Los verdaderos vándalos, los duros, no tiran piedras ni rompen vidrios ni asaltan almacenes y ni siquiera se muestran en las protestas que, por estos días, explotan en las calles del país como consecuencia del asesinato, registrado en video, de un ciudadano a manos de miembros de la Policía Nacional. Los verdaderos vándalos llevan 200 años en el poder. Son descendientes (por línea de sangre o parentesco) de esos otros vándalos cuyas estatuas todavía se yerguen en las plazas y parques de las grandes y pequeñas urbes colombianas: Rodrigo de Bastidas, Pedro de Heredia, Sebastián de Belalcázar, Gonzalo Jiménez de Quesada, Andrés Páez de Sotomayor, Miguel de Trujillo, Jerónimo Luis Tejelo, Nicolás de Federmán y una larga lista de nombres escrita con la sangre de poblaciones enteras, diezmadas a punta de bota, espada y mosquete.
Los verdaderos vándalos son descendientes de esclavistas, terratenientes, ganaderos y usureros. Viven todavía pegados a la tradición de los abolengos. Por sus venas corre la sangre de aquellos que se opusieron a la Ley 21 de 1851, mediante la cual se decretó la abolición de la esclavitud en Colombia. Los mismos que le hicieron la vida imposible al presidente José Hilario López en el Congreso y que fungían por entonces como propietarios de las tierras que bañan el gran valle del río Cauca, la extensa y verde sabana cundiboyacense y las planicies ganaderas de Córdoba y Sucre que, en realidad, les pertenecían a los aborígenes que poblaron esos valles, esas sabanas, esas planicies. Nada de lo que pase en este país donde la tradición democrática se resume en que grandes masas de pobres votan cada cuatro años por los mismos dirigentes que luego les subirán los impuestos y los dejarán sin trabajo y pensión, debería sorprendernos.
Estos vándalos, por definición, no son los miserables a los que hacía referencia el senador Antonio Sanguino en esa respuesta magistral a su colega uribista Ernesto Macías cuando este lo llamó “miserable” en una reciente sesión del Congreso.
Por algo Macondo es mágico, por algo la magia resulta encantadora a los ojos de los espectadores. En Colombia desaparecen ante la mirada de los ciudadanos los dineros para la construcción de puentes, carreteras, centros de salud y gran parte de los recursos destinados a la inversión social. No olvidemos que descendemos de una cultura tradicionalmente oral, donde el oído se ha acostumbra a la narrativa del cuento, de las historias cuyos hilos argumentales se tejen y destejen (como el celebrado manto de Penélope) dependiendo de quién los narre. Quizá esto nos dé luces de por qué somos aficionados a la radio, por qué nos gusta escuchar en las mañanas a un señor como Julio Sánchez Cristo, quien a veces defiende sutilmente los intereses de sus patrocinadores y otras veces lo hace de frente y sin maquillaje. Por qué la gran mayoría de los ciudadanos cree a rajatablas en lo que dice Noticias Caracol o RCN sin cuestionar el trasfondo de los hechos, sin mirar más allá de lo que el periodista, o la matriz de opinión del noticiero, quiere que vea o escuche.
Los verdaderos vándalos en Colombia, los que hacen imposibles los sueños de los ciudadanos, no se transportan en Transmilenio, ni en Mio, ni en Transcaribe, ni en Transmetro, ni en ningún otro sistema público de transporte. Los vándalos verdaderos, los duros, desempeñan en Colombia funciones administrativas. Son concejales, alcaldes, ministros o senadores y han sido (en muchas ocasiones) presidentes de esta república bananera. Tienen poder político y económico y sus intereses están por encima de los intereses colectivos de sus electores. Algunos son banqueros que financian campañas presidenciales. Algunos son transportistas, empresarios, ganaderos, latifundistas y, por supuesto, profundamente conservadores. Son los que soplan sus ideas a los oídos del ejecutivo. Son los que reciben, por parte de este, embajadas, notarías y pasantías en el exterior para sus esposas, hijos, sobrinos y cercanos. Son aquellos que defiende, sin sonrojarse, todas las acciones adoptadas por el gobierno. Les importa un carajo si los productos de la canasta básico familiar les meten más IVA o si a la buseta le suben por decreto 500 pesos. Ellos nunca pierden. Ellos siempre ganan porque el juego que juegan está programado para que los ciudadanos pierdan siempre: en democracia, en educación, en salud, en calidad de vida, en empleo y en la dificultad, al final, de obtener una pensión.
Estos vándalos, por definición, no son los miserables a los que hacía referencia el senador Antonio Sanguino en esa respuesta magistral a su colega uribista Ernesto Macías cuando este lo llamó “miserable” en una reciente sesión del Congreso. No son aquellos sin nada que comer, que deambulan por las calles de París, Londres, Madrid, Buenos Aires o Bogotá en una situación de completa ignominia como consecuencia del abandono en que el Estado tiene a una gran parte la población. No. Los miserables que han saqueado el país se enmarcan en esa acepción del rico que lo tiene todo, pero que es incapaz de sacar unos billetes de su bolsillo para disminuir esa amplia tasa de pobres que tiene el mundo. Es, en esta acepción, en la que se inserta el vándalo que no necesita lanzar una piedra para romper los cristales de la sucursal bancaria que les roba diez pesos a sus clientes por cada transacción.