Hacia la izquierda se alzaba, verde e imponente, la cordillera oriental guiándonos sin recelo y con su abrupta extensión hacia el sur. A la derecha, serena y firme, la cordillera central, la dueña de los nevados del Ruíz y del Huila. Ambas se veían una frente a la otra como dos matronas designadas para preservar el milagro de la vida, pero conforme avanzaban los kilómetros hacia el entonces desconocido destino, y en un efecto visual paradigmático, las dos cordilleras se unían por momentos hasta formar una sola, conservando su independencia, pero manteniendo su origen uniforme, escabroso y certero: el Macizo colombiano.
A lo lejos se divisaba un azul puro en medio del contingente de montañas, un océano tan pequeño del tamaño de un oasis, pero tan grande ante nuestros ojos. Era la represa del Quimbo con sus aguas calmas y profundas y su poderoso silencio, imperturbable entre el viento. Tal espectáculo, como se acostumbra en esta parte del mundo, no está exento de su escondida desgracia. Esa represa, la del Quimbo, constituyó una verdadera hecatombe para las comunidades circundantes las cuales fueron desplazadas y sus territorios deteriorados. La represa, así como muchos otros proyectos de esa índole, debía llevarse a cabo sin importar el cuánto y el cómo, y a veces ni siquiera el costo ni el por qué. Hoy ese inmenso azul puede ser una referencia a las lágrimas derramadas por los habitantes de esta región de la patria.
Una patria exuberante a los sentidos, pero empapada de consternación. Cada paraje, cada vereda, cada geografía tiene su marca inconfundible de esa violencia encarnizada, a veces abstracta y por siempre dolorosa que ha dejado el conflicto colombiano –contemporáneo- y sus vicisitudes en algo más de medio siglo. Una masacre ocurrió ahí, una toma ocurrió del otro lado, un bombardeo más allá. Una tragedia nos aconteció, y de esa forma, entre la contrariedad de pensamientos y situaciones, entre el paraíso y el infierno coexistiendo, nos adentrábamos más por el suroriente del departamento del Huila entre horizontes de ganadería extensiva que se perdían a la vista. Cultivos de arroz, plantaciones de piña, cafetales y caña, entre las fuertes lluvias y sus posteriores arcoíris, así llegamos al corregimiento de San Adolfo, municipio de Acevedo, Huila; un pueblo donde se respira una paz surrealista al estar en medio de las más verdes montañas, una paz inspiradora, pero que no siempre fue así.
Corría el 2 de septiembre del año 2001 cuando cerca de 90 insurgentes de los Frentes Timanco y 49 del Bloque Sur de las antiguas FARC-EP irrumpieron en San Adolfo y atacaron a la Estación de Policía del corregimiento. El combate duró aproximadamente dos horas con el agravante de que, según como lo reconocieron los propios ex guerrilleros, hubo fallas en la inteligencia previa al ataque ya que no se determinó la existencia de túneles al interior de la Estación, lo que agravó enormemente el impacto de la incursión ya que, al resguardarse los uniformados en estos túneles y, debido al uso de pólvora, llantas quemadas y demás implementos utilizados en el ataque hacia la Estación de Policía, se generó un efecto de acumulación de gases de estos implementos los cuales, al concentrase en los túneles, provocaron crisis de asfixia e intoxicación en los policías.
Sin embargo, los ex combatientes de las FARC-EP y hoy firmantes del Acuerdo y comparecientes ante la Justicia Especial para la Paz (JEP) afirman que no hubo uso alguno de armas químicas o similares como gases letales o cianuro ya que, según sus declaraciones, la antigua insurgencia no contaba con la capacidad económica para la adquisición de estos elementos ni la capacidad logística para adecuar laboratorios en medio de la selva para la fabricación de armas químicas. Empero lo anterior, el saldo de la fatídica toma de septiembre del 2001 dejó como resultado el homicidio de cuatro integrantes de la Policía Nacional y de nuevo –esta era la segunda toma que el grupo guerrillero hacía en el corregimiento, la primera aconteció en el año 1987- San Adolfo se sumía en las tinieblas propias que la guerra deja a su paso, profiriendo en el cuerpo, mente y alma de sus habitantes unas cicatrices tan profundas como los abismos de las montañas más altas de las cordilleras. El ataque guerrillero dejó afectadas además varias edificaciones del pueblo como la biblioteca, la iglesia, el supermercado y algunas viviendas.
Muchas otras tragedias acontecieron en medio de las décadas siguientes: se institucionalizó la guerra sucia, se recrudeció y se degradó el conflicto a tal punto de configurarse en un sinsentido y en una espiral sin salida de miles de asesinados, desplazados, mutilados, exiliados, trastornados, prisioneros, ultrajados y demás tétricas y desgarradoras historias las cuales, según los reportes oficiales, corresponden a 9 millones de víctimas, pero que en realidad se trata de un conflicto que trastocó las fibras y los espíritus de cada colombiano y colombiana. Pero no todo ha sido malo y del mismo dolor germinan las semillas de esa noción tan abstracta, por momentos utópica pero siempre tan anhelada y perseguida: aquello que llamamos la paz, la paz entre colombianos.
Surgió el acuerdo de paz entre el Estado colombiano y la antigua guerrilla de las FARC –EP, un acuerdo imperfecto, torpedeado y atacado pero que con todo ello ha salvado vidas de policías, soldados, campesino, guerrilleros y muchas personas más, lo cual hace del acuerdo uno de los pasos más decididos que se han dado en la dirección correcta, aunque el camino aún sea largo y escabroso.
