Puta, prostituta, meretriz, señoras de la calle, scort, loomies, chaperos, piróbos, etcétera. Son muchas las formas de nombrar a las y los trabajadores del sexo y sin embargo son pocas las veces que se refieren a ellas y ellos como trabajadores, currantes, que es lo que realmente son, como cualquiera de nosotros.
Desde hace ya varios años, las mujeres que nos autoreconocemos como feministas asistimos a la lucha que existe al interior del feminismo occidental entre aquellas que consideramos que el “trabajo sexual es trabajo”, como reza el lema de varias organizaciones de trabajadores del sexo, y las que malintencionadamente equiparan prostitución con trata y consideran que abolir la prostitución es o debería ser una meta del feminismo puesto que es “una institución patriarcal que debe desaparecer”.
En medio de la discusión entre estas dos posturas, que muchas veces ocurre en un plano teórico muy alejado de la realidad, están ellas y ellos, los trabajadores del sexo, que, cansados de ser tachados de víctimas por parte de la industria del “rescate” (de putas), de ser llamados “proxenetas” por los lobbies abolicionistas y de no ser reconocidos por los Estados como trabajadores de pleno derecho, han decidido alzar su propia voz y reivindicar los derechos que no se les reconocen, precisamente, en los “Estados de derecho”, como es el caso de España.
Como son muchas las cuestiones que hay en juego en la discusión sobre el trabajo sexual y es clave abordarlas todas de forma completa y compleja, dividiré este reportaje sobre trabajo sexual en tres partes: una primera dedicada a discernir los términos que están en disputa en las discusiones que ha puesto sobre la mesa el feminismo abolicionista, que busca que se prohíba la venta de servicios sexuales; una segunda a conocer de cerca las múltiples realidades de las y los trabajadores sexuales, el estigma que se cierne sobre ellas y ellos, así como sus reivindicaciones y luchas, y una tercera a abordar las iniciativas y leyes propuestas en España, en el marco de un gobierno que se declara feminista, alrededor de la abolición del trabajo sexual.
Para construir este texto me he valido de las entrevistas, tanto físicas como virtuales, hechas a trabajadores del sexo que viven en España, así como de documentos, artículos y libros que disciernen sobre la cuestión.
¿Por qué hablar de prostitución no es lo mismo que hablar de trata de personas y por qué hay sectores que se empeñan en equiparlos?
Hace algunos años, en una discusión en redes sociales me vi haciendo lo que las feministas abolicionistas hacen sin falta: equiparar la trata de personas con fines de explotación sexual con la prostitución. Esto, a pesar de provenir de Colombia y conocer de primera mano la realidad de varias mujeres colombianas que habían migrado a Europa y Japón para ejercer el trabajo sexual, sin ser víctimas de ninguna mafia ni ser obligadas a ejercer dicho trabajo. Entonces ¿Por qué aseguraba con tanta certeza que la prostitución va de la mano con la trata de personas con fines sexuales?
El que yo o cualquiera haga esta equiparación de forma casi automática obedece al bombardeo constante, a través de medios de comunicación y últimamente de internet y redes sociales, de mensajes que han buscado sembrar la idea de que toda actividad enmarcada en el trabajo sexual está vinculada con las mafias de la trata, lo que supone relacionar intencionadamente el intercambio sexual entre adultos libre y consentido con el tráfico y sometimiento de personas con fines sexuales.
En esta asimilación entre trata y prostitución ha tenido mucho que ver el “Convenio de la ONU para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena”, una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas del año 1949, aunque la equiparación como tal surge en el siglo XIX cuando el abolicionismo ya hablaba de la relación “inevitable” entre la “trata de blancas” (llamada así porque se refería al supuesto tráfico de mujeres blancas europeas en los territorios colonizados) y la prostitución.
El mencionado Convenio de la ONU reza así en su preámbulo:
“La prostitución y el mal que la acompaña, la trata de personas para fines de prostitución, son incompatibles con la dignidad y el valor de la persona humana y ponen en peligro el bienestar del individuo, de la familia y de la comunidad”.
La expresión “la prostitución y el mal que la acompaña” deja en el plano de la moralidad el juicio sobre el ejercicio de la prostitución y lo convierte en la causa directa de la trata de personas. A partir de aquí resulta casi imposible separar el ejercicio de la prostitución del tráfico de personas, con lo que los trabajadores del sexo cargan con un doble estigma desde entonces: el de ofensores de la moral pública y promotores de la explotación de otros seres humanos.
