El 4 de mayo hubo elecciones municipales en Madrid. Fui a votar a la hora del almuerzo porque pensé que habría menos gente, pero la fila le daba la vuelta a la manzana, y tuve que caminar un buen rato en el sentido contrario a la cadena humana hasta llegar al final para esperar mi turno. Mientras estaba en la fila veía los vídeos de las manifestaciones en Colombia y leía Twitter. La cosa está jodida, concluíamos en el grupo de WhatsApp con los amigos colombianos que también viven fuera.
El miedo a la amenaza comunista de la que habla el Partido Popular hizo que los madrileños salieran en masa a votar. El resultado de las elecciones no me sorprendió porque, como en cualquier parte del mundo, estamos hartos de la pandemia. Ganó la derecha de toda la vida que ha usado la palabra libertad como lema de campaña. Libertad. Qué más da que sea a costa de la sanidad pública, la educación gratuita de calidad y de la exclusión social. La primavera está despertando y la gente quiere ir al bar, tomarse una cerveza, y comprar las entradas para los conciertos de verano que promete la libertad a la que apela el PP.
La novedad fue la salida de Pablo Iglesias del escenario político. Hasta hace unos años él solo era un profesor universitario que hacía parte de la movilización social. Después del 15M fundó Podemos junto a otros inconformes, y se lanzó a la política. Lo aplaudieron y lo odiaron. Presentó propuestas que fueron ampliamente recogidas por la sociedad española. Ejerció el derecho a la oposición y puso temas importantes sobre la mesa. También se equivocó y ahora se retira para que otros continúen la labor. No hace falta dejarse la vida, ni convertirse en blanco de amenazas porque nada de eso es necesario cuando se vive en paz, en una democracia imperfecta y corrupta, pero en paz.
La sociedad española tiene su historia, muy distinta a la de Colombia, y no las puedo comparar, pero en estos veinte años que llevo viviendo en Madrid he sido testigo de cosas que me hubiera gustado ver en Colombia. Como las multitudinarias manifestaciones que rechazaron la guerra contra Irak, la solidaridad de los madrileños cuando ocurrieron los atentados del 11M, o que un personaje como Pablo Iglesias pueda hacer política, y que quienes no lo votan tengan que escucharlo en el Congreso porque eso hace parte de los mínimos que se requieren para vivir en sociedad.
En Colombia es imposible que la izquierda llegue tan lejos. El miedo al comunismo mantiene al país bajo un terrorismo de Estado que solo se ve en las dictaduras. El miedo al comunismo en Colombia ha conseguido que maten a todos los comunistas, y también a los que no lo son, porque cualquier cosa que apele a los derechos sociales los hace parecer comunistas. Y todos los gobiernos han considerado legítimo matar comunistas.
El miedo al comunismo ha hecho que miles de personas votaran no, o en blanco, cuando su voto era decisivo para darle un giro al país en otra dirección. El miedo al comunismo ha convertido a toda la ciudadanía colombiana en objetivo militar. El miedo al comunismo lo ha convertido a usted en un terrorista.
“El pueblo unido jamás será vencido”, dicen los comunistas, pero lo cierto es que al pueblo unido siempre lo han jodido. Colombia está devastada por el hambre, la miseria, la corrupción. Todas las formas de protesta son criminalizadas porque el legítimo derecho a vivir es despreciado por una clase dirigente que maneja al país como si fuera de su propiedad. Tienen tanta tierra entre las manos que están convencidos de que el país les pertenece.
Cuando hay manifestaciones en Colombia la pregunta en el exterior siempre es la misma. ¿Qué podemos hacer los que vivimos fuera? ¿Sirve de algo desahogarme en una columna de opinión? ¿De verdad resulta útil poner mi foto en las redes sociales enmarcada con la bandera colombiana? ¿Qué puede hacer Europa? ¿Condenar, invadir, bloquear?
