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Barro, carbón y martirio en la quebrada

Era la primera vez que veía, fuera de las frías páginas de los informes, la inocultable realidad: detrás de cada concesión minera hay pueblos sumidos en la absoluta pobreza. Ese es el paradigma del progreso.

Sequía. Desastre

Imagen de Engin Akyurt en Pixabay

Qué más ensueño que la realidad. Quizá esa sea la paradigmática esencia de un país con tantos contrastes que no es de extrañar que los federalistas estuvieran tan empecinados en tener la razón, por allá en los primerizos años de la República. Y cómo no, pareciesen muchos países coexistiendo en uno solo, como los tapices de retazos del sur. De los casi tres mil metros de la fría Ubaté descendimos en poco tiempo, pasando por la Chiquinquirá -que peca, reza y empata- a las tierras de los famosos comuneros de 1781, de la petrolera Barranca, del bocadillo veleño y la ciudad bonita.

Estábamos perdidos cuando más creíamos estar seguros: ¡No!, tienen que devolverse por la misma vía por ahí unos 20 o 25 minutos. Por su puesto, es que hay zonas que no aparecen ni en el mapa, es como volver a un pasado en el que nunca se estuvo. Llegamos al desvío, “yo sabía que era por ahí”, nos dijo el copiloto, exculpándose con inocente sonrisa. Es como la entrada a otro mundo, pensé yo. Al mundo de la montaña.

Con rostros de asombro los lugareños nos indicaban que era la vía correcta, pero que tardaríamos unas dos horas y media, o tres, o quizá más. Sí, por allá es Miralindo, luego Tierra de Armas, pero yo por allá no he ido. Ellos se preguntaban sin preguntarnos: ¿A qué irán a meterse hasta por allá?, la respuesta era un tanto abstracta: por allá, no sé dónde, hubo un martirio. Por allá, muy adentro de la montaña, hace mucho tiempo, pasó algo que consternó al pueblo. Antes de entrar me fijé bien en un gran letrero, el letrero del progreso y la nueva era.

No era mentira que demoraríamos una eternidad en avanzar, era una trocha tan maltrecha que ya entendía el porqué los mismos habitantes de la zona no se adentraban hacia nuestro destino. Incluso las más poderosas camionetas, diseñadas para los más agrestes terrenos, se estancaban entre el omnipresente barro, el soberano de estas tierras. Parecían carritos de juguete al deslizarse y luchar contra el designio de la naturaleza, volteaba mi mirada y mientras nos alejábamos de la entrada, la señal de cualquier dispositivo electrónico desaparecía y con ella el contacto con el mundo exterior. 

Madera apilada por montones hacia los lados, algo de cacao hacia el otro, algunas pequeñas retroexcavadoras parecían dejadas a su suerte y enormes volquetas por doquier, cómo no iba esta carretera a estar en tal estado si estos enormes vehículos iban y venían cargados con toneladas de material, que después vimos por los cuerpos ennegrecidos de los mineros que era carbón. Avanzábamos con dificultad y los socavones aparecían en cada curva, el gran letrero de la entrada, el del progreso, cobraba sentido: era una concesión minera, una de las miles que hay en el país.

Una vez escuché en una película la diferencia sustancial entre el astrónomo y el astronauta. Ambos basan su trabajo sobre lo mismo, pero el primero lo hace desde las conjeturas de la teoría, los datos y el método científico, mientras que el segundo tiene la fortuna de ver con sus propios ojos hacia la infinita nada. Fue desde la concepción del primero, la del astrónomo, que hace no pocos años hice una investigación sobre la minería legal a gran escala en Colombia, sobre sus devastadores efectos contra el ambiente y la incansable y peligrosa lucha de las comunidades contra poderosas multinacionales, amparadas por el Estado. ¿Y es que quién puede ser contradictor de eso llamado progreso?

Pero esta era la primera vez que veía, fuera de las frías páginas de los informes, la inocultable realidad: detrás de cada concesión minera hay pueblos sumidos en la absoluta pobreza. Ese es el paradigma del progreso. No digo que el carbón no sea fuente de empleo para los habitantes de esta zona perdida entre las montañas de Santander, pero es a causa de esta misma actividad minera que la carretera está en tan mal estado que lo único que sale a los cascos urbanos es carbón. 

