Hace 20 años, la Imprenta Nacional de Colombia publicó la novela La guerra sigue llorando afuera, cuyo telón de fondo es el levantamiento en armas de un grupo de colombianos en contra de su gobierno y que por la fuerza de sus propias contradicciones terminó firmando un acuerdo de paz en 1991. Los personajes de la novela existen, o existieron en la realidad, o son trasmutaciones de lo que representaron, como en toda literatura de ficción. Empecé a escribirla en el mismo campamento de Villaclaret, un pueblo montañoso de Pueblo Rico, en el departamento de Risaralda, donde se ubicó uno de los campamentos de paz y donde se quemaron los últimos cartuchos de la subversión disparando a las piedras y los árboles para no dejarle una sola bala al gobierno y entregarle los fusiles sin munición alguna.
Con uno de los combatientes que llegó a última hora al sitio de concentración nos dedicamos a hablar largamente. Tenía la mitad de su cuerpo muerto como consecuencia de las distintas trayectorias que siguieron los proyectiles que le dispararon en la nuca antes de tirarlo al río. El ojo izquierdo quedó abierto para siempre, el labio caído, el brazo insensible, los dedos muertos y un corazón debatiéndose constantemente entre la vida y la muerte, la ilusión y el infierno.
Desde el principio tuve conciencia que sería el protagonista de la novela. Trabajé desde entonces en la redacción y terminé de escribirla a principios del año 2000, fecha en que el Gobierno colombiano daba por terminados unos diálogos de paz con las FARC en el Caguán y que habían representado el gran sueño de paz de los colombianos.
Fue entonces cuando empecé a pensar en el título. En eso llevaba meses. Con cuidado releí el final del libro y me di cuenta de que, después del acuerdo de paz firmado en San Vicente (léase Villaclaret), muchas personas vinculadas al grupo subversivo que realizaban trabajos en el exterior o estaban exiliadas, hicieron sus maletas para regresar a una Colombia en paz. Eso era lo que creían. Cuando el avión en que llegaban entró a territorio nacional, uno de los ya excombatientes se asomó por la ventana y vio la humareda de los disparos de un combate armado entre otra organización alzada en armas y el gobierno de siempre. Entonces miró a su compañera de asiento y le dijo: la guerra sigue llorando afuera.
Esa noche, mientras seguía pensando en el título de la novela, me quedé dormido. Y fue allí, en el sueño, donde escuché a alguien decir que la guerra seguía llorando afuera. Por la mañana, no solo decidí que así se llamaría, sino que puse la frase en boca del hombre que miró desde la ventana del avión la fuerza de los combates y comprendió que aquel armisticio que su grupo había firmado en realidad no representaba algo fundamental y no pasaría de ser una metáfora más de la sangrienta guerra nacional.
Hoy, 30 años después de la firma del acuerdo y 20 de la publicación de la novela, (los mismos años que vivo con mi familia en España), al menos el 80 por ciento de aquellos que firmaron ese pacto han sido asesinados por el régimen, como sucedió con integrantes de acuerdos anteriores. Esa novela, que pretendía hacer un relato de las crueldades de la guerra para evitar la degradación de la violencia, al contrario, ha sido testigo de una especie de “solución final”, donde los dueños del poder no encontraron ni antes ni después, un medio de dominación distinto a la aniquilación total del enemigo.
Una tarde, cuando ya estaba en Madrid, vino una amiga de Colombia y me trajo un ejemplar de la novela ya publicada. No tuve con quien celebrarlo y me fui a tomar un whisky en el primer bar que encontré. Junto al libro, me trajo un periódico en el que se hablaba del recrudecimiento de la violencia y la posible llegada al poder de las mafias más poderosas del país que pretendían acabar con las guerrillas de un solo gatillazo, pero sin enfrentarse a ellas, sino matando a la población que las sostenía y a las sospechosas de serlo: tierra arrasada, censo alimentario, contabilización y control de los habitantes, asesinatos públicos para escarmiento, amputación de miembros con sierras, castraciones y un largo rosario de crímenes, incluidos asesinatos de jóvenes inocentes para mostrarlos como guerrilleros, dar la sensación de victoria y justificar los millones de dólares que desembolsaban los Estados Unidos de América para “acabar con el narcotráfico”, crímenes que en realidad ocurrieron en la primera década de este siglo.
Fue entonces cuando se me ocurrió escribir mi segunda novela, Memorias de una silla vacía, que después de 10 años de haberla terminado, sigue engavetada por mis vacilaciones estilísticas literarias más que por otras cosas.
La doctora Myriam Jiménez Queguan dirigió una tesis de los alumnos de la Universidad de Nariño, David Quenorán Gómez y Camilo Prado, para obtener el título de Maestría en didáctica de la lengua y la literatura españolas, basada en La guerra sigue llorando afuera, y cuyos resultados fueron propuestos como cátedra de paz. La tesis se llama Educar para la paz, porque la guerra sigue llorando afuera, y hace un análisis de los comportamientos e ideales de los personajes, diferenciando a aquellos que son útiles para la paz con los que apuestan por lo contrario, además de hacer un análisis general de la literatura de la violencia desde las particularidades del libro al conjunto de la violencia humana.
El estudio “entiende a la paz como una vivencia que hace parte de las relaciones y condición social, como ‘un arma contra las (…) condiciones basadas en la desigualdad, exclusión y violencia’ que requiere de propuestas que apunten a generar cambios para la solución política y pacífica de los conflictos, por que es necesario comprender la historia y el arte en un contexto determinado”, se lee al principio del primer capítulo.
“Se considera a la educación para la paz como una meta que, aquí se refiere esencialmente al texto literario, es posible lograr el reconocimiento del contexto, el respeto hacia el otro y la vivencia de los derechos humanos; también educar es crear conciencia crítica; por eso, La guerra sigue llorando afuera revela, en el marco de un conflicto histórico y social, que lograr la paz puede ser un proceso lento y complejo, porque influye una serie de factores sociales que se deben enfrentar y reconocer para transformar la realidad de una nación, y qué mejor que contar con la juventud, quien tiene el potencial para producir cambios cualitativos desde la educación”, es uno de los objetivos de este estudio.
No ha sido posible este sueño, el de llevar a clase las experiencias noveladas de nuestros desvelos y la inclusión de la literatura en lo académico para sembrar hechos de paz desde las aulas. Entiendo que sus gestores se cansaron de golpear puertas y todo ha quedado ahí, sin más, con una novela deambulando en busca de que alguien haga realidad la ficción de sus páginas con la misma fuerza que la realidad quiere convertirse en ficción.
No está por demás insistir en la publicación de esta cartilla para la paz, pues de ella hacen parte interesantes talleres y prácticas literarias encaminas exclusivamente a producir espacios donde la tranquilidad, la viabilidad de los proyectos sociales y el desarrollo de una visión de la vida basada en la paz y la justicia social son posibles.
Sí, la concordia habría sido posible si los acuerdos de paz de La Habana se hubieran aplicado en su totalidad. Era un sueño. Yo quería regresar a Colombia después de 20 años y al mirar por la ventana del avión encontrarme con esas selvas, esas llanuras y esos pueblos sanos y salvos, respirando una vida renovada y no esa “solución final” que la dictadura de Uribe quiere imponer para siempre asesinando impunemente a quienes se oponen a su ideario.