Esto de migrar, cuando es una decisión motivada por el deseo y no por el miedo al hambre, la persecución o la intolerancia, se va manifestando como un proceso inconstante. Quieres pisar firme pero no puedes. Vas dando pasos sobre un suelo gelatinoso y resbaladizo y continuamente te preguntas si la próxima salida será la más segura o, por lo menos, la más estable. Pero por más años que pasen, siempre tendrás esa sensación de incertidumbre. Algo dentro de ti se ha desintegrado en tantísimos pedacitos que ya no sabes muy bien a qué agarrarte, es como si te hubieras desprendido de tu esencia más profunda y se la hubieras regalado sin ninguna garantía a esa cosa inasible llamada “migración”.
Hay etapas en las que te sientes muy capaz de mantener activa tu atención en dos frentes: el país que te vio nacer y el país que has elegido para vivir. Lees muchas noticias de allá y también tienes tiempo para enterarte de las de acá. Discutes con tus amigos sobre la actualidad de aquí y el día a día de allí. Le sigues la pista a aquellos personajes públicos claves en cada dimensión de tu multiuniverso y te sientes como una estrella pululante en las dos orillas de ese océano imaginario que pisas con cada uno de tus pies. Eres un ser dotado con la capacidad de comprender los dos mundos que te componen y has llegado a convencerte de tu omnipresencia.
A medida que pasan los años resulta más difícil mantener el equilibrio para aguantar la tensión de la dualidad. Tienes que estirar mucho las piernas para que cada pie siga firme en tus dos orillas, pero llega un momento en que debes tomar una decisión, esa que marcará definitivamente la distancia con alguno de tus mundos. Generalmente resulta más práctico anclar la mente y el cuerpo en el mismo país en el que te levantas cada día para trabajar, pero también hay quienes se resisten y mantienen su cabeza en otra geografía. Los ves contando las horas de diferencia para enviar mensajes que no interrumpan el sueño de sus interlocutores e intuyes que no duermen porque sus circunstancias actuales les exigen estar despiertos, pero no quieren perder un minuto en el reloj de su país de origen. Saben calcular el cambio de su moneda porque están al día en las fluctuaciones y no pierden detalle a los titulares que más les inquietan: los que vienen de allá.
Su preocupación se rige por el volumen de seres queridos que han dejado lejos, pero sobre todo porque han decidido que no viven aquí. No están aquí. Y contrario a lo que pudiera pensarse, su motor no es la nostalgia sino la certeza de que transitan un episodio con fecha de cierre. Pero, ¿quién o cómo determina el desenlace de ese periplo migratorio que se ha alargado tantos años? Tú mismo decidiste en qué momento comenzarlo, pero el día en que definas su culminación, ¿serás capaz de volver? Te lo preguntas como si estuvieras fuera de tu cuerpo y enfrentaras a los fantasmas de los dos mundos que te habitan. Construyes y deconstruyes relaciones confiando en tu capacidad de adaptación, pero eres consciente de que algo muy dentro de ti se ha roto y no sabes si vale la pena recomponerlo. Solo tienes claro que ni siquiera un pasaporte es capaz de definirte. Esto de migrar ha sabido desdibujarte.