Cada uno de nosotros es una novela, y de las mejores de las más de siete mil millones que deambulan por el mundo en busca de autor. El 99.9 por ciento de esas magníficas sagas no se escribirán, sencillamente porque el mecanismo de escribir novelas no está al alcance de esas grandes mayorías. El método de la autoficción apenas se dio a conocer a mediados de los setenta del siglo pasado, una técnica literaria que permite utilizar nuestras experiencias e intimidades para escribir una historia de raíces autobiográficas, pero sin la responsabilidad de utilizar nombres propios, lugares, fechas y vivencias que nos puedan delatar ante los lectores.
Traigo a cuento esto después de que una amiga, una de las tantas personas que generalmente interrogan con insistencia a los internautas y a sus amigos o amigas que escriben y conocen, me preguntara ¿Cómo hago para escribir, si mi vida es más que una novela?
Hace muchos años le insinué a Noelia que escribiera su historia. Se negó rotundamente alegando que quería olvidar. Con los años, y cuando ingresó a los terrenos de la tercera edad, se replanteó el problema. El 26 de diciembre pasado la llamé para darle mis buenos deseos de feliz año nuevo. Entonces me comentó que en su nuevo club de setentañeras se propusieron realizar un taller de literatura terapéutica como antídoto contra la soledad.
Me dijo que se acordó de mí, de mis insinuaciones de escribir sus aventuras de vértigo, y con sus amigas empezó a rasguñar algún método para hacer efectivo su deseo, pero todo quedó interrumpido por el confinamiento del coronavirus.
Noelia es una hermosa mujer que vivía con su familia y era aparentemente feliz. Un infeliz mediodía llegó de su trabajo cantando “Los guaduales”, tiró el bolso sobre la cama y pasó directamente a la cocina donde puso a calentar una olla pequeña de agua. Salió dándole palmaditas en la espalda a su madre quien la exhortaba primero a almorzar antes de hacer otra cosa y se metió al baño que estaba en el patio central.
Pasaron no sé cuántos segundos, minutos o años hasta el momento en que un grito de terror salió del baño y su onda expansiva rompió los vidrios de la ventana e hizo un agujero para siempre en mi alma. La historia ha estado dando vueltas en mí desde entonces, sin atreverme a escribirla por temor a la reprobación profunda de Noelia, y ella sin atreverse a escribirla por temor a que su entorno se enterase de las causas reales que la llevaron a esa fatal determinación.
No hubo consecuencias fatales. El veneno era tan fuerte que se atragantó con él y no llegó al estómago, pero destruyó casi por completo su garganta. Por muchos años tuvo que alimentarse a través de una manguera y soportar las soledades de los hospitales y los dolores físicos y psicológicos que no le daban tregua. Todo esto estaba claro, y con el tiempo toda la experiencia había sido asimilada, pero tampoco es que estuviera dispuesta a que se supiera todo. Fue entonces cuando le comenté esto de al autoficción.
Esta que les cuento es “una ficción de acontecimientos estrictamente reales”, que es como definió a la autoficción Serge Doubrovsky, el hombre que inauguró el estilo literario también llamado “literaturas del yo”. Al respecto, el Nobel de Literatura sudafricano, J.M. Coetzee, plantea que la autoficción debe tener un compromiso: el escritor se compromete a descubrir las verdades que se ocultan detrás de la experiencia humana, pero para ello debe hacerlo de forma paralela al gesto de la escritura. De esta manera, “no es tan importante la autenticidad de los hechos narrados, sino el emplazamiento de la experiencia de lo real en el propio tejido narrativo”.
Pero sigamos con nuestra historia. Noelia era una mujer de mediana estatura y de una voz melodiosa que muchas veces yo confundía, aún sin saberlo, con el sonido de la nostalgia. Tenía unos muslos de ensueño y una sonrisa inquieta pero firme. Por las noches, después de las once, cuando la cotidianidad ya estaba durmiendo, Noelia y yo nos apartábamos del mundo y al calor de la estufa de carbón escuchábamos, más atenta ella que yo, al locutor de la radio que alternaba canciones de amor con poemas de Neruda, Amado Nervo y poemas de su propia cosecha, y lo hacía con una pasión desbordante que lograba crear el clima perfecto para enamorados eternos.
Ella fumaba lentamente. En una ocasión me ofreció un cigarrillo y yo lo acepté. Era el primero que fumaba en mi vida. Fue cuando no aguantó más y me confesó lo que pasaba: Abelardo, el locutor romántico, era su novio. Tuve un momento de confusión porque, a decir verdad, creo que me había enamorado de ella con esa inocencia de los primeros dolores de la adolescencia. Una mañana, cuando ella llegaba a la emisora de la cual él era gerente y director de los programas más escuchados, se encontró con una señora en la sala de espera. Aquella mujer enigmática y silenciosa era la esposa de Abelardo y Noelia no se había enterado de que estaba casado.
Fue ese día que llegó a casa cantando “Los guaduales” y transformó para siempre la vida de toda la familia, y de la mía, ya que vivía allí durante los periodos escolares, era la casa donde dormía y comía los primeros años del bachillerato.
La experiencia de Noelia no deja de ser una historia de la mujer frente al patriarcado. Su divulgación y crítica nos llevarían a unas conclusiones políticas, cuya interpretación tendría unos resultados concretos. Es lo que se ve hoy en día. En las ferias de libros, en los mercados literarios, en las bibliotecas, abundan ya las novelas de autoficción cuyo mercado es atizado con fuerza desde las instituciones privadas. Amianto, una storia operaia, de Alberto Prunetti y Clavícula, de Marta Sanz, son algunos ejemplos.
Noelia, a estas alturas, vive con las secuelas del intento suicida, pero las heridas ya no duelen como podría esperarse. Escribir su historia hoy utilizando la autoficción es un recurso que no solo ella, sino todas aquellas personas que hoy preguntan cómo diablos escribir un libro sobre sus vidas, que son, sin lugar a dudas, una de las mejores historias del universo literario de siempre, deberían hacerlo sin ninguna duda.
Sin embargo, Aina Vidal-Pérez y Neus Rotger, de la revista Convertation, nos advierten de las funestas consecuencias que puede traer esta práctica de lo que llaman el “narcisismo neoliberal”, o narrativas conflictivas: “Es evidente que la autoficción ha conocido un crecimiento espectacular en los últimos años. Sin embargo, no faltan voces que alertan de la mano del mercado en la proliferación de novelas que, en definitiva, reproducen las lógicas del neoliberalismo y alimentan narrativas narcisistas del sujeto contemporáneo: discursos individualizadores vinculados a una sensibilidad abiertamente neoliberal. En el peor de los casos, el mercado literario explota el nicho de la diferencia, promoviendo la publicación en masa de narrativas de calidad cuestionable, desvirtuando el potencial político del género y, con ello, las luchas que lo acompañan”.
“Sin duda, además de sus posibilidades en materia de teoría narrativa, la crítica literaria debe entregarse a estudiar este boom y el mercado que lo consagra como síntoma del triunfo del individualismo alienante y la ideología adulterada”, concluyen ellos, y yo remato mi historia aún sin saber si Noelia, ahora sí, se atreve a contar cuál es su verdadera historia ficcionada, seguramente muy distinta a la mía, una verdadera ficción de hechos reales.