El mundo entero vio cómo se desperdició la última oportunidad que tuvo el país para transitar el camino del diálogo, por miedo al comunismo. Hay donaciones millonarias para el posconflicto, países garantes, observadores internacionales, y los ex guerrilleros comunistas está contando su versión de la guerra en los tribunales especiales. Los grandes paramilitares también hablan y cuentan verdades, pero el miedo al comunismo ha hecho que lo que tienen que contarle al país pase como pasa el agua en un río, sin novedad. El pueblo paga impuestos, se aprieta el cinturón, pasa hambre de día y de noche, pero el miedo al comunismo hace que muchos consideren que su protesta hace mucho ruido y desorden cuando sale a la calle.
Miro los videos de las manifestaciones y me parece insultante que la respuesta del Gobierno de Iván Duque sea la de provocar y amenazar sacando el ejército a las calles. Es toda una declaración de intenciones. Ha retirado la reforma tributaria porque así cree que parece abierto al diálogo, pero la jugada está bien pensada, porque si declara el estado de conmoción interior tendrá carta blanca para hacer lo que manden quienes de verdad gobiernan sin necesidad de disimular.
Pienso en lo que supone ser miembro del ejército, la policía y el ESMAD en un país como Colombia. Cuando los veo dando bala indiscriminada desde un helicóptero en un improvisado cuartel sobre el techo de un colegio en Bosa, creo que se les olvida que ellos, los hoy alzados en armas, salieron de ahí, de barrios como Bosa o Usme, donde la única opción de futuro es empuñar un arma para sobrevivir, porque el Estado que defienden no les da otra opción que convertirse en máquinas de guerra, por miedo al comunismo.
¿Qué va a pasar? Nos preguntamos fuera y dentro del país. Puede que no pase nada, o puede pasar de todo. Iván Duque es un presentador de televisión que obedece y no piensa. Tiene previsto celebrar la Copa América de fútbol, y creo que quienes están detrás de su figura no le perdonarían jamás una renuncia. Eso significaría aceptar una derrota frente al pueblo. La protesta necesita comer, y por eso la gente volverá en algún momento a su casas y luego saldrá a la calle a buscarse la vida como lo ha hecho siempre. El panorama es desolador. En Colombia siempre pasan cosas, pero nunca pasa nada que las resuelva.
¿Cuántas revueltas más hacen faltan para acabar con ese modelo de país sometido al expolio y a la violencia? ¿Cuánto falta para que llegue el día en que el pueblo colombiano pueda sentir que sus fuerzas armadas están para ayudarlos y defenderlos y no para asesinarlos impunemente?
El miedo al comunismo mató a mi padre en 1989. Yo tenía diez años y la realidad de Colombia me pateó la cara dejándome una cicatriz que veo todos los días cuando me miro al espejo, porque en mis ojos veo los ojos de mi padre. Si siempre hablo desde el punto de vista personal, es porque desde entonces siento que el miedo al comunismo ha convertido a Colombia en una inmensa fosa común que parece no tener fondo, y eso resulta doloroso y desalentador.
Cuando yo apenas empezaba a hacerme consciente del país en el que nací, en la radio sonaba El baile de los que sobran, una canción que yo adoraba. Ha sido coro en muchas manifestaciones, algo que embellece la movilización, pero duele de verdad pensar que no se trata solo de una canción, sino de un vaticinio perverso. Por cuenta del miedo al comunismo el país va a seguir ardiendo mientras los amigos están allá en Colombia pateando piedras, porque el futuro no es ninguno de los prometidos, como dice la canción.
El miedo al comunismo ha sacado a Pablo Iglesias de la política española por la vía de las urnas, toda una novedad para mí. Me pregunto cuándo llegará el día en que Colombia se permita escuchar al otro, al que es comunista y al que no lo es. Cuándo el pueblo dejará de ser visto como una amenaza, cuándo vamos a poder exigir lo que corresponde sin que nos maten por miedo al comunismo.