque sí, porque no, y porque andar por la calle con una minifalda sin miedo a que “lo anden violando o manoseando por ahí” es más cómodo a que lo anden viendo a uno sólo o con alguien de menos poder -o carente de cualquier forma de poder en lo público. Eso me dijeron hace años en un barrio popular de la Comuna 8 de Medellín y si que lo entendí rápido.
La vergüenza es política. La indignación es política. La obstinación es profundamente política. La expectativa, aún más. El hartazgo y la avaricia rompen el saco. Esta impotencia no sólo hace que marche la clase trabajadora -ya bastante presionada por los impactos de la pandemia- sino también los restauranteros, hoteleros y empresarios que ven como sus economías construidas desde los privado se desmoronan. Es una emoción política que atraviesa a las diferentes clases sociales. Unas clases sociales que se gestaron y alimentaron de unas promesas que hoy más que nunca están en crisis. Confesé que no he marchado por miedo y porque creo que la movilización –en estas condiciones- alimenta a la misma estructura que le pone el anzuelo a los habitantes de calle para que cometan actos de vandalismo en nombre de un día feliz de comida, cama y ducha… Confesé que la indignación es una herramienta de trabajo que se pule con el tiempo hasta que un día está lista para ser usada.
Apoyo el paro sin temor. Aunque tiemblo cuando pregunto a mis amigos por expresiones de indignación que nos expongan menos a las múltiples formas en las que vive y permitimos que se multipliquen las violencias. De eso estoy segura. No necesitamos más. ¡B A S T A!