La idea de trata expuesta en el convenio de la ONU resulta problemática para muchos países, no solo por su preámbulo sino porque en todo el texto no tiene en cuenta el consentimiento de la persona para definir si ha habido explotación o no en contra de su voluntad. En su artículo 1 el convenio llama a castigar a aquellos que “concertaran o explotaran la prostitución de otra persona, aún con el consentimiento de tal persona” con lo que se terminaría por incluir en el delito de la trata al ejercicio sexual que se ejerce libremente y sin coacción con la ayuda de otra y otras personas (burdeles, casas de citas, salas de masaje sexual e incluso apartamentos compartidos con otros trabajadores sexuales). Debido precisamente a esta definición es por lo que, en Alemania, Países Bajos, Nueva Zelanda, Grecia o Turquía, países en los que la prostitución voluntaria es legal y está regulada como una ocupación, no se ha ratificado el convenio.
No será sino hasta el año 2000 que la ONU actualizará el concepto de trata, en “El protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, Especialmente Mujeres y Niños”, en el marco de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional:
“La “trata de personas” puede significar el reclutamiento, transporte, traslado, acogida o recepción de personas, bajo amenaza o por el uso de la fuerza u otra forma de coerción, secuestro, fraude, engaño, abuso de poder o una posición de vulnerabilidad, o recibir pago o beneficios para conseguir que una persona tenga bajo su control a otra persona, para el propósito de explotación. La explotación puede incluir, como mínimo, la explotación de la prostitución de otros u otra forma de explotación sexual, trabajo forzado o servicios, esclavitud, o prácticas similares a la esclavitud, servidumbre, o remoción de órganos… El consentimiento de las víctimas de la trata de personas hacia sus explotadores establecido [arriba] es irrelevante cuando cualquiera de las formas mencionados [arriba] ha sido usada.”
Esta actualización del concepto ha hecho que 171 países del mundo ratifiquen este protocolo, lo que demuestra que el moralismo, usado como criterio en el convenio del año 1949, no puede seguir siendo utilizado por la ONU a la hora de establecer líneas de actuación para enfrentar el tráfico de personas o cualquier otro delito.
A pesar de esta rectificación el sector abolicionista del feminismo hegemónico sigue utilizando la primera definición y relacionando trata con prostitución, con lo cual siempre llega a la conclusión de que toda mujer que ejerce la prostitución es una víctima de trata y hay que tratarla como tal. Este trato de víctima no sólo despoja a las prostitutas de su capacidad de agencia y desacredita sus reivindicaciones asociadas a los derechos que todxs las trabajadores sexuales deberían tener, sino que ha incentivado un lucrativo negocio alrededor de lo que Laura Agustín, investigadora sobre trabajo sexual, ha llamado “la industria del rescate”, que es el conglomerado de feministas, expertos, instituciones públicas y oenegés que viven de “salvar” a las prostitutas de la trata, apoyándose en la idea de que la prostitución voluntaria es asimilable a la trata. Sobre esta “industria del rescate” hablaremos mas ampliamente en la próxima entrega de este reportaje.
Entre la abolición, el regulacionismo y la reivindicación de derechos
Otro de los tópicos del discurso del feminismo abolicionista es que las prostitutas que abogan por su acceso a derechos como trabajadoras son “proxenetas” porque en realidad no piden derechos para ellas sino beneficios para los clubes de alterne y otros locales donde se ejerce la prostitución. La postura de las asociaciones y colectivos de trabajadorxs del sexo no podría estar mas alejada de ese propósito y sin embargo se sigue mezclando interesadamente regulación y acceso a derechos.
La postura regulacionista, que efectivamente existe, surge con las llamadas leyes higienistas del siglo XIX, que consideraban la prostitución una enfermedad social, crónica e incurable y que reglamentaban su ejercicio no para mejorar las condiciones de las trabajadoras sexuales sino para que su conducta no afectara la vida y la moral de las personas “de bien”. Las primeras abolicionistas, dentro de las que destaca la figura de la británica Josephine Butler (1828-1906), reaccionan contra dichas leyes como una crítica al modelo de sexualidad vigente, reivindicando mayor libertad para las mujeres y el derecho a no ser atacadas sexualmente, incluidas las prostitutas, lo que sin duda era revolucionario para la moral de la época.
Pero, ¿en qué momento el abolicionismo feminista se convierte en un aliado de los sectores más conservadores de la sociedad? Cuando el discurso llega a las instancias de poder encargadas de legislar y tipificar los delitos relacionados con las mujeres con respecto a la prostitución, el sentido asociado a la reivindicación de los derechos de las prostitutas desaparece y en su lugar se posiciona la idea de que, con la abolición de la prostitución, en reemplazo de la reglamentación, se garantiza la moral y las buenas costumbres y, de paso, se controla la sexualidad de las mujeres “decentes”.
