Joselito camina nostálgico las calles de Barranquilla. Se dirige hacia el barrio Abajo, allí donde dicen que el “berroche” comenzó. Mientras deambula por la otrora Avenida Colombia, garabatea al ritmo de la tambora, se encuentra de frente con la muerte y al mejor estilo “arrebatao”, le hace un cruce, le baila el indio, la pierde de vista, al menos por ahora. A lo lejos, en una esquina, ve como María Moñito lo llama, le tira besitos. A su lado, “Paragüita” Morales le hace marimondas, y el viejo Mingo Pérez versea como todo un torito ribereño. Quiere unirse al trio, pero por ahí suena bajito una vocecita que le dice: Nada, “viejo man”, usted siga su camino, que la vaina no es por ahí, “llavería”.
Estando en el limbo, en el borde de ese abismo en el que nos ha puesto esta pandemia. Miro a mi alrededor, no reconozco la ciudad que he habitado y que me habita.
Al intentar escribir estas letras soy yo ese Joselito Carnaval. Andando sin rumbo fijo, de aquí para allá. Honrando a la muerte, jugando y danzando con ella. Estando en el limbo, en el borde de ese abismo en el que nos ha puesto esta pandemia. Miro a mi alrededor, no reconozco la ciudad que he habitado y que me habita. Me siento frente a la pantalla en blanco sin lograr hilvanar con éxito palabras que sean coherentes. Así que me levanto, llevo conmigo el computador, me siento en un parque, nada. En el mar, nada. Ha sido solo aquí, en el Malecón, a la orilla del río Yuma, del río grande de la Magdalena, que he podido hacer algo más que solo desvariar.
Porque sí, lo veo claro, lo siento en mis entrañas, las danzas, los ritmos en el tambor alegre, el pito “atravesao”, las gaitas, las letanías, el llamador, todo resuena en mi cabeza, y ahora, Benedetti, sí que lloro en los andenes fantasmales, y bajo este cielo opaco. Ya me lo han dicho, el diagnóstico es claro. Nostalgia carnavalera.
De ahí, de ese sentimiento profundo de saudade surge este manifiesto con el que quiero, de alguna forma, rendir un homenaje a ese carnaval que, sin lugar a duda, vive en mí, pero no de la forma en la que la empresa privada Carnaval de Barranquilla S.A.S, y sus secuaces en Charquilla, lo han querido promover. Durante décadas he presenciado, he incluso protagonizado, la lucha de la gente por su fiesta patrimonial, por el reconocimiento de la labor de mujeres y hombres músicos, folcloristas, artesanos y artesanas, bailarines, hacedores del Carnaval, gestores culturales, quienes han dedicado su vida a salvaguardar, no un disfraz, no una máscara, sino el legado identitario de un territorio que se rehúsa a fenecer ante los improperios de la pobreza, del olvido, del centralismo de un país que sigue pensando en la periferia como un lugar exótico para turistear.
Si algo nos puede permitir este pare en el camino es pensar, reflexionar y crear e incluso, reinventar (un eufemismo en algunas bocas) dinámicas que liberen nuestro espíritu festivo, unas menos esquematizadas, privatizadas y censuradas.
Ignorando que en estas tierras el disfrute, el goce es parte de la tradición inmaterial de los pueblos, es un acto de resistencia ante la desidia del gobierno de turno. Son bailes, cantos y fiestas para conjurar las tristezas, para pilar el arroz, para arrear el ganado, pescar bocachicos, tomarse una cerveza fría en la esquina, jugar dominó en la terraza o simplemente hamaquearse bajo un palo de mango. Esa cotidianidad que sucede todo el año, pero que desconocemos porque nos han vendido las experiencias “urbanas” del Carnaval, que al parecer solo suceden en la Vía40, dejando a un lado las expresiones de barrio, ribereñas, raizales, mestizas, palenqueras, afrocaribeñas, campesinas, indígenas, esas que solo se pudieron comercializar cuando la UNESCO las rotuló como Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.
Me da vergüenza decirlo, vivimos las fiestas como consumidores, no como ciudadanos y ciudadanas. Ignoramos que el carnaval nace en la calle, y es la gente la que lo reivindica. Como lo dijo mi amiga Lina, es un estado del alma, no es el desfile, el concierto, es la tradición. Esa que se mueve al ritmo de la vida misma, que se transforma y genera escenarios alternativos para el disfrute, que luego se convierten en maravillosos proyectos como la Carnavalada de la Fundación Ay Macondo, como el Taller Nacional de Comparsa Teatral y su Tropa de Melquiades, de la Fundación Luneta50; la Noche de Tambó con Lisandro Polo a la cabeza; la Nalgoteca de Don Alirio; las ruedas de Cumbia del barrio abajo; el Carnaval de las Artes de La Cueva; la Noche del Río, así como el mismo Carnaval de la 44; y otras tantas expresiones en pequeña y gran escala que son el reflejo del espíritu contestatario, picaresco y burlón que se manifiesta en cada parche, bonche o boro de este gran Caribe al que unen, entre otras cosas, sus manifestaciones culturales.
Y entonces, me pregunto, ¿hasta aquí llegó todo? ¿Se acabó la fiesta? ¿Se acabó el Carnaval? Hasta donde llovió hubo barro, dice el adagio popular. Y sí, así lo espero, lo deseo con todas mis fuerzas. Quiero que esa fiesta de reina con apellido rimbombante y de clubes en donde se deciden los destinos de la ciudad y el departamento, que históricamente ha servido como distractor de multitudes, no se vuelva a celebrar más. Justo porque creo que otro Carnaval, que otra forma de vivirlo y gozarlo es posible, pero sobretodo, necesaria.
Para cerrar este intento de manifiesto, me permito recordarles a ustedes el disfraz de “sátiro alado” que el maestro Moreu presentó en la Batalla de Flores de 1997. Para que nos sigamos mofando de la “cultura fálica barranquillera” como el mismo Darío la llamó
Si algo nos puede permitir este pare en el camino es pensar, reflexionar y crear e incluso, reinventar (un eufemismo en algunas bocas) dinámicas que liberen nuestro espíritu festivo, unas menos esquematizadas, privatizadas y censuradas. Desde donde se reconozca el valor identitario, patrimonial e histórico del Carnaval, ese que se puede vivir y gozar, incluso en el marco del distanciamiento físico. Si miras con cautela y detenimiento, te darás cuenta de que ya se están gestando al interior de este vientre colorido y diverso que poblamos.
Por eso, para cerrar este intento de manifiesto, me permito recordarles a ustedes el disfraz de “sátiro alado” que el maestro Moreu presentó en la Batalla de Flores de 1997. Para que nos sigamos mofando de la “cultura fálica barranquillera” como el mismo Darío la llamó. Esa que impone, decreta, se roba y vende nuestra tradición. Es hora de recuperar las tradiciones carnestolendas, de abrirle paso a las y los actores del Carnaval y a toda la magia libertaria que puede surgir de este gran sancocho tropical.