Las cámaras del canal estatal de noticias NRK llegaron a las 7:00 a. m. En pocas horas Juan Manuel Santos recibiría el Premio Nobel de Paz y la televisión noruega quería contrastar la tradicional avalancha de elogios al ganador, con la vida y opinión de un exiliado colombiano en Oslo. Estaban grabando la nota principal para la edición de las 7:00 p. m. de ese sábado 10 de diciembre de 2016.
Una tela gigante de varios metros de largo, con los nombres de los líderes y lideresas colombianas asesinadas durante el proceso de paz, fue desplegada por los activistas de Fred i Colombiaa la entrada de la ceremonia, en la alcaldía de Oslo. Yo me tomé unos minutos, justo antes de cruzar la puerta de la alcaldía, para observar la mañana de invierno iluminando el puerto. Conservaba aún una pequeña esperanza de que acudiría a un evento de redención de la dignidad del pueblo colombiano, de sanación de las heridas, de inicio de la reconstrucción de la unidad a partir del reconocimiento del horror. Sin embargo, mi intuición política me indicaba que una vez más seríamos atropellados por la inconmovible élite colombiana que sigue negándolo todo. El discurso de Juan Manuel Santos fue una humillación más para las víctimas de ahora y las de siempre. El Estado y el paramilitarismo, en su asociación monstruosa, son responsables de al menos las dos terceras partes de las víctimas del conflicto en Colombia y eso no fue mencionado en el discurso de Santos. Esto fue lo que se vio y oyó esa noche en el principal noticiero de televisión en Noruega. De eso se trata el conflicto mismo, desde el asesinato de Gaitán. De eso y la impunidad que le ha seguido. Sin embargo, las élites colombianas, ensangrentadas o no, siguen negándolo todo.
Poco más de cuatro años después, la actuación del Estado colombiano en el caso de Jineth Bedoya es una muestra más de esta conducta. Resultaría imposible creer que esto suceda en pleno siglo XXI de no ser porque los videos, gracias a la pandemia, están disponibles para cualquier interesado. El Gobierno Duque pensó que la actuación que mejor servía al interés de la nación, en una audiencia internacional seguida en tiempo real por medio mundo diplomático, era poner en duda la legitimidad de los jueces y abandonar la diligencia judicial como si fuera una disputa familiar. El argumento para justificar semejante absurdidad es la defensa del buen nombre del Estado. Esta conducta es indefendible desde el punto de vista profesional y moral. Lo que revela de fondo es la persistencia de la cultura política que originó la guerra. Cultura política practicada por una parte importante de la élite colombiana hoy aglutinada bajo el paraguas del expresidente Álvaro Uribe.
Poner la aristocrática ilusión de defensa del buen nombre del Estado por encima de la violación de derechos humanos a una de sus ciudadanas, frente a las cámaras, es algo que sería devastador para cualquier gobierno verdaderamente democrático. Al Gobierno de Duque le parece correcto. Piensan ellos, los uribistas, que así defienden la democracia. Nosotros, los que queremos la paz, pensamos todo lo contrario. Jineth acababa de relatar su historia frente a un tribunal internacional al que acudió luego de que la justicia colombiana fuera incapaz de actuar correctamente. La respuesta del Estado colombiano fue la de abandonar la audiencia.
En la audiencia sobre el caso de genocidio político de la Unión Patriótica la actuación del Estado colombiano fue similar. Pero no es solo en las cortes internacionales donde se ven ejemplos de lo que realmente está pasando. La actuación de la Fiscalía y la Procuraduría en el caso de manipulación de testigos contra Álvaro Uribe se debe sumar a esta conducta sistemática. El Estado colombiano se encuentra hoy copado, secuestrado por las elites que más se han beneficiado del conflicto y quienes mejor representan la cultura política de la guerra. Es el principal motivo por el que los acuerdos de paz alcanzados con las FARC no están siendo implementados. Es el motivo por el cual el país se incendia cada día más y la precariedad aumenta en medio de la pandemia.
Así de diametral es la diferencia entre ellos y nosotros. Ellos representan la cultura política que mantiene la violencia y la desigualdad como pan de cada día para la mayoría de colombianos. Nosotros queremos que las cosas cambien.