Michael Taussig, antropólogo norteamericano, acarició la irreverente -y poética- idea de pensar en un museo de la cocaína como un poderoso símbolo de las historias de colonización, violencia y, también, como un ejemplo brutal de la vida económica de la minería de oro y de la coca en Colombia.
En varios saltos entre el pasado, el presente y los futuros imaginados en tierras prometidas del Pacífico colombiano y de La Sierra Nevada de Santa Marta, mostró cómo la mojigatería y la añoranza por la blancura de piel impiden a los colombianos entender, procesar y presentar enteramente los significados contenidos en estos dos productos. Taussig, habla entonces sobre cómo nos avergonzamos (pero también nos vanagloriamos) de la historia asociada a la cocaína y de cómo el uso ritual del mambe en el Amazonas, y del ayu entre los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, reta nuestra muy blanca (más bien mestiza) capacidad de integrar los saberes indígenas al mapa, historias y museos que expliquen las complejas identidades que integran a Colombia.
En otro texto, Taussig también habla de cómo el dominio de la antropología es la narración, y de cómo en ella se entrelazan altas dosis de realidad e irrealidad, a tal punto que el lugar de quien registra es de quien pide que se le crea: “juro, juro que yo lo vi”. Pero esta columna no es sobre Taussig, sino sobre lo que pude ver a través de su mirada.
Juro que un día una mujer arhuaca me invitó a cosechar coca. Juro que entendí que ese era un gesto de enorme intimidad, y que mientras me decía “ahora usted también va a trabajar para el mamo” sentí una mezcla entre honor, respeto, y algo en mí se retorció al sentir que estaba al final de una jerarquía en cabeza de una autoridad masculina. Juro que la seguí y que me alegré cuando vi todos esos arbustos de verde vibrante que elevan sus semillas rojas hacia el cielo.
Clac, clac, clac, sonaban las hojitas cuando las arrancábamos de las ramas. Nos reímos, cosechamos y cosechamos y trabajamos para el mamo, pero también para el resto de los hombres de la comunidad.
“Nosotras no podemos mascar coca porque la coca es otra mujer y eso no es permitido. No se puede. Pero los hombres si pueden coger puñados de las hojas que cosechamos, ponerlas en su boca, mascarlas… se cansan rápido y las escupen. Y otro puñado… y otro. Y a cosechar”. “El problema de la coca solo va a acabar el día que respetemos la planta. Que la respetemos todos”, añadió otra mujer.
Juro que cuando escuché esta confesión, pensé que estas mujeres me estaban hablando de una discusión menos popular que la legalización de las drogas. Su argumento era poderoso. Estaban hablando a través de la coca para señalar cómo el uso de un bien con alto valor cultural, y con un marcado presente económico en su transformación en cocaína, expresa situaciones de valor e inequidad entre quienes cultivan, cosechan, producen y dan vida a esa economía.
“Se cansan rápido, escupen… Y otro puñado”.
Juro que esta conversación ocurrió el día que los hombres se fueron del caserío, porque tenían una reunión montaña arriba. Y juro que esta historia que surgió en medio de los arbustos de coca, se repitió en un monocultivo de té en donde varias mujeres inmigrantes en India cosechaban mientras intercambiaban risas e historias sobre enfermedades y cómo curarlas a través de la leche materna. Viene el supervisor del cultivo. Las risas paran. Clac, clac, clac.
Juro que en ese entonces no reconocía que la irreverencia es una de las formas en las que se expresa la diversidad. Y que esas confesiones o juegos reclaman y se abren un espacio entre el paisaje y entre las jerarquías: “viene el supervisor”. Hoy puedo entender que no hay promesa o celebración de biodiversidad que me resulte genuina si no se pregunta por el tipo de relaciones económicas y jerarquías que alimenta, fractura o estimula, y que no podemos aplaudir productos verdes, eco o limpios ignorando la larga cadena de relaciones entre humanos y entre humanos y paisajes que se expresan a través de ellos.