Son decenas de volquetas que día a día hacen la misma rutinaria peregrinación. No hay doble vía por lo que las maromas, pericias y escaramuzas de los conductores cuando dos vehículos se encuentran en direcciones opuestas son dignas de admirar. Y así, entre la humedad, el barro y las improvisadas ciudadelas de obreros pintados de carbón, avanzábamos a paso tan lento que llegó la noche, y con ella la premura de llegar a algún lugar. Fueron como cuatro horas de barro y obstáculos para llegar a un caserío dominado por la oscuridad. No había estrellas, aunque el cielo estuviera despejado. Y ahora, dormir cómo sea y dónde sea. Vea, tome ese sleeping, arme esa carpa. Nos instalamos en una entrada de madera con un buen techo, era eso o nada, el sleeping no servía de mucho, la madera era dura y chocaba contra los huesos, pero había un techo y solo quedó la oscuridad y la sinfonía de grillos, luciérnagas y sapos que envolvían el todo. Tratar de dormir, dormir de a pocos, no dormir, no importaba, esto es vida y mis ojos se contentaban con ver las pocas luces y mis oídos en escuchar la banda sonora de la naturaleza mientras que mis pensamientos se diluían en la más profunda tranquilidad, a pesar de carecer de eso tan básico, pero que nunca me había puesto a pensar en ello: una cama, una colchoneta al menos.

Transcurrieron las horas y llegó una lluvia tan torrencial que los grillos se callaron, llovió tanto y por tanto tiempo que lo único en que pensaba era en esa carretera, alimentándose con más barro, tornándose más imponente y escabrosa. Acá, el ser humano apenas domina a medias. Llegó la madrugada, el sol no salía aún, pero era el momento de avanzar, no hay ducha, por allá hay una totuma y una manguera, así es, así toca. Reanudar la marcha, no estamos ni cerca del sitio, la carretera está peor, todos escuchamos anoche el aguacero; “yo no sentí nada”, dijo el del sueño más pesado. De nuevo al vehículo y de nuevo este a luchar contra el terreno, el barro mandaba, agárrense duro, saltos, deslices, golpes, todo en medio de las más increíbles montañas bañadas por unas tenues nubes, en medio de la nada y del todo, avancen. Los vehículos llegan hasta aquí, seguimos a pie, no estamos ni cerca del sitio, caminen, caminen más, el sol ya calienta y lo hace cada vez más y en medio de todo ese ajetreo sentía la felicidad de respirar un aire tan puro al cual mis pulmones no están acostumbrados, allá en Bogotá, bajo la nube del negro smog.  

Llegamos, pero solo hasta una parte. Los campesinos pelaban papa, yuca, cortaban leña, asaban la carne y enfriaban la cerveza para el almuerzo. Hay que bajar hasta la quebrada, los que puedan ir, vayan, es un camino algo complicado. ¿Complicado?, es una pequeña jungla ardiente y el suelo es tan inestable que la próxima caída es en menos de nada, el barro te succiona, te hace sentir pequeño, te resbalas, sacas la bota del barro y vuelves a pararte, y así, una y otra vez, hasta que por fin llegamos a la quebrada. Muy debajo de la montaña el agua es limpia y las piedras y árboles encima tuyo te encierran como en otra dimensión. De aquí es media hora o más andando por la quebrada, ¡cuidado con las rocas, son resbalosas! Ya lo comprobamos. ¡Arriba!, no importa mojarse, pero cuidado con la cámara, hay que cuidarla con la vida, no son deudas para tener en estos tiempos. Avanzamos, desde el día de ayer que no habíamos hecho otra cosa más que avanzar, antepuse mi pierna derecha para preservar la cámara, otra paradoja, la roca te golpea sin misericordia; no es nada, algo de sangre, vuelves y caes y el agua te toca la herida, es un dolor tan agudo como sarcástico, estamos cerca. Llegamos.

