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¿Por qué hay tan pocos anarquistas en la academia?

Quizá en unos años las universidades estén a rebosar de anarquistas, pero no albergo grandes esperanzas. Parece que el marxismo tiene una afinidad con la universidad que el anarquismo nunca tendrá.

Louise Michel

Louise Michel, la Virgen Roja de la Comuna. Imagen del portal Regeneración

Por David Graeber *

Ésta es una cuestión pertinente ya que hoy en día el anarquismo como filosofía política está en apogeo. Los movimientos anarquistas o inspirados en el anarquismo crecen por todas partes; los principios anarquistas tradicionales —autonomía, asociación voluntaria, autoorganización, ayuda mutua, democracia directa— se pueden encontrar tanto en las bases organizativas del movimiento de la globalización como en una gran variedad de movimientos radicales en cualquier parte del mundo. Los revolucionarios de México, Argentina, India y otros lugares han ido abandonando cada vez más los discursos que abogaban por la toma del poder y han empezado a formular ideas diferentes acerca de qué podría significar una revolución. Es cierto que la mayoría utiliza todavía con timidez la palabra «anarquista», pero como ha señalado recientemente Barbara Epstein, el anarquismo ya ha ocupado sobradamente el lugar que el marxismo tenía en los movimientos sociales de los años sesenta. Incluso aquellos que no se consideran a sí mismos anarquistas se ven abocados a definirse en relación a éste e inspirarse en sus ideas.

Sin embargo, esto apenas se refleja en las universidades. La mayoría de académicos suele tener una idea muy vaga sobre qué es el anarquismo, o lo rechazan sirviéndose de los estereotipos más burdos. («¡Organización anarquista! ¿Acaso no constituye eso un contrasentido?») En los EE.UU. hay miles de académicos marxistas de una escuela u otra, pero apenas una docena de profesores dispuestos a autodenominarse anarquistas.

¿Se trata de una cuestión de tiempo? Es posible. Quizá en unos años las universidades estén a rebosar de anarquistas, pero no albergo grandes esperanzas. Parece que el marxismo tiene una afinidad con la universidad que el anarquismo nunca tendrá. Después de todo, se trata del único gran movimiento social inventado por un académico, aunque luego se convirtiera en un movimiento que perseguía la unión de la clase obrera. La mayoría de los ensayos sobre la historia del anarquismo afirman que sus orígenes fueron similares a los del marxismo: el anarquismo se presenta como una creación de ciertos pensadores decimonónicos —Proudhon, Bakunin, Kropotkin, etc.—, fuente de inspiración de organizaciones obreras, que se vería envuelto en luchas políticas, dividido en corrientes… El anarquismo, en los relatos más comunes, se suele presentar como el pariente pobre del marxismo, teóricamente un poco cojo, el cual se ve compensado, sin embargo, en el plano ideológico por su pasión y sinceridad. Pero de hecho, la analogía es forzada, en el mejor de los casos. 

Los «padres fundadores» decimonónicos nunca creyeron haber inventado nada particularmente nuevo. Los principios básicos del anarquismo —autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua— se refieren a formas de comportamiento humano que se consideraba habían formado parte de la humanidad desde sus inicios. Lo mismo se puede decir de su rechazo del Estado y de todas las formas de violencia estructural, desigualdad o dominio (anarquismo quiere decir, literalmente, «sin gobernantes»), y también del reconocimiento de que todas estas formas se relacionan y refuerzan hasta cierto punto entre sí. Estas ideas nunca se presentaron como el germen de una nueva doctrina. Y de hecho, no lo eran: se puede encontrar constancia de gente que defendió semejantes argumentos a lo largo de la historia, a pesar de que todo apunta a que, en casi todo momento y lugar, estas opiniones raramente se expresaban por escrito. Nos referimos, por lo tanto, menos a un cuerpo teórico que a una actitud o incluso podríamos decir una fe: el rechazo de cierto tipo de relaciones sociales, la confianza en que otras serán mucho mejores para construir una sociedad habitable, la creencia de que tal sociedad podría realmente existir.

Si además se comparan las escuelas históricas del marxismo y el anarquismo, se observa que se trata de proyectos fundamentalmente diferentes. Las escuelas marxistas poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, althusserianos… (Nótese que la lista está encabezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta llegar a los profesores franceses). Pierre Bourdieu señaló en una ocasión que si el mundo académico fuese como un juego en que los expertos luchan por el poder, uno sabría que ha vencido cuando esos mismos expertos empiecen a preguntarse cómo crear un adjetivo a partir de su nombre. Es precisamente para preservar la posibilidad de ganar este juego que los intelectuales insisten en continuar usando en sus discusiones teorías de la historia del tipo «Gran Hombre», de las que sin duda se mofarían en cualquier otro contexto. 

