Una mala persona no puede ser un buen periodista, afirmó Kapuściński en su afamado libro Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002). En realidad, la frase podría definir no solo al sujeto que funge de reportero, de informador profesional, sino también a políticos, médicos, abogados, artistas, docentes y economistas, entre otros. No puede ser un buen periodista quien antepone sus intereses personales por encima de la verdad de los hechos y tuerce la balanza del equilibrio a favor suyo o de terceros. No puede ser un buen docente aquel que les pide favores personales a sus estudiantes para sumarle un punto más a la nota final del curso. No puede ser un buen médico quien esgrime asuntos ideológicos para no atender a un paciente. No puede ser un buen político quien utiliza su poder para apropiarse del dinero de los contribuyentes y beneficiar a familiares, amigos y cercanos con burocracia y negocios del Estado.
Colombia no solo es uno de los países más católicos de América Latina, después de Paraguay y México, sino también el más clasista, racista, homófobo y desigual del Cono Sur. Lo anterior se explica por dos razones: tiene la clase política más retardataria de la región, la más cínica, tradicional y corrupta que pueda rastrearse a lo largo ancho del hemisferio. Dos, los colombianos leen poco, o casi nada. En otras palabras, no existe el hábito de lectura, y cada ciudadano consume 2.7 libros al año, según datos de la Cámara del Libro, un nivel bajísimo si lo comparamos con Chile, Argentina y Uruguay, cuyo promedio está por encima de los seis libros. Es decir, lo equivalente a ocho horas de lectura semanales.
Quizá esto permita entender las razones por las cuales el electorado colombiano es también el más manipulable de la región, el menos informado, el más ignorante y, por supuesto, acrítico. No hay fascismo que no sucumba ante la lectura de los buenos libros, ni racismo que no se cure conociendo nuevas ciudades, nuevos pueblos, nuevas culturas, nueva gente. Al fin y al cabo, viajar es otra forma de leer, de descodificar la realidad, las costumbres, hábitos y creencias de los que están más allá de nuestro horizonte. No hay que olvidar que el cerebro es como un músculo: si no se ejercita, se atrofia. En la medida en que leemos, empezamos a observar las distintas tonalidades del medio que habitamos, las distintas tonalidades de la vida. De esta manera, el cuadro en blanco y negro que siempre nos han ofrecido del país comienza a mostrarnos nuevos matices.
Hoy, Colombia no solo es una nación fragmentada en lo económico y lo social, sino, de igual forma, acorralado por el miedo a un cambio, hundida en la miseria que se alcanza a ver en cada rincón que se mire, enfrascada en una guerra de masacres interminables, y en donde el que tiene algún beneficio que perder, cierra los ojos y mira para otro lado.
Es en esa incapacidad para la solidaridad, en esa incapacidad para reflexionar ante el desmadre que nos cubre como una plaga, donde surge la desesperanza abrumadora que ha llevado, curiosamente, a una ola de jóvenes sin trabajo, madres de familia y estudiantes de los estratos más vulnerables a lanzarse a la calle para reclamar sus derechos básicos, los mismos que están consignados en la Constitución Política de Colombia, pero que al mandatario de turno les resbalan porque es más importar cuidar los vidrios de las estaciones de transporte y las oficinas bancarias que cubrir, como lo demanda la Carta Magna, las necesidades de la gente.
Amén de los sanguinarios ocho años del gobierno de Álvaro Uribe Vélez, donde cada 48 horas una masacre ilustraba las portadas de los diarios más influyentes del país, el de Iván Duque Márquez se perfila, sin duda, como el más inepto y torpe de la historia contemporánea, por encima, por supuesto, del cuatrienio del inútil de Andrés Pastrana o del tramoyero de César Gaviria. Más allá de las bolsas negras que descendían de los Black Hawk con los cadáveres de “los jóvenes que no estaban recogiendo café” durante el desarrollo de la llamada “seguridad democrática” , el paso de Duque por la Casa de Nariño hizo retroceder al país a los albores del siglo XX, pues no solo enriqueció un poco más a los ricos y llevó a la condición de miseria a ocho millones de ciudadanos, sino que, también, hizo del Estado una institución “señorial, opresiva y mezquina”, según William Ospina, al servicio de ese 10% de la población que lo tiene todo. De otra manera no podría explicarse que 21 millones de ciudadanos pasen hambre, que solo cuatro de diez puedan acceder a las tres comidas diarias y que el porcentaje de rentabilidad de la banca haya sido superior a los diez billones de pesos durante los dos años que la economía se mantuvo en vilo por la peste.
Cuando los defensores de este régimen narcisista, feudal, torpe y culebrero aseguran en las redes y medios de comunicación afines que hay que salvar al país, la pregunta que surge inmediatamente es: ¿de quién? El asunto daría risa si no fuera porque el triunvirato que soportan el Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) han permanecido en los últimos veinte años en manos del mismo partido, o, por lo menos, de la misma afiliación política.