Culpar a Juan Manuel Santos, a Gustavo Petro y a la oposición política de ser los culpables de la violencia generada en las últimas 24 en el país, no deja de ser una cortina de humo con la que se busca desviar el foco de atención de los verdaderos culpables del desmadre. Una acción conlleva, necesariamente, a una reacción. Es una ley física inevitable. Juan Manuel Santos ya no es presidente de Colombia, y, desde que abandonó la Casa de Nariño hace dos años, se retiró a sus “cuarteles de invierno” a escribir libros y a estar más cerca de sus nietos. En las contadas entrevistas que ha dado para los medios nacionales en los últimos meses, se ha mostrado siempre respetuoso de la institucionalidad y ha hablado de la necesidad de aunar esfuerzos para poder llegar a una verdadera paz. E incluso, ha tendido los puentes para un eventual encuentro con el expresidente Uribe, quien siempre se ha mostrado reacio a destrenzar los hilos de una supuesta traición relacionada con los diálogos de La Habana entre las Farc y el gobierno.
Gustavo Petro no ha sido presidente de Colombia, y sus aciertos como senador han consistido en destapar las ollas podridas de la política nacional, las tramoyas que se tejen por debajo de la mesa y esa relación profunda entre el paramilitarismo, nacido de las Convivir antioqueñas, y un grupo amplio de senadores, alcaldes, gobernadores y concejales de distintas regiones de la geografía nacional. De manera que culpar a Petro (o al expresidente Santos) de tener alguna incidencia en los hechos de sangre que enlutaron al país en las últimas horas, no podría calificarse sino de verdaderos despropósitos, de una intención clara, maquiavélica, de depositar las culpas en figuras que, si es cierto son las más visibles de la oposición, no tienen poder alguno en las decisiones del Estado.
El culpable de los hechos violentos desatados por funcionarios de una institución del Estado es el mismo Estado
Que unos uniformados de la Policía Nacional hayan asesinado a punta de taser, patadas y puñetazos a un abogado que se tomaba unos tragos frente al conjunto residencial en donde vivía, violando, al parecer, las normas implementadas por la alcaldía de la ciudad para evitar la propagación del Covid-19, no es culpa del senador Petro ni del expresidente Santos. A las cosas hay que llamarlas por su nombre, y el culpable de los hechos violentos desatados por funcionarios de una institución del Estado es el mismo Estado, en este caso los oficiales que tienen a su cargo la dirección de esa institución.
Tanto Petro como Santos son hoy simples observadores críticos de unos acontecimientos que quedaron registrados en varios videos donde se muestra la crueldad y la sevicia con la que se ensañan unos policías contra un ciudadano tendido bocabajo en el piso, indefenso, con la rodilla de uno de los agentes presionando con fuerza su cuello, como en el celebrado video de George Floyd que desató la rabia, la indignación y la furia de la ciudadanía de Minneapolis, Minnesota, y que horas después esa rabia, esa indignación, esa furia corrían como pólvora por todos las ciudades y estados del país del norte.
El discurso de odio que a diario los funcionarios del gobierno y sus seguidores de turno lanzan en sus declaraciones a los grandes medios de comunicación y a través de las redes sociales, han creado un terreno propicio para la violencia.
Así como los hechos fueron allá el resultado de un lenguaje altanero, racista, xenófobo —mezcla de aporofobia y clasismo — en Colombia el discurso de odio que a diario los funcionarios del gobierno y sus seguidores de turno lanzan en sus declaraciones a los grandes medios de comunicación y a través de las redes sociales, han creado un terreno propicio para la violencia, una que se refleja en esos videos en los que se observan a miembros de la Policía Nacional asesinando civiles, en los tuits del expresidente Uribe desprestigiando con mentiras a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, en las declaraciones de Iván Duque poniendo en duda las decisiones de las Altas Cortes, en los senadores del partido de gobierno tildando de guerrilleros a los senadores de oposición, en decisiones como la adoptada por el gobierno de sacar 370 millones de dólares (en un momento tan difícil como el que atraviesa el país) para salvar a Avianca, una empresa aérea que no es colombiana, dejando un manto de duda sobre la transparencia de ese préstamo que, al parecer, puede resultar siendo un regalo por los vínculos del presidente colombiano con una funcionaria de esa línea aérea.
Asegurar, pues, que la violencia que cubrió las calles del país en las última 24 horas es culpa de Petro y Santos es, en términos analógicos, no mirar más allá de la nariz, o mirar como lo hacen los caballos cocheros que recorren las angostas avenidas de Cartagena de Indias: con las ojeras que les reducen el cincuenta por ciento de su visión. No hay que olvidar que una de las promesas del partido Centro Democrático si uno de sus candidatos llegaba a la Casa de Nariño era “hacer trizas ese trozo de papel mal llamado acuerdo de paz”. Los 170 líderes sociales asesinados en lo que va del año, las 54 masacres registradas en el mismo periodo son apenas una muestra de esa promesa. No olvidemos que a Duque le quedan todavía dos años de gobierno.