Una mirada al pasado, que ojalá no se repita de nuevo en el futuro:
“Guerrilla ataca población civil en Caldono, Cauca”. “Ejército encontró diez cilindros que iban a ser utilizados en contra de población civil”. Diariamente escuchamos este tipo de noticias por la radio y la televisión colombiana. Sin embargo, aquí, la otra realidad, otro panorama completamente distinto.
En el año 2003, cuando estaba despegando el Plan Patriota, el comandante guerrillero de las FARC-EP, Dairon, se encontraba con su compañía en la parte selvática de los Llanos del Yarí. El ejército oficial había tendido un cerco alrededor de la zona y tenía la misión de registrarla y sacar a la guerrilla del área. Aparte de esa misión general, el ejército llevaba una misión secreta, más específica.
Un día, un negro de nombre Rubén llegó corriendo a uno de los puestos de guardia del campamento donde se encontraba la compañía. El negro impresionaba por su estatura, por lo que el guardia se puso en alerta y le apuntó con su fusil. “No, no, no, no me apunte…vengo a…quiero”. Al negro le faltaba respiración para explicarse, el sudor corría por su frente y hacía brillar su cara azulada. Respiró profundamente y dijo: “Necesito hablar con el comandante Dairon. Yo sé que él está aquí en este campamento y necesito hablar con él”. “De parte de quién, le preguntó el centinela. “Dígale que de parte del negro Rubén”, respondió el hombre.
El guardia palmoteó y enseguida apareció otro guerrillero, quien lo llevó donde el comandante Dairon. Era un hombre de mediana estatura, regordete y de mejillas rosadas. Tenía alrededor de 35 años, pero tenía un aire de chico de barrio. Risueño y descomplicado, pero sobrio en su obligaciones de comandante, y claro sobre la lucha revolucionaria y la toma del poder.
El negro se dirigió a Dairon: “Pué mire usted, que las tropas llegaron al área y están requisando casa por casa haciéndole cacería a nosotros los negros, dizque porque están buscando a los familiares del negro Antonio pa´ matarlos. Cualquier negro se volvió un sospechoso, para ellos todos somos familiares de Antonio y en toda parte preguntan por nosotros. A mí me delegaron pa´ venir a hablar con usted a ver cómo vamos a hacer porque tenemos miedo”.
¿Cuántos son ustedes?, preguntó Dairon. Somos unos quince en total, respondió el negro. Dairon quedó pensativo por unos instantes. Su rostro mostraba un aire de preocupación. ¿Qué hacer con los negros?
El negro, quien había estrellado la mirada contra el suelo, observo con disimulo al comandante y se decidió a hablar: “Nosotros estamos seguros que si nos quedamos en el área nos matan a todos. El área está cercada, no tenemos cómo salirnos. La única opción que nos queda es venirnos pal monte, camarada, pero usted sabe que sin protección ni armas ni nada”.
Dairon había entendido las palabras del negro y sospechaba para dónde iba el asunto, sin embargo, tenía dudas. ¿Le alcanzaría la comida para quince bocas más? ¿Qué tal le pasara algo a alguno? ¿No sería una irresponsabilidad traer a quince civiles a la montaña, un lugar rastreado por el ejército en busca de la guerrilla? Finalmente cedió. El negro lo había convencido y envió por ellos. Llegaron al campamento en fila india. Eran veinte y no quince, entre ellas a una que le decían “la viejita Nei”, una negra con más de cincuenta años que venía en compañía de sus dos hijos.
A Dairon no le gustaba perder tiempo. Organizó una escuadra de negros y nombró comandante a Rubén. A los dos días plantearon que les dieran pistolas y entrenamiento, porque “necesitamos con qué pelear en caso de algo, ¿si o no?”. Dairon no tenía reparos del grupo. Los negros se adaptaron rápido a la vida en el monte. Por la mañana se atrincheraban con los guerrilleros a la espera del enemigo, y durante el día se vinculaban a las labores del campamento. Cuando los guerrilleros salían a explorar o buscar al enemigo, ellos quedaban custodiando el campamento.
Un día, una escuadra de guerrilleros salió a buscar el ejército y chocó con ellos. Hubo una corta pelea, después de la cual dos guerrilleros resultaron desaparecidos. ¡Cómo fue la tristeza de los negros al enterarse de los camaradas perdidos! La viejita Nei no se dejó amedrantar, sacó una vela de su mochila y la prendió para que “los muchachos vuelvan a casa”, decía.
Un día después los camaradas aparecieron, se habían extraviado en la manigua después de la pelea. La cara de Nei brillaba y decía: “una velita hace milagros a veces”.
Los refugiados permanecieron dos meses en la selva hasta que llegó la orden de llevarlos a través de los montes hasta otra área en donde pudieran estar sin que corrieran peligro. Llegó el día de la despedida. Los negros empacaron sus maletas y con una inmensa tristeza en los ojos se despidieron del comandante Dairon y sus tropas. Sabían que la camaradería que habían conocido durante los dos meses los uniría para siempre.