La victoria de los talibanes sorprendió a muchos. En solo diez días pasaron de una guerra de movimientos a una guerra de posiciones y terminaron por tomar la casi totalidad del país incluida su capital, Kabul. Solo la pequeña provincia de Panjshir, en el valle montañoso al norte de la capital del país, permanece aún en manos de milicias anti-talibán, comandadas por el vicepresidente Amrulla Saleh y del hijo del mítico líder, Ahmad Shah Masoud. Ese sorpresivo avance nadie lo esperaba. Las tropas afganas fueron equipadas durante estos últimos años con tecnología y equipamiento militar de punta. Además, esa superioridad no era solo cualitativa, sino también cuantitativa, ya que los cálculos más optimistas señalaban que los talibanes eran menos de 60.000 guerrilleros, en tanto, las tropas afganas tenían en sus filas a más de 300.000 hombres: una ventaja de cinco a uno.
Esa derrota de las tropas norteamericanas y europeas les recordó a muchos la toma de Saigón en 1975, cuando la guerrilla de Vietnam del Norte derrotó a las Fuerzas Militares de Vietnam del Sur apoyadas por Estados Unidos. Esta es sin duda una derrota política para Joseph Biden y para los demócratas. No obstante, es a la par tal vez la mayor victoria estratégica de Estados Unidos y la OTAN de lo que va del nuevo milenio. Los Estados Unidos no solo aceptaron esa derrota temporal, sino que, a su vez, precipitaron los acontecimientos. Eso explica porqué varias bases militares fueron prácticamente abandonadas para que los talibanes las tomaran, antes de que hubiese un plan de entrega ordenado hacia las tropas afganas. Cientos de camiones, carros de combate, equipos de artillería, cientos de miles de fusiles y ametralladoras y en general, equipo de última tecnología fue entregado a los Talibanes sin combate alguno. A pesar de la superioridad aérea estadounidense, no se hizo uso de ésta para mantener a raya a los yihadistas cuando iniciaron su ofensiva estratégica. Bastaba usar algunos drones y los bombarderos B-52 para ahuyentar a los insurgentes de los centros poblados y bases militares asediadas. Para ese propósito, la geografía del país, mayoritariamente desértica ayudaba a compensar mediante la Fuerza Aérea las desventajas que esa misma orografía le da en tierra a la infantería asediada.
La razón de que ese apoyo nuca llegara, ni las bases militares fueran entregadas de manera ordenada a las tropas locales, se explica más en términos de la geopolítica que de la táctica o capacidad militar. Para entenderlo, hay que partir de que en la última década el oponente de Estados Unidos y sus aliados ha dejado de ser “el terrorismo”, como lo definió Bush tras los ataques del 11/09 y se ha vuelto al clásico realismo en el manejo de la política exterior donde el rival, es una vez más, son los Estados. Atrás ha quedado la doctrina de la guerra asimétrica como principal objetivo de la política exterior, surgida tras el fin de la Guerra Fría y consolidada después del 2001. El resurgimiento del poderío militar ruso, la emergencia de Irán e India como potencias regionales y, sobre todo, la emergencia de China como poder global, llevan a que Estados Unidos, una vez más, centre su doctrina militar en la contención de Estados y no de movimientos armados irregulares.
Para esa “misionalidad” de la política exterior y de la doctrina militar Afganistán no es prioritario. Al contrario, con una inversión diaria de más de sesenta millones de dólares, Afganistán se había convertido en un barril sin fondo y un desgaste para el sector defensa de Estados Unidos y sus aliados. Un país donde era más lo que se gastaba que el provecho económico a obtener. Luego de dos décadas, quedó claro que el país no tenía petróleo ni grandes recursos económicos que justificasen la presencia allí. Hay metales raros y minería, pero con una guerra de guerrillas continua era imposible extraerlos. Igualmente, la utilidad de tener bases aéreas cerca de la frontera rusa y china no era estratégica, pues con las bases en Paquistán, Azerbaiyán y los países del Golfo bastaba. Por ello, las desventajas de una presencia directa en suelo afgano eran mayores que las ventajas a obtener.
