Estoy a punto de dormirme, pero la noche, tan amurallada, abre un entrecejo por donde puedo mirar cómo la luz se desviste en la ventana. No, no puedo escapar de la tiranía de los sentidos. Hace tres días que estoy en Oporto en compañía de Cortázar, Elena y Alejandro. Me he traído los cuentos completos de Julio y una cámara para las fotos. A la orilla del Atlántico leo el relato de la foto movida del escritor argentino e inmediatamente le pido a Alejandro que me enseñe la cámara para revisar las fotografías que habíamos tomado durante el día. Le cuento que cuando Cortázar iba a tomar una foto, no recuerdo si en París o Nicaragua, en el momento del disparo alguien movió el mundo y entonces en la foto no salió lo que él quería capturar, sino otra cosa. Alejandro afinó el oído. “Mira”, me dice al mirar una de las imágenes de la cámara: “esa gaviota está presumiendo de pato”.
Mientras cruzamos de lado a lado la ciudad rural de Oporto, Alejandro rescata a los personajes tristes de mis historias y los convierte en prófugos de radares, satélites, telescopios estelares, pantallas, rayos ultravioletas y linternas invisibles para ver en la oscuridad.
Yo sigo bajo la tiranía de los sentidos y sigo viendo a la gaviota, audaz y veloz encima del mar. Mi hijo ha escapado de los sentidos y se centra en una realidad paralela a la mía, ese punto donde la poesía hace posible la continuidad de la realidad por otros medios.
Así, cada cual ve la realidad a su modo, aunque esa realidad aparentemente es única. Hay una parte de Oporto que se muere, y en el torbellino de la muerte arrastra viejos edificios y memorias. Generaciones enteras de olvidos desfilan por las fachadas de las casonas que son solo eso, fachadas. Detrás de ellas, la historia se resiste a la defunción, se agarra como puede al quejido de los gatos y a las yerbas que asaltan sin temor alguno hasta las cruces de las catedrales. Alejandro ve gatos en primer plano.
Pienso en sus incipientes cuentos. Le recuerdo los relatos pendientes de escribir, ya que nos hemos declarado escritores. Así, a quemarropa. Alejandro tiene 10 años y tiene la facultad de trasladar a otras dimensiones, sin límite de tiempo ni espacio, las fábulas que yo le he narrado. Mientras mi mente divaga en cómo captar mejor la realidad para escribir un nuevo relato, él simplemente le añade a esa realidad concreta del hoy y el ahora, elementos digitales que la trasforman irremediablemente.
Mi sorpresa es grande al ver que Alejandro le ha puesto un chip a aquel personaje que andaba en mi memoria bajo la tiranía de los sentidos, y lo ha convertido en un ser de otras dimisiones y sentidos, donde la nostalgia hace parte del olvido. Mientras cruzamos de lado a lado la ciudad rural de Oporto, Alejandro rescata a los personajes tristes de mis historias y los convierte en prófugos de radares, satélites, telescopios estelares, pantallas, rayos ultravioletas y linternas invisibles para ver en la oscuridad.
Sin prestar mayor atención a lo real y concreto, ya ha organizado sus ficciones y las visualiza sin contratiempo. Dividirá las narraciones en cuatro temporadas. Nos lo cuenta mientras subimos los 200 escalones de la Torre de los Clérigos, alarmados ante los 300 kilos de oro que bañan los altares de la catedral. Me doy cuenta que poco a poco el mundo se ha ido desplazando hacia los lugares digitales de Alejandro. Tal vez por eso, al terminar el relato de la tercera temporada, noto que en sus historias van despareciendo los radares, los chips, los detectores de ausencias, las máquinas de aniquilar los olvidos, y se va adentrando en un mundo de realidades presentes que nos afectan. Elena está ahí, pisando la tierra con el peso y la drasticidad de sus cinco sentidos para evitar que nos fuguemos definitivamente de nosotros mismos. No nos queda otro remedio que entrar al primer restaurante que encontramos.
Elena se ha puesto un vestido blanco. Las zapatillas también son blancas. En Oporto la belleza se viste de blanco.