Es bajo el marco de este acuerdo de paz que, veinte años después, los ex integrantes de las FARC, hoy devenidos en partido político, volvieron a San Adolfo en un acto difícil pero necesario de reconocer sus responsabilidades en el contexto del conflicto frente a sus víctimas; un acto importante en la confección de algo tan frágil pero poderoso a la vez: la reconciliación entre hijos e hijas de la misma patria. Es este punto quizá en el que mayor hincapié quiero hacer en estas líneas en lugar de retratar los pormenores ceremoniales y logísticos del evento. Es difícil intentar describir con palabras lo que genera el ser testigo de la estrechez de manos entre un ex guerrillero y un policía, entre un ex guerrillero y una víctima; describir con palabras la asombrosa grandeza del espíritu humano para pedir y ofrecer perdón.
Caminando por las calles de San Adolfo, en medio de coloridas y fértiles montañas que irradiaban el aire más puro, me topé con ex combatientes que habían cambiado el fusil por una brocha o una pala, mientras reformaban y embellecían las fachadas de varias casas, el colegio y de la iglesia del pueblo, un acto que puede parecer insignificante pero que de ello no tiene lo más mínimo. Al lado de ellos los acompañaban representantes de víctimas –me sorprendió la sonrisa en sus rostros-; personas de la comunidad se afanaban en ofrecer gaseosa y pan tanto a unos como a otros y los niños y niñas se asomaban con sus inocentes ojos llenos de curiosidad a inspeccionar las grandes cámaras y los trípodes. Él es el rey de las cámaras, le confesé jocosamente a un niño quien con atención analizaba a mi compañero que corría de un lado a otro cargado de equipos, quizá nunca antes vistos por los niños del corregimiento. El asombro del pequeño lo decía todo; mientras tanto, un colectivo de jóvenes artistas junto a varios ex combatientes diagramaban increíbles y coloridos murales. En la Estación de Policía reinaba la calma bajo el abrigador sol del Huila… ¿será esto lo que llamamos paz?
Conversé con muchos de ellos, todos campesinos y campesinas, y es en este punto donde para mí, muy en lo profundo de mis convicciones, el victimario es también una víctima, es aquí donde me embarga la tristeza de saber que los últimos cincuenta años de guerra en Colombia han sido entre campesinos y campesinas: el soldado raso, la guerrillerada, el policía, los civiles e incluso los altos mandos de los diferentes grupos en disputa tuvieron y tienen extracción campesina, fue la guerra campesina la que se desarrolló en el país.
En medio de las esporádicas entrevistas y la filmación de los murales, se nos acercó un campesino quien dirigía a su caballo y carreta con la experticia y serenidad que solo dan los años, sin titubeos y muy decidido nos manifestó con efervescencia lo que para él significaba la paz: vías de acceso, oportunidades laborales, salud y educación dignas, vivienda, cultura y empleo para la juventud, en resumen, las mismas causas que originaron el conflicto armado hace ya tantas décadas y en montañas no muy lejanas de donde ahora nos encontrábamos escuchando con atención al espontáneo narrador.
La paz en Colombia es posible, esa debe ser la consigna para persistir y no desistir desde cualquier ámbito en que el lector de estas líneas se encuentre, ya sea desde el arte, la academia, la política, el deporte, la ciencia, la religión, el trabajo arduo en la ciudad, el campo, fuera de la patria, en fin, cada grano de arena cuenta. La tarea es titánica, estamos asistiendo a un genocidio a cuentagotas: al menos 1.120 líderes y lideresas sociales, así como 280 ex combatientes y firmantes de la paz han sido asesinados desde la firma del acuerdo de paz. Una cifra aterradora y absolutamente inaceptable en cualquier país que se catalogue como democrático.
El evento se desarrolló con normalidad: la lectura de reconocimiento de responsabilidades por parte de los ex combatientes de las FARC –EP, las palabras de los representantes de las víctimas, la firma de un pacto por la convivencia… “hoy podemos decir que vemos a los ex integrantes de FARC y no sentimos miedo” eran las palabras con las que empezaba su intervención el cura del pueblo. Mientras tanto, mi compañero equipado con mil y un implementos hacía sobrevolar un dron ante la atónita mirada de los niños y niñas y la sonrisa de sus rostros, a lo lejos los muchachos que pintaron increíbles murales descansaban y se mostraban orgullosos de su impecable trabajo -jóvenes que en sus manos tienen aerosoles y pintura y no las armas que a muchos colombianos, por esos vaivenes de un conflicto que dejó heridas a todos y todas, les tocó empuñar-; uno que otro tímido improperio –aunque paradójicamente con respeto- proferían algunos habitantes de la comunidad. Me llamó la atención igualmente un señor que, rabioso y estresado, caminaba entre los asistentes y participantes del acto que se llevaba a cabo en la plaza del pueblo, estaba zigzagueando de tal forma que era visible ante todos, parecía que quería sabotear el evento, pero nunca lo hizo, se alejaba y volvía y con la mirada al piso decía cosas con evidente furia, pero solo se las decía para él mismo, ¿cuál será su historia?, me preguntaba yo en silencio. La de él debe ser una de las tantas historias que se entretejen entre la cordillera oriental y la cordillera central, entre el mar y el desierto, entre el páramo y el valle, entre la espesa selva y el llano. Las heridas son enormes, pero son aún más enormes los deseos de paz de quienes vivieron en carne propia los rigores y desgracias de la guerra, sin importar el bando, la condición social o de cualquier otra índole. Hay que soñar con la paz de Colombia porque muchas veces, los sueños se vuelven realidad.