Los gajes del oficio no son nada comparado con este paisaje. Qué importa el dinero, la presión social sobre el denominado éxito, el trancón de dos horas de la ciudad, las apariencias. Nada de eso existe aquí. Contemplas en silencio, dejas de ser tú para ser parte del todo, al final es lo que seremos, junto a la naturaleza y el universo. 

Hace treinta años que un padre, al parecer muy querido por el pueblo, deambulaba también por estas montañas, supongo yo, cumpliendo con su misión en la tierra. Un día como cualquier otro, llegó la violencia, esa violencia que como un cáncer se disipó por todos los rincones de esta tierra llamada Colombia. Lo bajaron hasta esta quebrada y justo allá en esa roca lo acribillaron. Dicen que fue un gran sacerdote y dicen que el pueblo, es decir, el conjunto de caseríos y veredas de esta zona, nunca se repuso de la pérdida de su líder espiritual; algo de ello pude comprobarlo.

Una placa en su honor, un arreglo floral, una cruz: el homenaje al caído. Fue un bonito lugar para morir, por qué no decirlo, dicen que el agua en su constante rumbo cada media noche renueva las energías imperceptibles para el ser humano, el lugar se renueva a sí mismo. Quizá sí esté descansando en paz, este lugar es demasiado tranquilo, no lo sé, ni siquiera llego a ser escéptico, simplemente es imposible saberlo. Otro sacerdote me dice que no cree en Dios, que solo existe la materia. De todas formas, aquí estamos, la gente se santigua, las palabras de otro cura resuenan entre las rocas y el agua. Llegamos al punto del martirio.

El viaje no terminó ahí, aún faltaba mucho por ver. Regresar una parte en moto, los jóvenes de la zona conocen tan bien estas trochas que las transitan a alta velocidad; 10 mil pesos el trayecto, son sagaces, sobrios e intrépidos. Parecía algo similar al BMX. Es tarde, alojarse en la vereda cercana, los anfitriones estaban felices, prendieron la leña, cuatro patos andaban en una parte de la casa, cuatro gatos en la otra. No hay espejo, ¿para qué verse en uno?, necesito un computador, “las teclas están dañadas, no tiene sonido”, la red dice: Minitic te conecta, pero no hay señal, recordé los 70 mil millones que fueron a parar a apartamentos en Miami, y es que ellos creen que esa es la felicidad, pero no, la felicidad es lo que estoy viendo, un mundo sin tantos afanes, sin lujos mal habidos y robados.  Los niños son curiosos y están pendientes de cada movimiento, de que uno se sienta bienvenido y cómodo. Hablamos al lado del fuego de la leña, quien nos recibió agacha la cabeza, la habían hecho sentir mal hace unos días, le habían dicho que su casa no era digna para visitantes; mi compañero le dice, nadie es más ni menos que nadie. Ella levanta la mirada y sonríe. Nadie es más ni menos que nadie.

Amanece, reflexiono, vuelvo a dormir en una cama; miles no tienen una. Es el capitalismo, me dicen unos. Es el designio del ser humano, dicen otros. Nos embarcamos de nuevo, dejamos atrás poco a poco los socavones del carbón, la mirada y el saludo del campesino. Esta vía no tendrá arreglo, a la concesión minera no le importa tener una mejor vía ni para sus propias volquetas, al político de turno solo le interesa la politiquería; es la contracara del progreso, una vía que no le sirve sino a la volqueta. Salimos de la montaña, volteo y veo ese camino escabroso que conduce a gente tan buena y de repente el mundo me parece muy grande y abrumador, pero absolutamente maravilloso. Hay muchas Colombias por descubrir.   

Nota: De nuevo en la Chiquinquirá que peca, reza y empata. Nunca había visto tantas tabernas y bares rodeando la iglesia del pueblo. No sé si sea normal, pero me alegra por ellos. 

Bogotano de nacimiento, pastuso de crianza. Comunicador social y periodista egresado de la Universidad Central de Bogotá. Maestrante en Política y Relaciones Internacionales de la Universidad de la Salle. Autor de crónicas, reportajes, cuentos, perfiles y entrevistas desde diferentes espacios como el Congreso de la República, el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo de Paz y en portales independientes.

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