Toda mentira tiene como propósito ocultar una verdad. Y toda verdad incompleta es casi siempre una mentira. En la popular serie televisiva de los noventa, “The files X”, un miembro de una agencia de seguridad del gobierno gringo, apodado “Garganta profunda”, le dice a Fox Mulder, un agente del FBI especializado en casos paranormales, que la única manera de ocultar una mentira sin despertar sospechas es casi siempre “entre dos verdades”. En argumentación, por el contrario, una premisa falsa deja necesariamente como conclusión una falsedad. En este sentido, la verdad es lo de menos, pues lo importante es lo que se oculta. Esto lo vemos a diario en las declaraciones de Iván Duque y sus funcionarios ante una prensa que no cuestiona, y que les ha permitido construir, de lo que va del cuatrienio, un edificio de medias verdades, tan grande como una catedral, de promesas incumplidas, de un discurso que pareciera estar dirigido no a un país tercermundista, con un millón de problemas sociales por resolver, sino a Suiza, Dinamarca o Finlandia, que ya tienen casi todos sus problemas resueltos.
Para el ciudadano promedio, la impresión que recibe es la de un señor que vive en Narnia, o Macondo, donde casi nunca pasa nada, pero cuando algo extraordinario sucede, como la masacre de los trabajadores del banano en la plaza del pueblo, la voz oficial cierra fila en torno al acontecimiento para negarlo. Hace poco, en una entrevista que le concedió al diario El Espectador, Duque aseguró que él ha hecho más por la paz del país en lo que va de su gobierno que el presidente anterior. Lo dijo sin pestañear, sin que se le moviera un solo pelo de su tinturada cabellera platinada, como si los 235 miembros de la exguerrilla de las Farc acribillados a tiros desde que asumió el poder fueran solo un invento de la imaginación, como si los 904 líderes sociales masacrados desde que está en la Presidencia (las cifras son de la JEP) no tuvieran nada que ver con Colombia, como si los 82 muchachos muertos por protestar fuera un relato ficcional, una historia sacada de la febril imaginación de un guionista hollywoodense.
La celebrada sentencia hitleriana de repetir una mentira hasta convertirla en verdad, ha sido durante los tres últimos años una práctica deportiva de su gobierno. Miente el ministro de defensa Diego Molano cuando justifica el asesinato de jóvenes en Cali y otras ciudades del país a manos de la Policía, miente el comandante de la Policía cuando califica de vándalos a los chicos que conforman la llamada “primera línea”, miente el fiscal general de la Nación cuando minimiza las cifras de muertos y desaparecidos en las protestas, miente el mismo Duque cuando altera ostensiblemente el porcentaje de la inversión de su gobierno durante la peste, y mintió cuando afirmó que restauraría a San Andrés y Providencia, arrasadas por el huracán Iota en noviembre pasado, en cien días. Desde entonces, han transcurrido diez meses y los isleños siguen esperado la ayuda estatal y la reconstrucción de sus viviendas. El servicio de agua potable es intermitente; el de luz, precario. El 90 por ciento de los afectados duerme aún a la intemperie y la señora Sandra Gómez, esposa del abogánster Iván Cancino, directora de Findeter, ha sido cuestionada por los isleños por utilizar la imagen de viviendas reconstruidas por sus propietarios, endeudados con los bancos, y presentarlas ante la prensa nacional como si hubieran sido reconstruidas por Duque.
Ese oportunismo descorazonado, esa atribución desmedida del esfuerzo del otro, es apenas la punta de un malestar convertido en política gubernamental. Iván Duque no solo les ha mentido a los colombianos, una y otra vez, sino también a la comunidad internacional. No solo aseguró durante la campaña que lo llevó a la Casa de Nariño que bajaría los impuestos y aumentaría el empleo, sino que, una vez posesionado, hizo todo lo contrario: llevó a cabo dos reformas tributarias, afectando profundamente el bolsillo de la clase media trabajadora, desacelerando el crecimiento laboral y desatando la peor crisis social de la que se tenga noticias en las dos últimas décadas, creando así grandes focos de inconformismo en la población que terminaron en multitudinarias protestas nacionales.
Cuando Duque asegura que su gobierno ha aportado más a la paz de Colombia que lo hecho por Juan Manuel Santos, olvida la premisa de Álvaro Uribe Vélez de hacer trizas el proceso de paz llevado a cabo entre el Estado y las Farc. Olvida la guerra desatada de su mentor contra la JEP y las altas cortes. Olvida que él mismo echó para atrás el proceso de paz con el ELN y su inquina contra Venezuela y Cuba lo ha llevado a solicitarle a Washington que incluya a la nación bolivariana en la lista de países patrocinadores del terrorismo.
Pero más allá de sus mentiras reiterativas, de su odio enfermizo por el “castrochavismo” (no olviden que durante su intervención en la plenaria de las Naciones Unidas de 2019 mostró un dossier fotográfico falso de la presencia de la guerrilla en Venezuela), tiene la mala costumbre de autoentrevistarse en inglés para un medio de comunicación imaginario. Aquí no solo es importante las mentiras que suelta a través de cualquier micrófono que le pongan por delante, sino también el cinismo descarado que pedirle a Cuba por medio su canciller, una señora con parientes involucrados con el narcotráfico y condenados por el mismo delito, que respete el derecho a la protesta pacífica.