Por otra parte, el triunfo del movimiento ultraconservador Talibán en Afganistán da impulso a movimientos islamistas en regiones conflictivas de los países rivales de la OTAN: a los Uigures en China, a los yihadistas de Daguestán y Chechenia en Rusia, y a los islamistas de Cachemira en la India. Son justo los tres poderes que la OTAN necesita mantener a raya. Nada más oportuno que el triunfo de un movimiento islamista en las fronteras de Rusia, China e India en un momento en que la Organización de Cooperación de Shanghái, que agrupa a esos tres Estados, se ha planteado la posibilidad de avanzar en temas de cooperación militar. La victoria de los islamistas le quita una carga a la OTAN y se la traspasa al Grupo de Shanghái cuyos países ahora tendrán que enfrentar una eventual escalada yihadista dentro de sus fronteras.
Sumado a lo anterior, nada mejor para la OTAN que crear tensiones entre sunitas pastunes de Afganistán a los cuales pertenecen los talibanes, con la población chiita del mismo país. Eso genera tensión directa entre el Gobierno talibán y el Gobierno de Irán, o mejor aún, revive las tensiones que existieron antes de 2001. Ello llevará a que Irán centre gran parte de sus energías sobre su porosa frontera oriental, para lo cual requerirá mover tropas de Siria e Irak, que actualmente se enfrentan a los intereses de Occidente en la región.
Esos movimientos no solo se darán por los lados de Irán. También Rusia deberá movilizar recursos militares para proteger a Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán, tres de sus aliados de la Comunidad de Estados Independientes que comparten frontera con Afganistán y quedan a merced del extremismo. Eso significará que Rusia tendrá menos posibilidades de seguir cooperando con el gobierno sirio, o tendrá que debilitar su presencia militar en las fronteras con los países de la OTAN en Europa.
En cuanto a China, posiblemente resurja el movimiento islamista en Xining, lo quellevará al gigante asiático a centrar su atención en las despobladas provincias occidentales y con ello disminuya la idea de recuperar a Taiwán en corto plazo por la vía militar. La necesidad de China será solucionar los problemas que surjan en su frontera occidental. Lo cierto es que el “islamismo radical” nunca ha sido en el fondo una real preocupación para Occidente como tampoco lo han sido los derechos humanos o la democracia. Es sabido que Arabia Saudita, Catar, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Kuwait y los Estados del Golfo Pérsico han sido sus mejores aliados en los últimos treinta años. El hecho de ser países gobernados por monarquías absolutistas, donde los derechos humanos no han sido reconocidos y donde las mujeres son tratadas de manera muy similar a como lo hacen los talibanes en Afganistán, no ha sido impedimento para mantener estupendas relaciones. Hoy por hoy, las monarquías del Golfo Pérsico se mantienen en el poder gracias al apoyo político y militar que le brinda Estados Unidos.
Como en una partida de ajedrez, para un Boris Spassky hay un Bobby Fischer. En la geopolítica mundial Rusia y China manejan su política exterior de manera muy profesional. Sus diplomáticos no suelen ser políticos nombrados por dedocracia para evitar ser encarcelados en sus países -como ocurriría en Colombia- sino funcionarios de carrera que entienden muy bien el juego del poder global. Por eso han querido adelantarse en el tablero y mover sus fichas de manera estratégica. Para ello, nada mejor que hacer alianzas con quien, de lo contrario, sería su futuro enemigo. Esto explica las conversaciones que han sostenido con el Talibán. Conversaciones que no tienen un interés minero-energético inmediato puesto que estos recursos existen en suelo ruso y chino en abundancia. China y Rusia se mueven más por el lado de la seguridad: hacerle moñona a la OTAN y que el tiro les salga por la culata.