Nada más desconcertante que, en aras de conseguir la “inmunidad de rebaño”, todas las ovejas acabemos siendo tratadas igual (ni siquiera blancas o negras), bajo la presunción del derecho equitativo a nacer, crecer, reproducirnos y morir que nos convierte en personas, la antigua categoría romana bajo la cual opera el imperio sin tener que preocuparse de las peculiaridades o aberraciones de cada quien. El problema es que la máscara del personaje ciudadano cada vez se parece más a un freno de caballo con toda la instalación de bozal, cabezal, rienda y cabestro, para no mencionar las anteojeras. El penacho de consuelo. Razón, conciencia e identidad, cada vez más restringidas y canalizadas hacia los ámbitos de lo privado…de la libertad y en fuga hacia las nuevas comunidades de vigilancia internauta, donde sólo nos quedará la opción, paradójica, de ocultarnos tras nuestra desnudez.
La pandemia de la Covid-19 ha creado nuevas clasificaciones de lo humano, nuevas pretensiones de equidad, pues “todes podemos enfermarnos y llegar a requerir una UCI”, el primer gesto de una democracia ciborg tercermundista: logramos acceder al respirador como símbolo de conquista social, pero no logramos disminuir los indicadores de mortalidad infantil, violencia intrafamiliar y de género, o niveles mínimos de calidad nutricional para las diversas comunidades que configuran el teatro nacional, para seguir con la metáfora performativa. Porque lo dicho es cada vez más universalizante en aras de la equidad global, con lo cual el mínimo común denominador adoptado es nuestra condición de microorganismo. Obvio, en las pandemias a duras penas tenemos agencia, somos operados, como el hongo que invade el cerebro del gusano y lo obliga a caminar hacia lo alto de la espiga donde el pájaro depredador lo consume y dispersa, flaca ganancia de biomasa infectada.
(…) la Covid-19 será creadora de nuevas diversidades, tal vez permitirá a otras manifestarse y deje en el grado de fósil viviente muchas cosas. Así es la evolución.
Además del respirador, hackeado y celebrado, la incapacidad en la descentralización de las respuestas de atención revela las limitaciones que seguimos teniendo para reconocer la diversidad. Entregamos a la autoridad, pública o privada, la discreción de definir nuestro género para permitirnos circular, una decisión práctica para desocupar la calle, un propósito superior que funciona pero no resulta gratuito: las personas “trabajadores informales”, preguntan si democracia es escoger entre morir de hambre o de Covid-19, sin siquiera conocer números que les permitan comparar las probabilidades de cada uno de estos hechos. Claro, el hambre no es contagiosa, si hereditaria, lo cual dificulta el ejercicio estadístico.
Nada de esto importa en China, donde ya se dieron cuenta que la libertad de género no es un atentado contra el Estado, preocupado por cosas más importantes, como tranquilizar a 40 millones de hombres cis que tendrán pocas probabilidades de formar un matrimonio con una mujer cis en los próximos años. Nuestra performatividad del género, poco tocada por la Covid-19, se alimentará de las posibilidades identitarias del crecimiento de las redes sociales, del tiempo que dispensamos a explorarnos en los espacios virtuales, de cómo nos dibujamos y le añadimos capas de complejidad a las nuevas máscaras con la que operaremos.
Una perturbación ecológica puede diluir la diversidad en la medida en que conecta lo diferenciado e impone una nueva regla, aplana el paisaje. Pero el efecto contrario emerge una vez la resiliencia del sistema que toma el control y dispara las nuevas respuestas: la Covid-19 será creadora de nuevas diversidades, tal vez permitirá a otras manifestarse y deje en el grado de fósil viviente muchas cosas. Así es la evolución.