El sábado 9 de enero, a las 5 de la tarde, salí a la calle y me encontré con que Filomena no solo había bloqueado las calles con su blancura de cisne, sino que al unísono, había levantado pasiones y recelos en la mayoría de la población, sobre todo en los latinoamericanos que nunca habían visto la nieve sitiando sus viviendas. Me acordé que el alegre pandillero de El rastro de tu sangre en la nieve, al cruzar la frontera hispano francesa descubrió el blanco y helado mar, y tuvo ganas de revolcarse en él junto a su adorada Nena Daconte. Y lo habría hecho si a su mujer no le estuviese sangrando el dedo, pinchado con la espina de una rosa que le regalaron en la misión diplomática colombiana en Madrid. Las ganas de hacer el amor en la nieve tuvieron que posponerla para siempre porque la urgencia del momento era conseguir una farmacia que frenara el desangre de ella y evitar que siguiera dejando el rastro de su sangre en la nieve.
El lunes, cuando la nieve empezó a convertirse en hielo y todo aquel que no tomaba las precauciones necesarias caía sin remedio y se lesionaba un pie, una mano, una costilla
Sí, tuve ganas de echarme en los brazos de Filomena, como bautizaron a la tormenta, pero antes tenía que encontrar una farmacia y comprar un medicamento que me aliviara el dolor de una rodilla. A pesar de la advertencia de mis hijos y mi compañera, con el pretexto del medicamento, me eché a la calle sin la indumentaria debida, como lo estaba haciendo todo el mundo, pues en estas latitudes jamás había ocurrido esto y de esta manera, pero había que liberar esa pasión largamente esperada de hacer de las calles, los parques y hasta las azoteas un lugar de patinaje en el hielo sin necesidad de ir más allá de los propios portales.
Para esa hora ya los vehículos estaban sepultados bajo la nieve y el tránsito se había reducido a cero. Con la nieve hasta las rodillas quise avanzar hacia la farmacia, pero la curiosidad pudo más y me quedé varado en la esquina del parque viendo a los vecinos que pasaban en sus trineos halados por sus perros, con los niños gritando de júbilo y sus madres pidiendo prudencia sin encontrar respuesta. Vi a los del piso de abajo con el de la izquierda, en una guerra a muerte con bolas de nieve. Turbas de adolescentes jugando a amarse en las esquinas, y los muñecos de nieve con la nariz de zanahoria bajo los árboles agobiados por el peso de la blancura entrañable. Con cara de acontecimiento feliz, vi a todos y todas convertidos en fotógrafos de profesión con sus teléfonos móviles en plena acción, y a otros luchando para hacerse los selfies que inmediatamente subían a las redes sociales para dar testimonio al mundo de que Madrid había sucumbido a un invierno solo comparable con la Siberia rusa.
El peso de la nieve había derribado, solo en Madrid, más de 600 mil árboles. Los empleados de los hospitales habían tenido que doblar y triplicar el turno de trabajo ante la imposibilidad de que sus relevos pudieran llegar a reemplazarlos.
Fue el acontecimiento del año, el carnaval más popular de los últimos tiempos que había que aprovechar y documentar para la historia. Un acontecimiento donde no cabían las advertencias del Gobierno de quedarse en casa, de ser prudentes. Nada de eso. Familias enteras vagaban hasta la media noche acompañadas de sus mascotas, sus gruesos abrigos y sus sueños de peregrinos de los Alpes congelados.
Para entonces, 90 mil camiones que transportaban verduras, carne y huevos a la capital habían sido inmovilizados en estaciones improvisadas. Las máquinas quitanieves no pudieron mantener las carreteras transitables y los alimentos empezaron a escasear con fuerza. A mediados del domingo, algunos supermercados empezaron a racionar la venta de pan y otros artículos de primera necesidad. Pero eso no fue suficiente para minimizar el ánimo invernal de la población hasta el lunes, cuando la nieve empezó a convertirse en hielo y todo aquel que no tomaba las precauciones necesarias caía sin remedio y se lesionaba un pie, una mano, una costilla. El martes, los hospitales tenían las urgencias llenas de lisiados disputándole espacio a los contagiados del coronavirus. Hospitales, que, a propósito, se habían visto cercados por la nieve, impidiendo la entrada de ambulancias, y tuvieron que recurrir a una unidad especial del Ejército para despejarlos.
El miércoles ya todo era caos. El 80 por ciento de las calles permanecían bloqueadas por la nieve y el parque automotor paralizado. El Metro, que era el único medio de transporte, empezó a funcionar las 24 horas del día, redobló sus trenes y aun así no daba abasto. Algunas de sus estaciones presentaban un estado de guerra. Habían sido adecuadas para albergar a habitantes de la calle, e incluso para alojar de urgencia a pasajeros y turistas de otras ciudades y países que dejó la cancelación de los trenes interprovinciales y el cierre del aeropuerto.
Las noticias del desastre fueron llegando a cuentagotas, pero con contundencia. Los colegios habían tenido que cerrar sin fecha de apertura. Los centros de salud no daban abasto. La vacuna contra el coronavirus tenía problemas de distribución. Las carreteras seguían bloqueadas y los parques cerrados. El peso de la nieve había derribado, solo en Madrid, más de 600 mil árboles. Los empleados de los hospitales habían tenido que doblar y triplicar el turno de trabajo ante la imposibilidad de que sus relevos pudieran llegar a reemplazarlos. Los techos de algunos centros educativos y supermercados estaban en el suelo. Las bolsas de basura tapaban a los contenedores ante el impedimento de circulación de los recolectores. Cientos de conductores, que habían sido rescatados de las carreteras después de permanecer hasta 30 horas atrapados en el interior de sus automotores, empezaban a sentir el peso psicológico de la espera. Centros especializados anunciaban la muerte de miles y miles de aves de todo tipo. En los campos, los rebaños de cabras, ovejas y ganado vacuno tuvieron que ser resguardados en galpones de emergencia y alimentados artificialmente.
Yo no tuve el valor de revolcarme en los polvos helados de Filomena. Desde el principio del carnaval, o desastre, como lo quieran ver, he estado pensando en el pandillero de la Nena Daconte.
Pero no todo era jolgorio y miseria. Una ola de solidaridad se desató de repente. Había brigadas de vecinos despejando las entradas a sus edificios, muchos de ellos con recogedores de basura: las palas se habían agotado en las ferreterías. Un hombre me llamó la atención cuando yo iba por el centro de la nieve: ¡saque las manos de los bolsillos¡ gritó. Así, si se cae, tiene la oportunidad de amortiguar el golpe. Los trabajadores de los hospitales caminaron hasta 20 kilómetros para llegar a sus puestos de trabajo. Los vecinos golpeaban las puertas de otros para preguntar por sus necesidades. Los únicos que no pudieron ponerse de acuerdo ni darse una tregua para luchar contra la adversidad de Filomena fueron los políticos.
En fin. Todo un acontecimiento. Desde 1877 no había ocurrido algo semejante. Filomena, cuya llegada habían pronosticado los entendidos, sorprendió a los dueños del poder quienes, también como siempre, se adjudicaban lo que estaba bien y echaban la culpa al otro de las cosas que estaban mal.
Fue, en todo caso, un acontecimiento casi irreal, digno de un cuento del Gabo más genial. Yo no tuve el valor de revolcarme en los polvos helados de Filomena. Desde el principio del carnaval, o desastre, como lo quieran ver, he estado pensando en el pandillero de la Nena Daconte: nadie como él para reseñar un momento tan sublime como éste.