La primera temporada la tituló El vigilado. La segunda, Con dinero, pero sin fama, y la tercera Con alguien, pero incómodo. La cuarta es una incógnita. No sé si se decidirá a escribir las historias, pero en este Oporto donde los barcos se hunden memoria adentro a la hora menos pensada, esto es algo nuevo. Por la noche siento que las cosas se han movido del sitio natural y en vez de escribir, cosa que siempre hago cuando el alma se revuelca en las espumas del corazón, me pongo a hacer figuras con un bolígrafo. Dibujo cosas extrañas, figuras que no estaban en el esquema de mi mente y vuelvo a sentir con fuerza que algo tengo que parir.
Elena se ha puesto un vestido blanco. Las zapatillas también son blancas. En Oporto la belleza se viste de blanco. Por las rutas de su cuerpo un barco de ceniza busca el centro inmóvil de su alma. En el centro del Oporto histórico, en la Plaza de los Aliados, la escultura de una mujer desnuda llama la atención de la cámara. Intento que no se mueva el mundo mientras tomo la fotografía y animo a Elena a que pose para la foto. La blancura de su cuerpo, de su vestido blanquísimo y el blanco eterno de la efigie poética, trepada en su pedestal de tiempo y mármol contra el cielo azul, dibujan un paisaje cósmico del origen de las artes y el universo.
Elena ha regresado a Madrid en tren. No le gustan los aviones. Ella extraña como nosotros a Darío y Gabriela, son parte de nuestro ser. Con Alejandro volvimos a las playas de Matoshinos Sul después de saborear la francesinha do mar, la especialidad porteña; y descartar la visita a las destiladoras del gran Oporto situadas al otro lado del Duero, río que llega cansado pero alegre a desembocar en el Atlántico.
Vuelvo a la lectura de Cortázar en las playas donde el mar se ha enfurecido un tanto y nosotros dejamos el temor enterrado en la arena. Lo desafiamos asaltando sus olas sin piedad. Hacemos un castillo de arena para la fotografía. Entonces sucedió: cuando disparé la cámara alguien movió el mundo y no salió el castillo, sino una sombra bastante parecida a la nada. Alejandro me preguntó que cómo se hacen las literaturas. De la misma manera como nos has contado tus tres historias, le dije, y a veces moviendo el mundo hacia otra parte para ver otras realidades paralelas que subsisten dentro de las cosas y los hechos cotidianos.
El ladrido del perro se parecía al llanto del niño del cuento de Cortázar en un hotel de Montevideo.
Lo entendió fácil. Puesto que si un hombre, le dije, mete la mano en los bolsillos para sacar las llaves y lo que saca es un encendedor, también una gaviota puede presumir de pato y en tu castillo de arena podría esconderse el hombre con dinero, pero sin fama. Igual, tendríamos que mover el mundo un poco hacia la izquierda para que salga en la fotografía el castillo de arena y no la deforme sombra. Para volver a Madrid podríamos viajar en un barco volador, pensé, pero no dije nada. Alejandro estaba preocupado por los dinosaurios que tenemos en los jardines de la casa en Madrid. Se los habrán comido los gatos, pensé. Por la noche dormimos solos. Un perro ladraba con ímpetu de animal encadenado y un zancudo se dejaba oír con insistencia. Alejandro dormía un sueño fácil. El ladrido del perro se parecía al llanto del niño del cuento de Cortázar en un hotel de Montevideo: como en el cuento, el dueño del hotel nos dijo al día siguiente que no había ningún perro en la casa vecina y que jamás había escuchado de huésped alguno una queja sobre zancudos.
Oporto sube y baja de un corazón a otro. He dejado de escribir y me he dedicado a hacer dibujos, anárquicos dibujos que salen desde otra parte del mundo y de no mi yo cotidiano. Que no serían aptos para ilustrar mis cuentos, sino los de Alejandro. Esas fábulas que quizá no las escriba nunca porque se ha metido de lleno a estudiar la digitalización de la realidad, pero sin la tiranía diaria de los sentidos. Con la ilusión, eso sí, de visualizar esa otra realidad que no hemos podido ver a través de la literatura y que quizá sea el contexto cuántico el que nos introduzca en esos otros espacios que no pueden captar nuestros sentidos. Al despedirnos de las playas de Matoshinos sul, vi el crucero con los personajes de Los Premios, la novela de Julio Cortázar que, por razones ajenas a su propio destino, pernoctaba en las costas portuguesas para asombro de mis recurrentes cotidianidades.