Es así como la abolición institucionalizada, a pesar de desviarse completamente de las reivindicaciones de las primeras abolicionistas que se oponían a las leyes higienistas, se sigue leyendo hoy como una reforma moderna y necesaria para los estados introducida por el feminismo, sin que esto lo cuestionen los políticos de izquierdas ni las propias feministas. Las abolicionistas de hoy se reafirman en los argumentos institucionales que continúan señalando la prostitución como una lacra moral y de la salud pública (un ejemplo reciente lo tenemos en la ministra de Igualdad de España, Irene Montero, que utilizó el argumento de la pandemia del Covid para promover el cierre de locales de alterne) y para evitar ser cuestionadas señalan a las y los trabajadorxs sexuales de colaboracionistas de los empresarios dueños de los clubes.
Tanto el regulacionismo, abanderado por los dueños de burdeles y clubes de alterne que buscan, con ayuda de sus aliados políticos, que se reglamente el ejercicio de la prostitución de modo que únicamente ellos se vean beneficiados de tal actividad; como el abolicionismo, que pretende prohibir la compra de servicios sexuales, despojan a las y los trabajadores sexuales de su capacidad de agencia sobre su cuerpo y su sexualidad y les niegan la posibilidad de ejercer sus derechos como cualquier trabajador occidental. En ese sentido, los trabajadores sexuales reivindican las declaraciones del documento publicado por Amnistía Internacional en 2015, resultado de su investigación con trabajadores sexuales durante más de dos años en todo el mundo, en el que instan a los gobiernos del mundo a despenalizar el trabajo sexual y proteger los derechos humanos de las y los trabajadores sexuales. En su texto AI aclara la diferencia entre despenalizar, que es lo que piden los trabajadores sexuales, y legalizar el trabajo sexual:
“Más que la eliminación de las leyes que penalizan a las trabajadoras y los trabajadores sexuales, la legalización supone la introducción de leyes y políticas relativas específicamente al trabajo sexual con el fin de regularlo formalmente. Amnistía Internacional no se opone a la legalización per se, pero los gobiernos deben asegurarse de que el sistema respeta los derechos humanos de las trabajadoras y los trabajadores sexuales. Creemos que todavía hay margen para avanzar en materia de despenalización y contra los abusos de derechos humanos derivados de la legalización, dado que hay trabajadoras y trabajadores sexuales que están quedando al margen de la ley en sistemas en que el trabajo sexual está legalizado.”
Debido a este posicionamiento con respecto al trabajo sexual AI recibió muchas críticas por parte del feminismo abolicionista europeo y de los gobiernos que son prohibicionistas, como el sueco, que insinúan, de forma mal intencionada, que despenalizar el trabajo sexual es favorecer a las redes de trata, cuando ya está claro que prostitución y trata no son la misma cosa. Al respecto AI afirma: “Pedir la despenalización del trabajo sexual no significa eliminar las leyes que penalizan la explotación, la trata de personas o la violencia contra las trabajadoras y los trabajadores sexuales. Estas leyes tienen que mantenerse y pueden y deben reforzarse. Significa eliminar las leyes y políticas que penalizan o sancionan el trabajo sexual, entre ellas figuran las leyes y reglamentos relativos a la venta, la compra o la organización de trabajo sexual, como ofrecer servicios sexuales, alquilar establecimientos, “regentar burdeles” y vivir de los beneficios de la “prostitución”.
En este punto es clave mencionar la situación especial de las y los trabajadores sexuales inmigrantes que, además de padecer el estigma de cualquier trabajador sexual nativo, corre el riesgo permanente de ser deportado si no logra regularizar su situación como extranjero. Frente a esto, las y los trabajadores sexuales inmigrantes exigen una despenalización que contemple la regularización de aquellos que están en el territorio de manera irregular a través de su propio trabajo, es decir, que no se vean obligados a hacer contratos ficticios para obtener su residencia y su permiso para trabajar.
En definitiva, queda claro que los argumentos sobre los que se sostiene el abolicionismo parten de un intento malintencionado y retrógrado de equiparar trabajo sexual y trata y de nombrar como regulacionistas reivindicaciones que en realidad están centradas en el acceso a derechos. También nos queda claro que, aunque lo nieguen, las abolicionistas están mas cerca de lo que creen de las leyes higienistas del siglo XIX y de los preceptos que defienden un ordenamiento social basado en una moralidad cristiana, donde la fiscalización de la sexualidad es esencial.