Las ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones interminables y de discusiones en las que participan cientos de personas, sino como el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer. Tampoco se trata de que la política marxista se haya organizado como una disciplina académica o de que se haya convertido en un modelo para medir, cada vez más, el grado de radicalidad de los intelectuales. En realidad, ambos procesos se han desarrollado en paralelo. Desde la perspectiva de la academia, esto ha producido resultados satisfactorios —el sentimiento de que debe existir algún principio moral, de que las preocupaciones académicas deben ser relevantes para la vida de la gente—, pero también desastrosos: han convertido gran parte del debate intelectual en una parodia de la política sectaria, en la que todos se esfuerzan por caricaturizar los argumentos del otro no solo para mostrar lo erróneos que son, sino sobre todo lo malévolos y peligrosos que pueden llegar a ser. Y todo ello cuando las discusiones que se plantean se sirven de un lenguaje tan hermético que solo quienes se hayan podido permitir siete años de estudios superiores podrán tener acceso a ellas.

Consideremos ahora las diferentes escuelas del anarquismo. Hay anarcosindicalistas, anarcocomunistas, insurreccionalistas, cooperativistas, individualistas, plataformistas… Ninguna le debe su nombre a un Gran Pensador; por el contrario, todas reciben su nombre de algún tipo de práctica o, más a menudo, de un principio organizacional. (Significativamente, las corrientes marxistas que no reciben su nombre de pensadores, como la autonomía o el comunismo consejista, son las más próximas al anarquismo). A los anarquistas les gusta destacar por su práctica y por cómo se organizan para llevarla a cabo y, de hecho, han consagrado la mayor parte de su tiempo a pensar y discutir precisamente eso. Los anarquistas jamás se han interesado demasiado por las cuestiones estratégicas y filosóficas que han preocupado históricamente a los marxistas. Así los anarquistas consideran que cuestiones como «¿son los campesinos una clase potencialmente revolucionaria?» es algo que deben decidir los propios campesinos. ¿Cuál es la naturaleza de la forma mercancía? En lugar de ello, discuten sobre cuál es la forma verdaderamente democrática de organizar una asamblea y en qué momento la organización deja de ser enriquecedora y coarta la libertad individual. O sobre qué ética debe prevalecer en la oposición al poder: ¿qué es acción directa?, ¿es necesario (o correcto) condenar públicamente a alguien que asesina a un jefe de Estado?, ¿o puede ser considerado el asesinato un acto moral, especialmente cuando evita algo terrible, como una guerra?, ¿cuándo es correcto apedrear una ventana?

En resumen:

1. El marxismo ha tendido a ser un discurso teórico o analítico sobre la estrategia revolucionaria.

2. El anarquismo ha tendido a ser un discurso ético sobre la práctica revolucionaria.

Obviamente, todo lo que he dicho hasta ahora no deja de ser un poco caricaturesco (ha habido grupos anarquistas muy sectarios y muchos marxistas libertarios, partidarios de la práctica, incluyéndome posiblemente a mí). De todas formas, tal y como he señalado, esto implica una gran complementariedad potencial entre ambos. Y de hecho, la ha habido: Mijaíl Bakunin, aparte de discutir con Marx sobre cuestiones de índole práctico en incontables ocasiones, también tradujo personalmente El Capital al ruso. Pero, además, facilita la comprensión de por qué hay tan pocos anarquistas en la academia. No se trata simplemente de que el anarquismo no emplee una teoría elevada, sino que sus preocupaciones se circunscriben sobre todo a las formas de práctica; insiste, antes que nada, en que los medios deben ser acordes con los fines; no se puede generar libertad a través de medios autoritarios. De hecho, y en la medida de lo posible, uno debe anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y compañeros. Esto no encaja demasiado bien con trabajar en la universidad, quizá la única institución occidental, además de la iglesia católica y de la monarquía británica, que ha permanecido inalterable desde la Edad Media, promoviendo debates intelectuales en hoteles de lujo y pretendiendo incluso que todo ello fomenta la revolución. Al menos, cabe esperar que un profesor abiertamente anarquista cuestione cómo funcionan las universidades —no me refiero aquí a solicitar un departamento de estudios anarquistas— y eso, por supuesto, le iba a traer muchas más complicaciones que cualquier cosa que jamás pudiera escribir.

Artículo publicado en el portal de El Viejo Topo

* David Graeber (Nueva York, 12 de febrero de 1961 – Venecia, 2 de septiembre de 2020). Doctor en Antropología por la Universidad de Chicago y, desde 2007, profesor en el departamento de antropología del Goldsmiths College de Londres.

Se consideraba un anarquista, pero no veía el anarquismo como una identidad excluyente. Con un largo historial de activismo y compromiso político, David Graeber fue uno de los líderes intelectuales del movimiento Occupy Wall Street.

El Viejo Topo es una revista cultural y política española, editada entre 1976 y 1982 y desde diciembre de 1993 a la fecha. En su primera etapa fue un intento de gentes jóvenes que intentaron aprovechar el vacío que se produjo en vigilias de la muerte de Franco y que duró hasta la instauración de la democracia parlamentaria.

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